Gottlieb Leberecht Müller El hombre sin identidad
viernes, febrero 21, 2014
"¡Gottlieb Leberecht Müller! Así se llamaba un hombre que perdió su identidad. Nadie sabía decirle quién era, de dónde procedía o qué le había ocurrido. En el cine, donde conocí a ese individuo, suponían que había tenido un accidente en la guerra. Pero, cuando me reconocí en la pantalla, sabiendo como sabía que nunca había estado en la guerra, comprendí que el autor se había inventado esa ficción para no exponerme. A menudo olvido cuál es mi yo real. Con frecuencia en mis sueños tomo el filtro del olvido, como se lo suele llamar, y yerro abandonado y desesperado, buscando el cuerpo y el nombre que me pertenecen. Y, a veces, la línea divisoria entre el sueño y la realidad es de lo más tenue. A veces, cuando alguien está hablándome, me salgo de los zapatos y, como una planta arrastrada por la corriente, inicio el viaje de mi yo desarraigado. En ese estado soy perfectamente capaz de cumplir con las exigencias ordinarias de la vida: encontrar a una esposa, llegar a ser padre, mantener a la familia, recibir a amigos, leer libros, pagar impuestos, hacer el servicio militar, etc. En ese estado soy capaz, si fuera necesario, de matar a sangre fría, por mi familia o para proteger a mi patria, o por lo que sea. Soy el ciudadano corriente, rutinario, que responde a un nombre y recibe un número en el parapeto. No soy responsable en absoluto de mi destino."
"Y después, un día, sin el menor aviso, me despierto, miro a mi alrededor y no entiendo absolutamente nada de lo que está pasando, ni mi conducta ni la de mis vecinos, como tampoco entiendo por qué están los gobiernos en guerra o en paz, según los casos. En esos momentos, vuelvo a nacer y me bautizan con mi nombre auténtico: ¡Gottlieb Leberecht Müller! Todo lo que hago con mi nombre auténtico se considera demencial. La gente hace señas disimuladamente a mi espalda, a veces en mis narices. Me veo obligado a romper con amigos y parientes y seres queridos. Me veo obligado a levantar el campo. Y así, con la misma naturalidad que en un sueño, me vuelvo a ver arrastrado por la corriente, generalmente caminando por una carretera, de cara al ocaso. Entonces todas mis facultades están alerta. Soy el animal más suave, sedoso y astuto... y a la vez soy lo que se podría llamar un santo. Sé mirar por mí mismo. Sé eludir el trabajo, las relaciones que crean problemas, la compasión, la comprensión, la valentía y todos los demás peligros ocultos. Me quedo en un lugar o con una persona durante el tiempo suficiente para obtener lo que necesito, y después me voy. No tengo meta: el vagabundo sin rumbo es suficiente por sí mismo. Soy libre como un pájaro, seguro como un equilibrista. El maná cae del cielo; basta con que extienda las manos y lo reciba. Y en todas partes dejo tras de mí la sensación más agradable, como si, al aceptar los regalos que llueven sobre mí, estuviera haciendo un auténtico favor a los demás. Hasta para cuidar de mi ropa sucia hay manos amorosas. ¡Porque todo el mundo ama a un hombre recto! ¡Gottlieb! ¡Qué nombre más bonito! ¡Gottlieb! Lo repito para mis adentros una y otra vez. Gottlieb Leberecht Müller."
"Algo me había matado, y, sin embargo, estaba vivo. Pero estaba vivo sin memoria, sin nombre; estaba separado de la esperanza así como del remordimiento o del pesar. No tenía pasado y probablemente no fuere a tener futuro; estaba enterrado vivo en un vacío que era la herida que me habían asestado. Yo era la herida misma. Tengo un amigo que a veces me habla del Milagro del Gólgota, del que no entiendo nada. Pero sí que sé algo de la milagrosa herida que recibí y que se curó con mi muerte. Hablo de ella como de algo pasado, pero la llevo siempre conmigo. Hace mucho que pasó todo y es invisible aparentemente, pero como una constelación que se ha hundido bajo el horizonte."
