Pi, El indefinible
lunes, mayo 19, 2014Pi, El indefinible, no dormía. Pasaba las noches detrás de las puertas. Ponía el oído pegado a la madera. Y por la abertura de la cerradura miraba y olía.
A los cinco años una noche dejó de dormir. Un desconocido ruido lo había despertado. Se sentó en el filo de la cama, extrañado e inquieto. Dio unos pasos con sus pequeños pies desnudos y se sentó en la silla de su escritorio, cuya mesa pegaba a la pared del dormitorio de sus padres.
Pasó esa primera noche con terror y temblor en su pequeño cuerpo. Después de muchas noches sin comprender salió despacio al pasillo. Se acercó con cuidado a la puerta de donde procedían los ruidos. Puso la oreja y escuchó toda la noche.
Una de esas noches se le ocurrió mirar por el ojo de la cerradura. Pero no vio nada. En su ojo se quedó la fascinación por la negra noche.
Desde entonces abría todas las puertas que encontraba, en su casa, en la calle, en la escuela, en los hospitales,... Abría, miraba, pero no entraba.
Adquirió también la extraña costumbre de oler todas las cerraduras. Gracias a su insistencia consiguió que su nariz distinguiera el olor de las personas de los demás objetos.
Mientras, que su oído se convertía en un gran experto en oír los más ínfimos ruidos cercanos y lejanos. Podía decir desde qué habitación provenía el crujir de cualquier mueble. Sabía perfectamente si los pasos de la calle torcían hacia la izquierda o hacia la derecha; si venían rápidos o se iban lentos; a qué altura de la calle estaban; cuánto tiempo se paraban y casi llegaba a deducir el motivo y el estado anímico del caminante.
Ya siendo adolescente, una noche a las tres de la madrugada pasó por su calle un hombre con unos pasos que no consiguió descifrar y que lo inquietaron de la tal manera que dejó la ventana abierta para escucharlos y saber hacia donde se dirigían. Desde entonces la ventana de su dormitorio permaneció por las noches abierta.
El olor de ese hombre era muy extraño, muy fuerte. Y Pi, sin recordar cómo, se encontró siguiéndolo por la calle aquel día.
Recorrió tras él las estrechas, oscuras, lluviosas calles sin perder el rastro que llegaba entre las gotas de lluvia. Ambos atravesaron casi toda la ciudad hasta llegar a la parte alta de la ciudad donde paradójicamente habían situado el cementerio.
Fue un impacto nuevo recibir aquel olor que Pi conocía desde su infancia.
A la mañana siguiente, después de las clases del instituto, se fue derecho a la biblioteca, donde pidió todos los libros que había sobre cementerios. En todos ellos aconsejaban vivamente no poner los cementerios en alto, ni sobre arroyos subterráneos.
Pi pidió todos los libros que hacían referencia al tipo de tierra de su ciudad -que por cierto, por una curiosa coincidencia, también se llamaba Pi. Y descubrió que de la montaña bajaba un manto subterráneo de pequeños arroyuelos de agua potable.
Muy intrigado se puso a estudiar la historia antigua de su ciudad. Y descubrió que donde estaba ahora el cementerio se encontraba antes un castillo medieval famoso por las torturas que se ejecutaban en su torre. Un siglo o dos antes, reiteradas revueltas lo habían arrasado hasta su última piedra; salvo la torre de las torturas que habían conservado como prueba del terror y de la secular tiranía que habían sufrido. Tomaron como medida, para evitar su visión directa y el sufrimiento que su presencia les producía, construir un campanario alrededor de la torre cuya estructura era semejante a un anillo gigante hueco. Se podía subir al campanario por una escalera en forma de caracol que rodeaba el viejo muro externo de la torre de la tortura.
Bajo esa torre se había construido un pasadizo subterráneo que llevaba a las catacumbas del antiguo cementerio sobre el que se encontraba el actual. Pi buscó incansable y febril la manera de entrar en la Torre de la Tortura en vano. Mientras se conformaba con oler los instrumentos de tortura, tuvo que recurrir a los libros para descubrir la forma de entrar. Mientras estudiaba la historia del castillo se dedicaba también al estudio de la tierra. Tomó por afición nocturna cavar con una corta piocha de pico las zonas de tierra que le parecían curiosas. Olía cada exhalación que se desprendía. Metía las manos en el hoyo, las olía profundamente y se restregaba el rostro con ellas.
Con la cara y la ropa manchada de tierra volvía cada noche a su casa. Una noche al volver encontró a su padre sentado en su cama. Éste se levantó y sin pronunciar palabra le dio una salvaje paliza. Pi no gritó. Se plegó sobre sí mismo en el suelo a los pies del padre. Sin duda, los golpes tendrían que haber despertado a su madre y a sus hermanas que dormían en las habitaciones contiguas. Pero nadie se levantó ni dijo nada.
Estuvo varios días en la cama sin poder moverse. Los cardenales de la cara y del cuerpo tardaron varios días en desaparecer.
