El hombre que amaba el suicidio
sábado, abril 11, 2015
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-Dosto, -le dije a mi amigo- ¿qué es eso de que eres un hombre extraño?
-«Soy un hombre extraño.» ¿No lo ves?
-No; a mí me pareces muy normal; un poco raro, ¡es verdad!; pero normal del todo, como cualquiera otro, como cualquier que piensa un poco. ¿No serán más bien tus ideas las que son extrañas y no tú?
-Yo soy mis ideas, ¡tú! ¿Por qué ves esa diferencia? -me dijo Dosto como sorprendido.
-Tienes ideas locas y ya está; pero te funciona bien la cabeza. De hecho, de todos nuestros amigos, de nuestro círculo, digo, tú eres el más brillante. ¿No te parece, Dosto?
-Sí, eso siempre lo repito, a mí mismo y a los otros, bueno, a mis lectores. Pero la brillantez no quita la locura. «Soy un hombre extraño» y estoy loco, c`est tout.
-Demuéstrame que estás loco sin sensatos razonamientos.
-Eso va a ser imposible -me dijo Dosto.
-¿Por qué?
-Porque mientras te lo demuestro estoy razonando y parezco cuerdo.
-¡Ha, ha, ha! Perdona; no he podido evitarlo. Pero inténtalo.
-Estoy loco, loco, loco.
-Eso no es una prueba; eso son palabras, palabras, palabras.
-¿Y?
-Entra en detalle, Dosto.
-Soy tan extraño que no sé decirme. Me tratan de loco o se lo toman a broma. Digo lo que pienso y creen que estoy de burla. No reconocen la Verdad que digo; es por eso: por eso se ríen; porque a mí la verdad que veo no me hace reír.
-Pues a nosotros, sí -le digo.
-Pues a mí me entristece que no conozcáis esa verdad; es más: que os neguéis a verla o a plantearla como posibilidad. Os negáis, os negáis, ciegos y yo la conozco. ¿O es tal vez que no podéis conocerla?
-¿Por qué no íbamos a poder?
-Porque estáis ciegos por el sentido común; porque el sentido común es una ceguera; porque os «reguláis» por las leyes admitidas -dijo Dosto al aire con la mirada perdida, insistiendo sobre el verbo regularse como una máquina.
-Si son admitidas es porque todos las ven como lógicas.
-Sí, pueden ser lógicas pero no por eso ciertas.
-¡Cómo! ¡Eso es absurdo! Si es lógico es cierto. Dosto se calló durante un momento; y no sé si me miró con cierto desprecio.
-Yo antes pensaba como tú dices.
-¿Y por qué ya no piensas así? ¿Desde cuando?
-Luego te diré -me dijo Dosto. Ahora estoy pensando desde cuando soy extraño. No veo el principio. No veo el primer momento.
-Lo habrás sido siempre -le dije muy seguro.
-Seguro.
-¿Eso es de nacimiento? ¿Es heredado? ¿Es la fuerza de la carne?
-¿Qué dices? -me dijo extrañado. ¿De la carne. ¿De nacimiento? No conozco a nadie con esas características.
-¿Lo cogiste por contagio en el colegio? -solté con un poco de sorna pero con disimulo para que no se notara; porque Dosto era insoportable cuando ser enfadaba; y no quería quedarme solo aquella tarde; ¡estábamos tan agustito sentados en aquel banco de ese parque!
-Siempre lo he sabido, lo notaba en la mirada de los niños del colegio... -Dosto se paró un momento, pensativo. Y continuó: el único que no lo notaba era mi hermano Kris. Él nunca me ha tomado por un loco extraño. ¡Sorprendente! ¿No?
-¿Por qué sorprendente? A lo mejor sí lo pensaba pero no te lo decía para no enfadarte, o porque estaba acostumbrado.
-¡Acostumbrado, acostumbrado! -exclamó con fuerza Dosto. A la locura no se acostumbra uno; y aún menos a la locura ajena.
-¡Ha, ha, ha! pero el cariño... -Dosto no me dejó seguir.