"Lo que me fascina es que algo tan muerto y enterrado como yo lo estaba pudiera resucitar, y no sólo una, sino innumerables veces. Y no sólo eso, sino que, además, cada vez que me desvanecía, me sumergía más profundamente en el vacío, de modo que a cada renacimiento el milagro se vuelve mayor. ¡Y nunca estigma alguno! El hombre que renace es siempre el mismo hombre, cada vez es más él mismo con cada renacimiento. Lo único que hace es cambiar de piel cada vez, y con la piel cambia de pecados. El hombre al que Dios ama es en verdad un hombre que vive con rectitud. El nombre al que Dios ama es la cebolla con un millón de capas de piel. Cambiar la primera capa es doloroso hasta grado indecible; la siguiente capa es menos dolorosa, la siguiente menos todavía, hasta que al final la pena se vuelve agradable, cada vez más agradable, una delicia, un éxtasis. Y después no hay ni placer ni dolor, sino simplemente la oscuridad que cede ante la luz. Y al desaparecer la oscuridad, la herida sale de su escondite: la herida que es el hombre, que es el amor del hombre, queda bañada en la luz. Se recupera la identidad perdida. El hombre da un paso y sale de su herida abierta, de la tumba que había llevado consigo tanto tiempo.
En la tumba que es mi memoria la veo ahora enterrada a ella, a la que amé más que a nadie, más que al mundo, más que a Dios, más que mis propias carne y sangre. La veo pudrirse en ella, en esa sanguinolenta herida de amor, tan próxima a mí que no la podría distinguir de la propia tumba. La veo luchar para liberarse, para limpiarse del dolor del amor, y sumergirse más con cada forcejeo en la herida, atascada, ahogada, retorciéndose en la sangre. Veo la horrible expresión de sus ojos, la lastimosa agonía muda, la mirada del animal atrapado. La veo abrir las piernas para liberarse y cada orgasmo es un gemido de angustia. Oigo las paredes caer, derrumbarse sobre nosotros y la casa deshacerse en llamas. Oigo que nos llaman desde la calle, las órdenes de trabajar, las llamadas a las armas, pero estamos clavados al suelo y las ratas nos están devorando. La tumba y la matriz del amor nos sepultan, la noche nos llena las entrañas y las estrellas brillan sobre el negro lago sin fondo. Pierdo el recuerdo de las palabras, incluso de su nombre que pronuncié como un monomaníaco. Olvidé qué aspecto tenía, qué sensación producía, cómo olía, mientras penetraba cada vez más profundamente en la noche de la caverna insondable. La seguía hasta el agujero más profundo de su ser, hasta el osario de su alma, hasta el aliento que todavía no había expirado de sus labios. Busqué incansablemente aquella cuyo nombre no estaba escrito en ninguna parte, penetré hasta el altar mismo y no encontré... nada. Me enrosqué en torno a esa concha de nada como una serpiente de anillos flameantes, me quedé inmóvil durante seis siglos sin respirar, mientras los acontecimientos del mundo se colaban y formaban en el fondo un viscoso lecho de moco. Vi el Dragón agitarse y liberarse del dharma y del karma, vi a la nueva raza del hombre cociéndose en la yema del porvenir. Vi hasta el último signo y el último símbolo, pero no pude interpretar las expresiones de su rostro. Sólo pude ver sus ojos brillando, enormes, luminosos, como senos carnosos, como si yo estuviera nadando por detrás de ellos en los efluvios eléctricos de su visión incandescente."
"¿Cómo había llegado a dilatarse así, más allá del alcance de la conciencia? ¿En virtud de qué monstruosa ley se había esparcido por la faz del mundo, revelando todo y, sin embargo, ocultándose a sí misma? Estaba escondida en la faz del sol, como la luna en eclipse; era un espejo que había perdido el mercurio, el espejo que refleja tanto la imagen como el horror. Al mirar la parte posterior de sus ojos, la carne pulposa y translúcida, vi la estructura cerebral de todas las formaciones, de todas las relaciones, de toda la evanescencia. Vi el cerebro dentro del cerebro, la máquina eterna girando eternamente, la palabra Esperanza dando vueltas en un asador, asándose, chorreando grasa, girando sin cesar en la cavidad del tercer ojo. Oí sus sueños musitados en lenguas desaparecidas, los gritos ahogados que reverberaban en grietas diminutas, los jadeos, los gemidos, los suspiros de placer, el silbido de látigos al flagelar. Le oí gritar mi nombre que todavía no había pronunciado, le oí maldecir y chillar de rabia. Oí todo amplificado mil veces, como un homúnculo aprisionado en el vientre de un órgano. Percibí la respiración apagada del mundo, como si estuviera fija en la propia encrucijada del mundo."
Henry Miller
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