Este suceso se repitió varias veces ese año, pues, Pi en cuanto podía moverse volvía a sus escapadas nocturnas. Las palizas cesaron cuando el padre se dio por vencido dejando a su hijo por perdido.
Pi era un muchacho con orejas grandes de poca carne; ojos grandes como un búho humano; brazos más largos que las piernas; los cuatro miembros sin carne; sin culo; espalda plana, huesuda y seca; pies grandes y rápidos; liso por detrás y por delante; nunca sonreía ni hablaba; apenas tenía labios; gran nariz fuerte y recta; mentón avanzado y fuerte; pelo negro, frente muy estrecha de anchura y altura; desproporcionadamente alto en relación a su escasa grasa. Y muy alto.
Nadie conoció a Pi. Así que todo lo que se diga aquí es mera suposición; pues él nunca contó nada.
Para escribir esto me baso en los cuadernos que encontré enterrados alrededor de la Torre de la Tortura. Los cuales, debidos a la humedad y al tiempo, resultaron ser difícilmente legibles. Por algunos indicios, también supuse un día, que habían sido escritos en pleno campo o en la oscuridad de otro sitio.
Nunca he conocido a nadie semejante; luego me es muy difícil ponerme en el lugar de esta mente singular.
Sus cuadernos se me presentan como una araña: con muchos hilos sueltos por todas partes. A veces, creo que estoy perdido en un subterráneo, en las cloacas de una gran cosmopolis o megalópolis, construidas sobre varias ciudades, que se comunican en múltiples niveles. A veces, cuando viajo, bajo a las redes del metropolitain, museo del horror de las grandes ciudades, a las horas de menor afluencia, para intentar comprender algo. Pero lo hago sin éxito.
Me lo imaginé desenterrando sus cuadernos, sentado en el suelo, escribiendo, oyendo los ruidos de la noche.
Me pareció también que en cada hoyo escondía cuadernos semejantes; pero hasta ahora no he logrado encontrar el hilo. Por no haber adivinado al principio esta lógica no guardé relación escrita sobre los cuadernos que había encontrado juntos, ni sobre el lugar de los hoyos, ni siquiera se me ocurrió hacer un plano tomando como referencia el campanario. He vuelto muchas veces al sitio, he hecho muchos planos, he mirado el lugar desde todos los ángulos, sin nada por ahora claro.
Estoy usando sus cuadernos sin su consentimiento. A veces creo que me huele. Los cuadernos no están marcados con ninguna fecha; ninguna referencia temporal ni social que me permita situar en qué época vivió o vive. Aún no he encontrado ningún cuaderno que no esté escrito hasta la última página. Si encontrase alguno inacabado podría deducir que ha fallecido o vive. A veces tengo pánico cuando encuentro un nuevo escondite. Salgo corriendo, monte abajo, con los cuadernos bien apretados contra el pecho y bien sujetos con manos y brazos. Creo que me oye aunque él esté en la ciudad. Incluso puede situarme con su agudo oído en el hoyo que he descubierto. Puede pensar que es alguien que pasa cerca. Pero ahora me pregunto: ¿verifica él regularmente el estado de sus escondites? Tal vez Pi ya ha descubierto que alguien está ultrajando su secreto. En un párrafo suyo leí hace poco que le recorría el extravagante deseo de ser leído. Ser leído sobretodo por alguien que lo entendiese, que no lo juzgara, y que consiguiese descubrir su juego. Ese juego serio y trágico que él solo había inventado; y cuyas reglas él solo conocía. Un juego de pistas engañosas. Inventado no para engañar sino para hacerlo infinito. Desconozco si él deseaba que otro lo continuara respetando las mismas reglas con otros actos distintos.
Dice Pi que tenía a la vista cualquier vereda por si inadvertidamente y de repente se acercaba alguien. Salía corriendo, con sus pies silenciosos y descalzos, por la vereda en dirección contraria al que llegaba, para dar la impresión de que no huía. Sí. No he dicho, creo, que desde la primera noche, a los cinco años, de noche iba siempre descalzo, en la casa, en la calle, en el monte, y cuando subía por las escaleras de caracol del campanario. Los primeros años de sus salidas nocturnas volvía con los pies ensangrentados. Nadie lo sabía; nunca se quitaba los zapatos delante de persona. El punzante dolor le subía por los gemelos hasta las rodillas. Se las agarraba frecuentemente para consolar el dolor. Pero cuando andaba fingía tan perfectamente que nadie hubiese imaginado que tenía los pies rajados.
Se había abierto caminos propios rajando el bosque y el suelo del monte. Tenía más hoyos que un topo loco. Conocía cada animal del lugar, cada ruido, cada tronco, árbol, arbusto o piedra, cada olor, cada sonido, cada movimiento,... Cuando un arbusto o ramaje de árbol se movía Pi sabía qué animal era la causa. Igualmente reconocía el tipo de aire a partir de los movimientos de las hojas y de las ramas; la dirección de los animales por su olor y excrementos, por sus pisadas y babas, por su orina, y por el abanico de sus rabos que con sus "balanceantes" movimientos expandían en olas el olor de sus anos hacia todas partes.