-¿El cariño? ¿Qué cariño? Mi hermano era frío como la piedra. No sé cómo nos llevábamos bien: él, tan frío y controlado; yo tan descontrolado.
-Los opuestos se unen -le dije con la fuerza del saber popular.
-¡Los opuestos se unen¡ ¡Los opuestos se unen! No creo. Algo nos unía; algo que nunca habíamos hablado. Y sin embargo ese algo nos unió siempre hasta que él murió de repente y me dejó solo.
Miré a Dosto y vi cómo se apagaba. ¡Él tan enérgico siempre y ahora su cuerpo estaba sin fuerza! Estuvimos un rato sin hablar y sin mirarnos. Yo percibía que era prudente dejarlo. Hice un gesto para levantarme y saltó como un resorte.
-¿A dónde vas? Siéntate -me dijo «imperativo».
-No iba a ningún sitio. ¿No ves que estoy aquí?
-Sí, lo veo. Perdona, perdona; pensaba que te ibas. No te puedes ir ahora. ¡Precisamente ahora! He visto a mi hermano. Me miraba silencioso. No sé lo que estaba pensando. Por eso me he callado.
-Pensé que estabas pensando, que querías estar solo -le dije como entendiéndolo.
-No estaba pensando; estaba con mi hermano. Pero sabes que ha muerto, ¿verdad? Ya te lo he dicho y tú ya lo sabías. No te preocupes: cuando estoy con él tardo un momento en volver -me dijo sonriendo como si fuese algo natural. Y continuó: ¿Sabes que lo extraño? No, no lo sabes. Y mucho. Siempre fuimos al colegio juntos. Y vivíamos juntos en el internado. Bueno, ir al colegio era recorrer los pasillos desde los dormitorios hasta las aulas. Eso era ir al colegio. Después él se casó muy pronto, joven; y tuve que vivir solo. Ya sabes donde vivo ¿no?; pues en sitios como ese. Fue duro al principio; «se me cogió un insomnio». Fue entonces cuando escribí mi primera novela; esa de la gente del sufrimiento. ¡Bueno, tú sabes cuál es; tú la has leído. En ella puse mi pena; por eso le gustó tanto a la crítica. Ahí conté mi pena. Ahí no puse mis dudas; solo la pena y el sufrimiento. Por eso esa gente, esos personajes parecían tan reales. Y eso gustó. Y gustó mucho. Me prometían un gran futuro. Ahora te sorprenderá que te diga que fue por aquella época que fue la primera vez que quise suicidarme. Compré un viejo revólver, ¡incluso!. Esto nadie lo sabe. Aún lo tengo. Está en el cajón de la cómoda. Está cargado. Seguro que aún funciona.
-Pero...
-Calla. Me dio por estudiar. No por nada; quiero decir: sin motivo. Bueno, quería aprender; pero era sobre todo para no pensar. Mientras estudiaba no pensaba. También lo hice para ver cómo los demás habían escrito. Estaba seguro que mi novela era una porquería. Pero mientras más leía más miraba el revólver. Más de una vez quise destruir el manuscrito; porque se me olvidaba que ya había sido publicado. Además el manuscrito lo tenía el editor. Nunca le pedí que me lo devolviera. En este período me sentí cada vez más extraño. No sé decirte. Iba casi todas las semanas a ver a mi hermano, a su casa; y le contaba lo que leía. Así se pasaba la noche. Después volvía a mi cuarto -ya sabes-. Me tumbaba en la cama y pensaba que no me había dado cuenta del trayecto de vuelta. Sí, ya; aquella noche había llovido; pero no sabía qué noche. Daba igual. Mi hermano Kris tenía un proyecto, un fin: su trabajo y su familia. Me ponía a leer hasta que me dormía sobre la mesa. Esto no se lo contaba a nadie: me sentía ridículo. Además nadie lo