Un personaje de Dostoievski «fue sometido a un Consejo de Guerra, que le condenó a muerte; pero esta pena fue conmutada por la deportación a Siberia y la condena de segunda categoría, esto es, a doce años de trabajos forzados.»

martes, agosto 11, 2015

«Entre todos los nobles rusos que estábamos en el penal sumábamos cinco, incluyéndome a mí en este número.

De uno de ellos había yo oído hablar, antes de mi llegada, como de una criatura ruin y baja, horriblemente corrompida, que ejercía el innoble oficio de espía; así, pues, desde el primer día me negué a entablar relaciones con él.

El segundo era el parricida, de quien ya he hablado.

En cuanto al tercero, que se llamaba Akim Akímich era un hombre original, que no he podido olvidar aún la vivísima impresión que me causó.

Alto, delgado, débil de espíritu y terriblemente ignorante,

era razonador y minucioso como un alemán.

Los presidiarios se burlaban de él, pero le temían al mismo tiempo a causa de su carácter cojijoso y de pocos amigos.

Desde su llegada habíase puesto a su nivel y les injuriaba atrozmente cuando no recurría a vías de hecho, de las que sus adversarios salían siempre muy mal parados.

Como era la rectitud personificada, en cuanto descubría algún chanchullo se apresuraba a meterse, como suele decirse, en camisa de once varas.

Era, además, excesivamente ingenuo, y cuando disputaba con los presidiarios les reprochaba sus delitos, exhortándolos a no volver al robo ni al crimen. Había servido, con la graduación de subteniente, en el Cáucaso. El mismo día que trabé conocimiento con él me contó su caso.

Ingresó en el ejército como junker (voluntario con el grado de suboficial), sirviendo en un regimiento de línea, y al cabo de no poco tiempo recibió el imperial despacho de subteniente y fue enviado a las montañas, donde le confiaron el mando de un fortín. Ahora bien, un principillo tributario prendió fuego al fortín e intentó un asalto que no pudo llevar a cabo.

Akímich recurrió entonces a la astucia para atraérselo,

y fingiendo ignorar quién era el autor de la agresión, la atribuyó a los insurrectos que merodeaban por las montañas.

Al cabo de un mes invitó cortésmente al primer reyezuelo a visitarle en el fortín, y aquél llegó a caballo,

sin sospechar el lazo que le tendían.

Akímich formó a la guarnición en orden de batalla y les reveló la felonía y traición del visitante, al mismo tiempo que recriminaba a éste por su conducta, le probaba que incendiar un fortín era un crimen vergonzoso y le explicaba minuciosamente los deberes de un tributario. Y como final de su arenga, fusiló en el acto al reyezuelo, dando cuenta inmediatamente a la superioridad de aquélla ejecución.

Se abrió sumaria y Akímich fue sometido a un Consejo de Guerra, que le condenó a muerte; pero esta pena fue conmutada por la deportación a Siberia y la condena de segunda categoría, esto es, a doce años de trabajos forzados.

Akímich reconocía de buen grado que había procedido arbitrariamente, pues el reyezuelo debió ser juzgado por un tribunal civil y no sumarísimamente con arreglo a la ley marcial. Sin embargo,

no podía comprender que su acción fuese un delito.

-¿No había incendiado mi fortín? ¿Qué tenía yo, pues, que hacer, darle las gracias? respondía a todas mis objeciones.

Aunque los presidiarios se burlasen de Akim y le tuviesen por loco, habíanle cobrado verdadero cariño.

El ex subteniente conocía todos los oficios: era zapatero, sastre, dorador y herrero. Adquirió estos conocimientos en el penal, pues le bastaba ver un objeto para hacerlo en seguida con rara perfección; y vendía en la ciudad, o mejor dicho los hacía vender, cestos, lámparas y juguetes. Gracias a su trabajo, tenía siempre algún dinero que empleaba en ropa blanca, almohadas, etc. También se había comprado un colchón.

Como dormía en la misma sala que yo, me fue utilísimo especialmente durante los comienzos de mi reclusión. »

Dostoievski, Memorias de la casa muerta.

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