Parecía en el monte un esclavo liberado. Su casa, el instituto, las calles: una cárcel.
Aquella noche, a los cinco años, había decidido guardar su vida en secreto. Esa decisión era para él mismo algo que por aquel entonces no podía comprender. Solo lo comprendió verdaderamente aquel día de la paliza. Tenía que esconderse. Aunque lo que él hacía le parecía la cosa más normal del mundo. Pero él vio aquella noche en los ojos de su padre algo de sí mismo desconocido que debía mantener en el más absoluto secreto.
Su cuerpo deplorable recibía por su ventana siempre abierta el frío de la noche. Pi dormía sentado en una silla. Entre sueño y sueño ponía el oído y la nariz fuera; percibiendo cualquier novedad de la ciudad y del monte. Al mismo tiempo tenía en mente el misterio de la entrada de la torre. Era por ahora su única meta. Aunque en sus cuadernos aún no aparecía ninguna pista. Pensaba en todas las pistas que los constructores del campanario podían haber dejado para algún día volver con malicia.
Aquella noche la dedicó a recorrer las calles de la ciudad. Comprobaba cada puerta para ver si estaba cerrada. Cruzaba la calle en zigzag, de puerta en puerta. Tras varias horas, encontró una abierta. La abrió con una lentitud imposible para cualquier mano; puso su pie desnudo sobre el interior de la casa; y volvió a cerrar la puerta como un hilo de seda.
En los cuadernos de Pi encontré frecuentes alusiones a torsos desnudos; pero no logro saber si es que se los imaginaba o realmente los veía con sus ojos de búho. Describe escenas de torsos desnudos sobresaliendo de las sábanas; torsos desnudos de funcionarios trabajando en la calle; batas blancas de enfermos sin botones por detrás; cuerpos jugando en las piscinas; campesinos con poca ropa labrando el campo en verano; hombros desnudos, espaldas, pechos masculinos; y un largo etcétera que iré anotando como pistas confusas que no me llevan a ninguna parte.
Pi anotaba sus sueños. He leído muchos sueños y estos no se parecen a ninguno. Parecen sueños artificiales: demasiado racionales, poco espontáneos. Además los sueños de Pi eluden los temas más escabrosos y las temáticas más habituales. Creo que en sus sueños no aparece ningún miembro de su familia. Tendré que verificarlo. Iré indagando sus sueños a medida que vayan apareciendo para ver si al comentarlos públicamente me ayudan a esclarecer la personalidad de este extraño personaje y descubrir, a partir de ese estudio, alguna pista sobre sus actos secretos.
Una frase se le impuso a Pi insistentemente sin poder frenarla: «¡Sácale de la cama! ¡Sácale de la cama! ¡Sácale de la cama! ¡Sácale de la cama! ¡Sácale de la cama!». La repetía muy frecuentemente en sus cuadernos; en los que decía que la tenía constantemente en la cabeza, por la calle, en clase; y que a veces no estaba muy seguro de haberla dicho en voz alta. Pero lo dudaba; porque nadie se había vuelto para mirarlo sorprendido. A él lo miraban siempre de la misma manera: esa mirada que todos tenían al ver su cuerpo.
Pi no iba engañando: iba oculto. Tal vez oculto a sí mismo; no lo sé. Parece que al principio no pensaba en lo que los demás pensaban de él. Tal vez más tarde tuvo que aprender a pensar esto. Por ahora, deduzco de sus cuadernos y de sus actos que solo pensaba en lo que iba a hacer por la noche. Creo que su mente funcionaba como un plano dinámico de la ciudad Pi; plano, que durante el día recorría mentalmente en su cabeza como si fuera siempre de noche. Supongo que en esa realidad mental Pi ponía elementos que luego buscaba de noche. Creo que es así porque más adelante he descubierto que él tenía una mente según la cuál la realidad y la mente estaban en cierta forma conectadas. Creo que en algún pasaje dice: «Cosas que ayer pensé estaban ocurriendo en otro sitio». No estoy seguro de que esta frase sea correcta; la he puesto de memoria; y yo tengo una memoria horrible. Cuando la encuentre -y tardaré mucho: porque soy nefasto buscando hasta las cosas más visibles-, pondré la frase o el párrafo correcto; y entonces verificaré si he conseguido entrar en la mente de Pi.
Pi no escribía las cartas del miedo. No sé porqué he dicho esto. Creo que la tortuosa mente de Pi se está apoderando de mí, me está dominando, me habla como un largo monólogo que se incrusta en la mente más débil. Tendré que dejar éste relato. Debería olvidarme de este sujeto, de este personaje, o lo que sea, real, imaginario, vivo, o muerto. Si apenas llevo unos días leyendo sus cuadernos y ya se oyen sus palabras, se imponen sus pensamientos, lo veo cada vez que cierro los ojos, incluso creo que hablo con él mientras duermo; si estoy hasta ese punto afectado, más valdría separarme de él de mutuo acuerdo, ahora que estoy a tiempo, antes de llegar a un divorcio que intuyo traumático.