comprendería. Si se hubiesen reído en mi cara hubiese sido mejor; porque mi orgullo me hubiese hecho reaccionar; pero no se lo dije a nadie; me encerré en mi mundo, bajo tierra, en silencio. Pude atravesar mi cráneo más de una vez con una bala. Pero no lo hice. Aunque todo me era indiferente, no lo hice. No lo hice porque ni siquiera el suicidio tenía importancia. ¿Qué más daba estar vivo, muerto, o en manos del suicidio? Daba igual una cosa que otra. Y como sabes que no soy un hombre de acción -es más: aborrezco la acción-, no quería ser sujeto de ninguna: ni de la vida, ni de la muerte, ni del suicidio, ni de leer, ni de la presencia de este cuerpo. Al mismo tiempo sentía el impulso de contarlo todo. Ahí tenía el motivo de la obra. Pero había que escribir y era muy vago. Y escribirlo ¿Para qué? ¿Para decirlo? ¿Pero a ellos qué les importaba? Ni siquiera me importaba que lo entendiesen. Me daba igual que el mundo existiese o no. A lo mejor a los demás les hacía falta; pero a mí no. Pero a lo mejor ese mundo no existía; ¿quién podía asegurarmelo? Nadie. Ni yo mismo estaba seguro de estar allí. Mis pensamientos sí estaban; ¿pero yo? ¿Y si todos esos seres extraños, incluido yo mismo, no eran más que simples apariencias, producto de mi extraña imaginación? ¿Y si este mundo todavía no ha existido? ¿Y si nunca existirá? ¿Y si nunca podré yo estar aquí contigo en este parque?
-Pues entonces estamos jodidos -le dije a Dosto con un poco de burla para sacarlo de su monólogo. Él se rió fuerte; tan fuerte que me quedé sorprendido. ¿Cómo podía reírse así después de tanta pena? Aunque hay que reconocer que su risa sonaba a grito.
-Estamos jodidos; sí, estamos jodidos.
II
-Si no existían no tenía por qué enfadarme con ellos; conclusión: caí en una absoluta indiferencia. ¡Sí, absoluta! Si ellos estaban en la calle durante mis paseos eran como presencias: eran como personajes irreales de un decorado; personas necesarias, pero en otra dimensión. Estaban allí para que la calle pareciese real, para que fuese un entorno humano, para evitarme mayor desolación. La prueba es que cuando paseaba de noche sus cuerpos no andaban por las aceras; pero saber que estaban acostados era suficiente presencia humana. Era casi mejor: así no me molestaban. No tenía que temer encontrarme con algún conocido y verme forzado al diálogo, verme bajo su mirada, sus críticas calladas, su olor, sus gestos. Mientras no estaban dejaba de enfadarme con ellos. Entonces se me revelaba la Verdad. Recuerdo que la primera vez fue un día tres de noviembre; aún me pregunto por qué fue ese día, precisamente ese día de aquel año. Creo que fue en el 77; ¿o fue antes? Fue la noche en la que pedían ayuda para una madre que estaba muriendo. Y yo en lugar de prestar atención a la petición de ayuda me quedé mirando sus zapatos rotos. Miré a mi alrededor y no había nadie a quien pedir ayuda. Su pie en el charco. Aquella noche fue la noche de la estrella reflejada. Parecía gritar el cielo: «¡Ayuda, ayuda!». Salí corriendo. Abrí el cajón de la cómoda. Cogí el revólver y me lo puse frente a los ojos. Temblaba como un niño chico asustado. Lloraba de rabia en contra de mí mismo. El cañón se movía. Cuando desperté estaba tirado en el suelo. Me había quedado frío, casi congelado, inconsciente, sin calor y mojado.