También observé, viendo a Pi en mi mente, que su forma de actuar, cuando estaba en presencia de alguien, estaba controlada, rigurosamente, escrupulosamente para no alimentar sospechas inútiles. Ya su cuerpo llamaba demasiado la atención. Él sabía que su presencia no pasaba desapercibida. Posiblemente se comportaba como un individuo muy común y normal; tapando así la leve anormalidad de su cuerpo. No se mostraría ni muy simpático ni muy huraño; ni hablador, ni excesivamente callado -el mutismo levantaría rápidamente sospechas. Entablaría relaciones sociales convencionales. En la escuela lo consiguió porque lo tomaban por un niño tímido; pero cuando llegó al instituto le resultó un poco más difícil porque en algún que otro curso algún compañero extraño captó algo de sí mismo y pretendió hacer amistad. No sé cómo consiguió evadir la amistad propuesta. Él no explica nada al respecto. Pero ahora que recuerdo, vivió alguna pelea. Investigaré.
«Hay un puente tenebroso en mi ciudad. El más magnífico de los puentes.»
«Tétricas voces lo recorren cada noche.»
Tengo los músculos de las piernas, de los brazos, de la espalda, del cuello, engarrotados con esta investigación. Me lo imagino cada noche atravesando el puente, mirando la puerta grande que da salida hacia el monte, el río debajo, profundo, ancho y silencioso.
Pero hoy en sus cuadernos le pierdo la pista. Sé a donde se dirige; pero se me escapa. Sabría reconocerlo en la más espesa noche; pero solo veo su oscuridad. Camina con el mismo paso que ayer, con la misma ropa, con su insomnio de siempre, su silencio -como si nunca hubiese pronunciado palabra-. Es el mismo de siempre: aprende pero no cambia.
Tengo que arriesgarme a ir de día al sitio; a ver la distribución de los hoyos. Recorro el lugar recordando cómo encontré cada uno. Por fin comprendo que desde el suelo no conseguiré ver nada. Me dirijo al campanario y mientras subo la escalera de caracol huelo la pared externa de la torre, e intento escuchar a ver si se oye algo dentro inútilmente. Miro desde arriba los hoyos cuidadosamente tapados. Los árboles no me dejan ver algunos; aunque sé aproximadamente el lugar donde se encuentran. Después de mirar durante varías horas se me ocurre la idea de marcarlos en la pared del campanario. Primero dibujo una torre. Luego voy poniendo por encima las marcas de los hoyos. Me duelen las piernas. Me siento y miro el dibujo resultante. No veo nada: no entiendo. «Seguro que esta idea no es buena», pienso. «¡No iba a ser tan sencillo!» Estoy agotado y con hambre: no puedo pensar. Decido marcharme. Bajando las escaleras se me ocurre la siguiente idea: «¿Y si faltan hoyos? ¡Claro que faltan hoyos, ya lo sabes! No. Quiero decir: ¿Y si imagino los hoyos que faltan en la pared? ¿Qué ocurriría?» Vuelvo corriendo sin acordarme del cansancio; y frente al dibujo pongo en práctica la idea. Pero es inútil : no consigo completar ninguna imagen, palabra, escritura, o número.
Esta idea me obsesiona. Le doy vueltas por todas partes. Me doy por vencido. Voy a la biblioteca para distraerme leyendo libros sobre la torre, el castillo y el campanario. Después de varios días recordé algo sin importancia que había leído sin pararme. En la puerta principal del castillo había un reloj de sol que marcaba con su sombra las horas en la fachada y en el suelo. Volví a la biblioteca y busqué ilustraciones sobre relojes de sol. Encontré muchas cosas curiosas sobre ellos. Pero fue una la que llamó principalmente mi atención.
Contaban que un señor feudal había construido un reloj de sol sobre la puerta de entrada de su castillo construido éste teniendo en cuenta su orientación para que cuando se hiciese el reloj la sombra de cada hora pasase por encima de la siguiente frase, construida con un trozo de mármol para cada letra:
«Ama a tu Señor por encima de tu cuerpo.»
Tenía que conseguir un plano del castillo. Me informé en la biblioteca de los archivos históricos. Planos modernos de ese castillo no había. Tendría que conformarme con los antiguos. Tenía que calcular su perímetro, la distribución externa y las distancias. Reconozco que soy muy inútil con los números y con las mediciones. Me hubiese venido bien conocer a un arquitecto o a un perito; alguien que me ayudase con ésta tarea y me lo diese todo hecho. Aunque no tenía prisa yo estaba inquieto. Pensé tanto en las medidas durante esas semanas que casi olvidé mi objetivo. ¿Qué creía haber descubierto? ¿Un posible reloj de sol? ¿Y qué? ¿A dónde me llevaba eso? A nada.
Tuve que comprar un metro para medir la tierra. Lo enganché con un clavo al pie de la torre. Me dirigí hacia la derecha y fui marcando con estacas el perímetro del muro. Finalmente conseguí situar la antigua puerta del castillo. Y pensé: «Y si las letras de mármol habían sido instaladas en este castillo. Tendrían que seguir ahí, a unos metros de donde yo me encontraba. No creo que nadie se las hubiera llevado. La gente del lugar odiaban todo lo que pertenecía al castillo. Seguramente, todos los restos y las piedras estarían cubiertos de tierra. Tenía que procurarme una pala e ir excavando progresivamente. Así lo hice hasta que encontré, en forma de arco la famosa frase de mármol:
«Ama a tu Señor por encima de tu cuerpo.»
Ahí estaba. Ahí la tenía. Estaba satisfecho. ¿Pero con esto qué había logrado? Nada.
¿Había descubierto Pi éstas letras de mármol? Es posible; él tenía ojos, manos e instinto de topo. Conocía el terreno mejor que su casa. Seguro que se las encontró unas de las veces que hacía hoyos para oler la tierra o cuando los hacía para guardar sus cuadernos. No sé. Supongo que la encontró de alguna manera y que dedujo que la frase de piedra indicaba algo: la puerta principal, el emblema del señorío, el tiempo, una orden de sumisión y obediencia,... Me senté en una de las piedras y miré la torre. Y entonces recordé que yo había encontrado los cuadernos fuera del recinto. Di media vuelta sobre mi asiento y vi la zona de los hoyos. La línea de los primeros empezaba, marcando una línea, a unos cien metros de la frase curva de mármol. Y se me ocurrió que esa podía ser la base del dibujo. Cogí el metro y lo amarré a la piedra A de la palabra Ama; y me dirigí hacia el primer hoyo de la izquierda. Fue entonces cuando comprobé que los hoyos de la base estaban cavados sobre una línea curva mucho más grande que el tamaño de la frase de mármol pero exactamente simétrica. Fue así como deduje que los hoyos estaban distribuidos en líneas curvas cada vez más anchas siguiendo la línea recta que marcaba el metro desde la primera letra hasta el primer hoyo. La zona de los hoyos formaba en el suelo unas ondas de sonido que se expandían como si saliesen de la frase. ¿Por qué los había distribuido así: como una onda de palabras, sonidos, o gritos?
Parecía como si la frase de la puerta hablara extendida sobre el campo de hoyos. ¿Quería Pi indicar algo? ¿Y por qué? ¿Para quién? Pensé: «Es como si de la frase saliesen sonidos. ¿Sonidos del viento?» Y miré para arriba. Vi las campanas del campanario. Pensé: «Campanas, sonidos, campanario, plegarias al cielo, plegarias al señor feudal, inscritas delante de la puerta de entrada... Entrada, entrada,... dos entradas relacionadas, tres si tomamos en cuenta la del Cielo, donde van los difuntos,... o cuatro: la cuarta puerta del Infierno. El Infierno, el Cielo, los difuntos, el cementerio como puerta de entrada al Infierno o al Cielo... ¿Será esa la llave? El ángulo que hace el punto donde estoy hasta la campana y la campana con la torre. ¿Será esa línea una flecha que indica? Indica el eje de la torre. Tengo que ir a ver.»
Y salí corriendo entre los hoyos, salté la frase de mármol, y subí lo más rápido que pude a la torre. Miré la campana y el techo por todos lados; la froté por fuera y por dentro hasta que encontré en la parte interior la vieja frase:
«Ama a tu Señor por encima de tu cuerpo.»
«...por encima de tu cuerpo.» La campana está por encima, por encima de los cuerpos enterrados. La entrada tiene que estar aquí en el suelo. Y empecé a mover la tierra que el aire había acumulado. Ahí estaba: una tapa metálica redonda con la inscripción:
«Ama a tu Señor por encima de tu cuerpo.»
La moví y salió el aliento del Infierno.
Pi recibió una carta para su incorporación inmediata al Ejército. En las oficinas de Reclutamiento le tomaron las medidas, los datos,... y le dieron un billete para el tren situado en el andén número 5. Se presentó en la estación, pasó entre la multitud sin verla, y cuando despertó de su estupor, se encontró sentado al lado de la ventana, mientras el tren marchaba a través del campo. Era la primera vez que viajaba; la primera vez que salía de Pi y de su casa. No sabía a dónde lo llevaban, ni se paró a pensar en ello.
Se quedaba atrás Pi, sus montes, el castillo, la torre, el campanario, mientras recorrían cientos de kilómetros por una extensa llanura de la cual los ojos de Pi no veían el límite. Tras varios días de viaje los metieron en camiones militares y los descargaron en el cuartel. El cabo les hizo formar fila; el alférez los ordenó correctamente; y tras el severo discurso del capitán, entraron en la Compañía. Cada cuál buscó una cama libre entre empujones. Pi tomó la que estaba al lado de la puerta, la litera de abajo. Pasó la noche escuchando lo que los reclutas contaban de sus ciudades, pueblos, aldeas, de sus trabajos... Fue una larga noche. Los ruidos de fuera eran diferentes a los que Pi conocía. Los olores de ese campo no le recordaba a nada. Pero no se encontró perdido. Nunca se encontraba perdido cuando encontraba un sitio nuevo: simplemente lo exploraba.