Creo que aquel encuentro me salvó la vida. Todo me daba igual, menos aquello. Si me iba a matar ¿qué importaba aquel encuentro? Nada, nada. Pero tampoco quería matarme: prefería esperar la noche y volver al mismo sitio. Tal vez podía aún ayudar. Pero ¿en qué podía yo ayudar si no tenía nada ni era médico? ¡No, no! Me era indiferente. Solo quería volver sin saber qué hacer. En aquel momento sentí dolor en mi cuerpo; ese dolor me quitaba el sentimiento de indiferencia. Quería rehacer lo hecho pero volver a la misma escena. Pero al mismo tiempo estuve todo el día agarrado a la mesa, sujetándome. Creo que no me levanté en todo el día. Se repetían las mismas imágenes. Quería evitarlo pero no podía. No quise comer para perder fuerzas. Deseaba caer enfermo en aquel mismo instante; y estar en cama hasta perder la conciencia. Permanentemente observaba la fuerza de mi cuerpo y veía que cada vez estaba más fuerte. No podía escapar a aquella escena y a aquella noche. ¿Dónde estaba mi sentimiento de indiferencia? ¿Dónde estaba mi apatía? Si nada me importaba ¿qué hacía allí con esa imagen? Tenía que haberla ayudado y no lo hice; solo la miré; no supe hacer otra cosa. Iba a suicidarme: no podía hacer nada por el mundo, ni por nadie; no quería saber nada del sufrimiento ajeno: ya tenía bastante con el mío. Pero me pedía ayuda; ¿qué me hubiese importado dársela como un último acto? Mi vida hubiese acabado bien; por lo menos esa vez hubiese hecho algo. Pero aquel momento me paralizó. ¡Al diablo con la ayuda! Yo solo quería salir de este mundo; eso era todo; así de simple. Pero entonces veía que ya no me era todo indiferente. No quería desaparecer y abandonar esto. Parecía algo estúpido: el hecho y lo que sentía. Ahora estaba sufriendo pero por otra cosa. Esto era inaudito. Estaba loco; claro como el agua; solamente que este agua me parecía turbia agua de noche, agua del suelo, de acera, agua de pasos. Si me mataba todo este dolor desaparecería; por lo menos este dolor nuevo; el otro no sé; el dolor de la indiferencia no sé; pero este desaparecería. No sé si me enfadé: porque solo se ocupaba de pedir ayuda: a mí no me veía. Yo quería que me viera; yo estaba allí, vivo y sano; su madre tal vez ya no viviera: habría muerto mientras pedía ayuda.
Volví a estar decidido a matarme por un instante; así el mundo dejaría de existir; dejaría de sufrir. Entre mi tormento tenía clara conciencia que con ese acto acabaría con el mundo; acabaría con los sentidos, con todos; el universo se apagaría y la ilusión del mundo. Esto no podía ser real: estaba, sin duda, soñando, o con fiebre, o ambos. ¿Quién me había empujado a aquella escena? Yo, no. Yo estaba ausente e iba decidido a suicidarme. Yo no podía ser; mi voluntad, no. Ocurrió sin que yo lo pensara; ocurrió solo. Pero no me daba igual, no me daba igual. Ni tenía que haber pasado y pasó; lo supiera nadie o no lo supiera, como era el caso. Nadie podía reprochármelo, ni yo mismo; si me lo reprochaba fue por la sorpresa. Yo fui el único sorprendido. Pero ¡qué me importaban todas estas preguntas! Sí importaban: porque quería saber qué había sido aquello. Se me planteaba un problema: ¿era algo que estaba en mí o se me había impuesto desde fuera? ¿Era algo que había estado enterrado o era algo pasajero? ¿Significaba algo o no tenía sentido? Preguntas locas que me torturaban. Pero tenía el revólver y la bala. Podía acabar con el asunto cuando yo quisiera. Quería aclararme antes; no podía morir con esta duda. En definitiva, este asunto aplazó mi suicidio; aunque no estoy seguro que sea para siempre. Ya hace cinco años que ronda esta idea; porque si no se ha ido hasta ahora no creo que se vaya nunca.
III
-Dosto.
-El suicidio no está bien; es un mal ejemplo para los vivos.
-¡Un mal ejemplo! ¿Un mal ejemplo? ¡Qué me importan a mí los vivos!
-Pues sí que importan; pensarán mal de ti; dirán que no pensaste en ellos.
-¿Y ellos piensan en mí?
-Pues claro que piensan en ti -le dije convencido. Piensan en tus libros, en el ejemplo de «humanidad» que le has dado. Dosto se quedó pensativo durante un rato.
-¿Y todo el trabajo que has hecho, todas las horas escribiendo, las noches blancas, las peleas con tus rivales, la burla de los críticos? Esos sí que se van a poner contentos. A Dosto se le cambió la cara; salió de su letargo y me dijo.
-Los críticos, los críticos, ¡vaya bichos envidiosos!
-Te harán trizas.
-A mí no; yo estaré muerto.
-A tu obra. Dirán que no vale nada, que era la obra de un loco, de un suicida. Se inventaran historias para desprestigiarla. Las editoriales dejarán de publicarte.
-¡Eso, eso!... Eso le dolió a Dosto. Y había tocado en su amor propio, en su obra, en lo que más le dolía, en su vanidad.
-Al cuerno la obra. Que la quemen. A lo hecho, hecho.
-¿Y para qué la has hecho entonces?
-Para nada. Para distraerme. Para pasar el tiempo. Todo fue culpa del primer éxito. Si aquella obrita no hubiese sido tan alabada yo no hubiese escrito. El fracaso me hubiese cerrado la boca para siempre... y el suicidio hubiese llegado antes.
-Tu hermano también escribe. El no ha tenido tanto éxito y sin embargo sigue escribiendo.
-Sí, pero ese es un caso diferente -me dijo Dosto sonriendo. Además, si me suicido él seguirá publicándome; él siempre me ha defendido.
-¿Sabe él lo del suicidio?
-No, no lo sabe.
-¿Y por qué no se lo has dicho?
-No sé; aún no lo sé -se quedó pensativo.
-Deberías decírselo.
-No.
-¿Por qué no?
-Porque tengo derecho a suicidarme.
-Nadie te quita ese derecho; pero díselo.
-No. Por ahora no; tal vez en otro momento.
-¿Te importa lo que piensa?
-¿Por qué no me iba a importar?
-No sé; como eres tan independiente.
-Independiente, independiente. Nadie somos libres; y menos de nuestras relaciones -me dijo bastante sofocado. Teníamos que haber nacido solos, sin nadie, en una isla; o mejor no haber nacido para nada.
-Sí; pero ya que estamos aquí... -le lancé con cierta burla.
-Ya que estamos aquí la única solución es irse.
-No es tan fácil; eso no es tan fácil. A Dosto se le iluminó la cara cuando dije esto.
-Si fuese fácil no habría habitantes en el mundo.
-Todos no quieren suicidarse -le dije.
-Todos, no; pero muchos... No nos enteramos de cuantos mueren. Los periódicos nos cuentan los que mueren. Y solo nos enteramos de los que pagan la estela; los demás se mueren en silencio.
Aproveché el tema y le dije.
-Podrías escribir sobre los que mueren en silencio. ¿O tú prefieres los que mueren ruidosamente? ¿Esos que mueren en la plaza pública de las ejecuciones televisadas?
-Eso me parece vergonzoso. Es una vergüenza regodearse en el castigo.
-Para eso se hace, Dosto.
-¿Para qué?
-Para que los vivos tengan miedo.
-¿Te dije que esta noche tuve un sueño?
-No; no me lo has dicho Dosto.
-Pues tuve un sueño; y como todos los sueños locos no tiene ni pies ni cabeza; bueno, la mía sí la tiene.
-¿El sueño?
-Sí, el sueño ¡tú! -me dijo Dosto con humor.
-¿El sueño tiene tu cabeza?
-El sueño tiene mi cabeza prisionera.
-A ver, cuenta.
-Pues resulta que al final me pegué el tiro.
-¡Ah, por fin llegamos a la sangre! ¡Qué interesante!
-No te rías que es una cosa muy seria.
-No, si no me río; si estoy muy interesado.
-Pues resulta que me veo pegándome el tiro. Veo cómo me meten en una caja y me llevan a hombros por las calles. No sé si ríen o lloran; pero hablar sí que hablan; no guardan silencio.
-¿Y qué dicen? -le pregunté al narrador del sueño.
-No sé, -me dijo. Oía perfectamente lo que hablaban pero no entendía el significado de las palabras.
-¡Qué extraño! Eso nunca ha pasado. Las palabras se entienden por sí solas.