En la litera de arriba se movía agitado un judío minúsculo, Abir, mientras rezaba en yiddish leyendo el Sidur de bolsillo que llevaba consigo. Pi lo oía inmóvil en su inmovilidad de hoja: solo la hoja del Sidur movía el aire de la cama, al mismo tiempo que un leve gesto de su dedo índice derecho la soltaba sobre la página anterior del sagrado libro. A cada rato se le secaban los labios del rezo. Se oía como se despegaban semejantes a un sobre de papel fino recién pegado con espesa saliva. Pi escuchaba por primera vez los fonemas del yiddish. No intentaba comprender. Se imaginaba a Dios hablando en el monte Sinaí en medio del desierto, a Moisés bajando la Ley y Los Siete Pecados Capitales en sus manos, con el pecho ardiendo con la llama de la zarza sagrada. Dios y Moisés miraban a los ojos a Abir mientras éste temblaba en su cama de emoción y miedo. Los viejos muelles de la litera soltaban polvo de óxido sobre los grandes ojos de Pi.
Cada noche, cuando el cabo de guardia empezaba a roncar en su litera, Pi se sentaba en el filo de su cama con los ojos, su oído y su nariz muy abiertos. Escuchó a dos reclutas hablando bajo desde sus literas contiguas. Hacían comentarios sobre el aislamiento del sitio; pues no habían visto al llegar ni casas aisladas ni pueblo. Ignoraban ellos que cada fin de semana venían varias roulotes-bar-fonda donde podrían divertirse. Cuando la confianza empezó a extenderse se contaban todo tipo de historias. Pi solo retuvo las más extrañas e increíbles.
Pi acaba aquí este cuaderno. Tengo que buscar el que lo sigue; pero por ahora no sé cuál es.
Una noche estando Pi paseando entre los hoyos oyó uno de los arroyos subterráneos bajo sus pies. El sonido del agua se oía como caía hacia abajo y como venía desde arriba del monte. Pi fue subiendo hacia una parte donde el sonido parecía salir de una flauta de tierra. Y, efectivamente, su agudo oído lo llevó directo a un ancho y espeso matorral entre cuyo ramaje silbaba el agua a un metro de la superficie. Se puso a cuatro patas. Pasó entre las ramas arañándose cara manos y brazos. Metió el brazo izquierdo en la boca de la tierra. Metió luego el otro brazo, la cabeza, el tronco y por último las piernas. Constatando que cabía se dirigió a cuatro patas por el interior, monte abajo. El agua que bajaba fría y rápida le cubría las manos hasta las muñecas, medio pie y las rodillas. Se oía su respiración y los ruidos de su garganta al hacer el esfuerzo de caminar en esa postura.
Con su lógica de topo él creía que veía pero que no era visto.
Dice Pi en uno de sus cuadernos:
«La Torre de la Tortura era el panóptico desde donde se controlaban todos los acontecimientos de los cuerpos de dentro y de fuera. Nada escapaba a su inmenso ojo de araña. Todos los pensamientos, sentimientos, movimientos y actos eran simultáneamente captados como ondas a través de los aparentemente inocentes hilos de seda.»
Pi creía que el ojo ya estaba muerto. Él entraría en el ojo a través de sus hilos. Creo que él no sabía siquiera porqué. Descubrir no era su objetivo. Todo comenzó al seguir el olor fuerte de aquel hombre la primera noche. No parecía interesado por ninguna lógica. Ni se preguntó nada sobre el primer hombre. Iba buscando cosas concretas. Eso es todo. Lo que nos imaginemos sobre esto no dejan de ser teorías.
Pensando en su "amigo" Pi escribe:
«Escondieron teorías en el Libro Sagrado donde Dios las busca.»
Abir siguió a Pi hasta su ciudad. Lo veía como un salvador. Pi le dio su dirección y en la estación se separaron. Abir fue a rezar a la sinagoga. Lo recibieron con oraciones. Le ayudaron a instalarse. Abir fue preguntando, calle por calle, la dirección de Pi. Cuando llegó, le dijeron que no estaba; que había salido. Abir les contó que habían vivido juntos en el ejército. Pero no pareció interesarles; y cerraron pronto la puerta. Abir lo buscó por los bares del centro; pero conociéndolo, sabía que allí no lo encontraría. Aquel día, cuando se lo encontró de espaldas andando por la calle, estuvieron juntos algunas horas. Pero no quedaban. Pi volvió después de tanto tiempo alejado a sus actividades nocturnas habituales. No quería buscar trabajo. No necesitaba dinero; y comía poco. Abir quiso darle alguna vez ayuda económica; pero él se negaba. Cuando conseguía encontrarlo, sobre todo por las tardes, andaban durante horas. Pi, callado; Abir, hablando -sin darse cuenta que Pi no lo escuchaba.
«-Me han hablado de un sitio; podemos ir.