-Sí, es extraño; pero no sé decirte. De todas formas a mí no me sorprendía.
-¿Por qué?
-Pues no sé. A mí me parecía normal no entender las palabras. Seguía perfectamente sus discusiones -seguramente eran los mismos temas de siempre; podía haberlos entendido- pero no entendía nada. ¡Ah, eso! Sí entendía el tono: la intención con la que hablaban; pero del contenido ni papa.
-Bueno, sigue; eso no tiene importancia: no vas a relatarme sus estupideces -le dije impaciente.
-No, por supuesto. ¿Por dónde íbamos?
-Por la calle, Dosto, por la calle -le solté con ironía.
-¡Ah, eso! Pues iba yo dentro de mi caja muy consciente de todo, incluso veía las calles, las puertas y ventanas, y los vecinos asomados cotilleando, cuando me acordé de a donde me llevaban. Pegué un sobresalto en el ataúd de tal modo que los que me llevaban notaron la sacudida en sus hombros. Pero no se inmutaron porque tenían claro que estaba muerto. Pero yo a eso no le di mucha importancia porque estaba aterrado por el agujero. ¡Me iban a enterrar para siempre! ¡Joder! ¡Qué barbaridad! Para siempre... Y me entró un escalofrío tremendo. Y si estaba vivo. ¿No habían pensado en eso?
-Con una bala en el cuerpo iba a resultar imposible, Dosto.
-Todo es posible, amigo. A lo mejor la bala no me había matado. ¿Estos locos no habían pensado en eso?
-Yo creo que estabas muerto y bien muerto.
-Tú no puedes estar seguro de eso; ni estabas en el momento del disparo, ni allí en la caja, ni dentro de mi cuerpo, para estar seguro.
-Ninguna de esas condiciones son necesarias cuando se está ante un cadáver.
-¿Quién sabe lo que es un cadáver? Nadie ha vuelto para explicarlo; ni siquiera él lo explicó; salió y se fue sin dar explicaciones; ¡y los otros buscándolo! ¡Qué lástima! Podía haberlo explicado: es esto o aquello; se siente esto o lo otro. Podía haberlo dejado escrito. ¡Ah, pero él no escribía; no tenía esa manía de sus ancestros. Se fue y desapareció; ni siquiera se lo dijo a nadie. Lo podía haber contado, aunque no lo hubiera escrito. Fue bastante egoísta al no compartir esa experiencia.
-Pero él no era egoísta.
-Ahí lo fue. ¡Bueno, dejemos eso porque esas ideas no eran las que yo tenía en el ataúd cuando caí en la cuenta de que me llevaban al agujero. Sentí pánico; mucho pánico: terror.
Y me agarré a la madera como el que está cayendo. Me agarré hasta hacerme daño, hasta sangrar de las manos. ¡Me llevaban al agujero! No, era imposible: yo no podía acabar allí; eso no podía ser todo: tenía que ser otra cosa, algo más, no solo eso.
V
-De golpe, en ese momento, sentí una presencia que me hablaba.
-¿Sabes por qué no lo conté?
-¿Pero qué es esto? A caso mis vecinos me han metido con otro cadáver en el mismo ataúd para ahorrarse un entierro? ¿Quién eres? Échate para allá, que ocupas mucho sitio.
-Solo ocupo el que me corresponde.
-Es demasiado: no me dejas respirar.
-Ponte de lado, de frente o de espaldas, como has estado siempre.
-Yo siempre he ido de frente, incluso ante la muerte; por eso me he suicidado.
-El suicidio es una espalda.
-Palabras demasiado ambiguas -dijo Dosto.
-¿Sabes por qué no lo conté?
-¿El qué?
-Porque tenía miedo.
-¿Miedo de qué? ¡Vamos a ver!
-De volver a vivir el sacrificio.
-¡Ah! ¿Tú tampoco querías volver a vivir? -le preguntó Dosto como reconociendo un alma gemela.
-No quería volver al sufrimiento; con una vez era suficiente.
-En eso estoy de acuerdo. Vamos a hacer un buen viaje.