»-¿Para qué?
»-Para ver; para nada. ¿Por qué no quieres? ¿Nunca has ido?
»-No; nunca.
»-A lo mejor te gusta la experiencia.
»-Lo dudo.
»-Nunca se sabe; nunca se sabe lo que uno puede encontrar.»
Cuenta Pi que había dos torsos desnudos sentados frente a frente en dos sillas. Pi y Abir miraban... como dos cosas nuevas... Los cuatro permanecieron en silencio. En la puerta de la calle Pi se fue sin despedirse.
Esa noche Pi anduvo sin rumbo. De tiempo en tiempo se quedaba parado, de pie, echado sobre la pared, con el brazo izquierdo bajo la frente.
En los momentos de peligro se ponía lento como un camaleón.
Esa noche... Pi volvió al punto donde se había quedado:
Estando Pi paseando entre los hoyos oyó uno de los arroyos subterráneos bajo sus pies. El sonido del agua se oía como caía hacia abajo y como venía desde arriba del monte. Pi fue subiendo hacia una parte donde el sonido parecía salir de una flauta de tierra. Y, efectivamente, su agudo oído lo llevó directo a un ancho y espeso matorral entre cuyo ramaje silbaba el agua a un metro de la superficie. Se puso a cuatro patas. Pasó entre las ramas arañándose cara manos y brazos. Metió el brazo izquierdo en la boca de la tierra. Metió luego el otro brazo, la cabeza, el tronco y por último las piernas. Constatando que cabía se dirigió a cuatro patas por el interior monte abajo. El agua que bajaba fría y rápida le cubría las manos hasta las muñecas, medio pie y las rodillas. Se oía su respiración y los ruidos de su garganta al hacer el esfuerzo de caminar en esa postura.
El arroyuelo por el que estaba descendiendo pasaba por el suelo de las catacumbas del castillo. Pi se quedó en la primera estancia para no perderse. Mañana traería... compraría una lámpara apropiada para el sitio, parecía haber aire, haría falta una que durase mucho... para no tener que llevar por las calles frecuentemente el combustible.
Pi estuvo varias noches entrando y saliendo por el túnel del arroyo subterráneo hasta que por fin trajo todo lo necesario para permanecer allí noches enteras.
Abir rezaba, sus largas horas libres, en la sinagoga; de rodillas, sentado sobre la parte posterior de sus piernas, la punta de sus pies doblada, con su frente apoyada sobre el Sidur, sobre su libro santo de bolsillo, los ojos cerrados, solo en el silencio, con la punta de sus peot rozando el mármol.
Volviendo del ejército el tren desenrollaba el pasado, con Pi y con Abir dentro. Los raíles sonaban dentro de la sinagoga, interrumpiendo brevemente la plegaria. Contagiado, Abir tomaba su ritmo para continuar su rezo.
«El túnel de agua, el túnel de agua, el túnel de agua, el túnel de agua, el túnel de agua, ...»
Pi encontró los planos de la construcción de las catacumbas. Primero hicieron un gran hoyo circular de un metro de profundidad. La tierra excavada la pusieron encima de la primera tumba. Ésta consistía en un sencillo agujero horizontal cuya boca quedaba abierta a la altura de la base de la circunferencia de tierra. Con el tiempo llegó a haber doce tumbas abiertas perfectamente simétricas. Sacaron luego otro círculo de tierra. Y enterraron al siguiente debajo de la primera tumba. Así sucesivamente. En los primeros tiempos usaron cuerdas para descender. Más tarde, clavaban troncos de árboles cortados por la mitad longitudinalmente debajo de cada tumba de tal forma que formasen una escalera descendiente en espiral. En un momento del proceso, decidieron devolver la tierra extraída al centro de la construcción, formando de este modo una torre central -con una gran roca en el centro- con la tierra de la cuál sujetaron los extremos libres de los troncos. Por último, cubrieron con grandes piedras planas el círculo abierto.
«Pi. -¿ Por qué tuvo que sacrificar al cordero? El cordero era inocente.
»Abir. -No podía sacrificar a su hijo; su hijo también era inocente.
»Pi. -Pero Dios pidió primero al hijo.
»Abir. -Fue una prueba.
»Pi. -Dios se desdice. No puede jugar con el terror.
»Abir. -El temor de Dios fue obediencia.
»Pi. -Hubiera sido verdadera obediencia haber ejecutado la primera orden. Esta era más auténtica que la segunda. La segunda se basaba en el engaño de la primera.
»Abir. -Dios mintió para poner a prueba su fe.
»Pi. -Dios no puede mentir: es todo verdad.
»Abir. -Abraham se dejó engañar.
»Pi. -¿Y si no se dejó engañar y se hizo el engañado, engañando así a Dios?
»Abir. -Dios, sin duda, lo sabía.
»Pi. -Entonces: Dios miente a Abraham, Abraham engaña a Dios haciéndose el inocente, Dios sabe que está siendo engañado por su Amado, y a pesar de eso, Dios le perdona el sacrificio de su hijo.