-Sí, un largo viaje.
-¡Y tú qué sabes! Sabes tanto como yo; es decir, nada.
-De eso también sé un poco.
Dosto lo miró por el extraño tono de sus palabras.
-Para la mayoría el viaje es largo y sin interrupción: este es el sitio.
-¿Qué, que algunos lo interrumpen? -le pregunté.
-No, nadie puede interrumpirlo: este es el sitio.
-¿Entonces? ¿Y los otros... quienes son?
-Los otros son aquellos que me crearon un problema.
-¿Qué problema?
-¿Qué hacía con ellos? ¿Los dejaba en el eterno viaje o prolongaba su existencia?
-¿Cómo es eso? ¿Y cómo se te planteó ese dilema? -le respondí sin saber a ciencia cierta de qué estábamos hablando? ¡Normal: no tenía otra cosa que hacer en aquel momento!
-Me lo planteó el primer caso. ¿No merecería la pena prolongar su vida? ¿Sería mejor dejarle esa o darle otra?
-¿Por qué no le preguntaste su opinión, a ver lo que él decía?
-Porque él no tenía ni voz ni voto. El asunto estaba resuelto de antemano: tenía que seguir así. Pero no podía seguir en el mismo sitio ni con las mismas personas; él tampoco tenía que tener conciencia de este hecho. Se le debía negar la posibilidad de plantearse preguntas sobre este hecho. Los mantenía con la misma edad siempre. Su cuerpo cambiaba en pequeños detalles, los suficientes para mantener las apariencias. Su muerte surgía bajo las leyes naturales de la muerte, tanto físicas como circunstanciales.
-Ah, esa idea es muy buena. ¿Pero quién se beneficiaba de esos privilegios?
-Eso nadie lo sabe. Ocurre. Es como una intuición. Se me viene en el momento de su primera muerte. «¿Con este qué hago?» Ya por experiencia sé que si se me viene la pregunta es porque este es uno de ellos. Y el proceso se ejecuta.
VI
Un día de esos en el que paseaba, Dosto se encontró con Sergio. Era un compañero del trabajo con el que tomaba café de vez en cuando. Había entre ellos un pacto tácito: hablaban sobre todos los temas locos que se les ocurrían. Se imaginaban todas las barbaridades posibles y las discutían sin reparo como lo hacen los teólogos sobre cosas posibles. Escuché en esta ocasión como Dosto le preguntaba a su compañero.
-¿Y si pudiésemos viajar en el espacio, tal y como estamos ahora? Así, sin naves ni nada.
-No podríamos respirar -objetó Sergio, tan serio como si el hecho fuera posible.
-Bueno, pero supon que sí. Y no empieces a poner pegas.
-Vale, pues viajamos. ¿Pero a dónde?
-Eso no importa; ya veremos según vamos haciendo el trayecto.
-De acuerdo.
Parece ser que viajaron durante bastante tiempo. Se relataron multitud de aventuras. No podré contarlas porque durante su viaje recibí una llamada al móvil y perdí el hilo de su conversación. Cuando volví a poner el oído estaban delante de una puerta.
-Ahí no me dejaran entrar -dijo Dosto a su amigo.
-¿Por qué dices eso, Dosto?
-Porque tengo una premonición. No sé por qué pero es lo que siento.
-¡Bah, tonterías!
-No son tonterías; estoy seguro; nunca falla.
-¿Y si no te reconocen?
-Yo nunca he estado aquí; no pueden reconocerme -dijo Dosto con algo de temor.
-Ven; entremos; está abierta y no hay nadie vigilándola.
-¿Por qué debería haber alguien? -dijo Dosto con un tono irónico.
-No sé; pero aquí hay una vieja huella seca, Dosto. Mira, mira, parece que hace mucho tiempo que aquí ya no se pone nadie.
-Pues sí, de tanto estar ahí de pie han dejado una buena marca.
Dosto y Sergio entraron y vieron pocas personas.
-¡Qué raro! Un sitio tan grande para tan poca gente -dijo Sergio.
-Sí, pocos y se pelean.
Carlos del Puente
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