»El sacrificio del cordero, pues, se basa en esa mentira.
»Abir. -Dios no miente: pone a prueba.
Pi. -Y la prueba acaba en la muerte.»
Cada vez que pasaba por la primera tumba excavada Pi olía a papel húmedo. Él creía que ese olor provenía de los planos de la circular catacumba que allí había encontrado. Pero de eso ya hacía tiempo y el olor debería haber disminuido. Intrigado metió de cabeza en la tumba pegando la nariz a las paredes. Cuando llegó al fondo percibió que el olor aumentaba. Empujó la pared con la cabeza y una plancha de tierra cayó como un trozo de madera al cercano suelo de un gran espacio. Después de salir de la tumba volvió con la linterna y al entrar en la gran sala descubrió que estaba repleta de archivos ordenados en las estanterías que cubrían todas las paredes desde el suelo hasta el techo. Después de varios meses Pi encontró unos fajos de documentos en los que podía leerse lo siguiente:
[Nota del narrador:
Iré poniendo solo los pasajes que yo no he censurado. Los otros son demasiado crueles para parecer verídicos.]
«Yo, Condesa de Ecsed, Erzsébet Báthory, dejo estos textos porque me complace decir la verdad del dolor propio y ajeno.
-¡Mirad en qué situación me habéis puesto! -le dije a Ponikenus.
-Yo no tengo nada que ver con vuestro encierro.
-¡Si no has sido tú, habrá sido alguien de tu iglesia quien me ha difamado! Serás tú el primero en morir.
-Has manchado de sangre el Evangelio -me dijo él.
-De vuestro Evangelio lo aprendí, malditos. Lo decía San Mateo: «Bebed todos de mi sangre, que será el sello del Nuevo Testamento, la cual derramarán muchos.» Yo me he limitado a cumplirlo.
-Eres una sacrílega malvada.
-De vosotros lo aprendí: «Quien bebe mi sangre y come mi carne tendrá la vida eterna.»
Yo lo hice. Obedecí a su palabra.»
«Han tabicado mi cuarto privándome de mi libertad.»
«Yo, condesa Erzsébet, sin libertad, encerrada, cautiva de esta atroz injusticia que sobre mí se cierne como un cepo de clavos.»
«Eran mías. Eran mi fuente. Tenía derecho. Nadie tiene derecho a privarme de la Belleza.»
«Escondedlas, escondedlas, que un día de éstos vendrán y me las arrebatarán.»
«Yo, Erzsébet Báthory, Condesa,...»
En el Castillo de Csejthe cuatro banderas negras.
[Nota de Pi:
Los hechizos están escritos con una mezcla de sangre de topo
y de algunas plantas venenosas.]
«La sangre recorre los hierros y a mí me tapian.»
«No podrán conmigo, no.»
«Llevo aquí mil noches, mil lunas, ninguna he visto por ese diminuto agujero. Pero no me hace falta: la noche está aquí dentro con su podredumbre.»
«Saco la sangre de mi cuerpo, con la cual me alimento.»
«Yo, Condesa de... Erzsébet.»
Pi: «La Dama de Csejthe.»
La fiebre de la sombra.
Pi: «En lo más hondo de las cicatrices vive el Diablo.»
«Klara, Klara ¿dónde estás? Tu presencia, tu presencia.»
Pi: «Ella quiere existir siempre en su carne.»
Pi: «Con los ojos de la otra en la palma de sus manos.»
«Soy yo quien prepara la vida.»
«Eres tú, Klara, quien me das tus ojos.»
«Eso que te da consistencia es mío y lo cojo.»
«Yo seré esa boca abierta del viento que se come todo lo que arrasa.»
«Sin grito, el silencio se me clava.»
«Transformo tus palabras en grito, Klara.»
«Hasta los buitres se han ido.»
«Vivo delante de tu espejo.»
La "desfiguración" de los troncos y de los cuerpos.
«He vivido en el lado oscuro de la carne.»
«Aquí, en este lugar emparedado, no puede penetrar el Tiempo.
»No, Klara, no puede entrar. Y tú un día vendrás, como tantas otras noches, disfrazada, y juntas, alimentaremos al Tiempo de sangre.
»Tendremos un Tiempo diferente para nosotras, donde el espacio no existe.»
«Y tú, primo Gábor, ¿cuándo vas a venir?»
«Tú que estás ahí me das vida.»
«Yo, Erzsébet Báthory, que soy yo y otra: esa que el primer espejo me dio otra en la vida; esa que nací como yo y yo en el espejo de la primera mirada externa; esa que me fui duplicando en cada auténtica mirada; yo digo yo, en ti que me construyes.
»Y no son las tinieblas del encierro que de ti me privan.
»Yo, dentro de ti, tú no me desorientas.»
«Este cuerpo después de mil años sigue intacto: lo toca el espejo y así es.»
«¿Cuándo vendrás tú? Y tú ¿cuándo vendrás?»
«Tu presencia niega la Muerte y sus laberintos.»
«No hay nada más inconsistente que la Muerte: esa nada la deja parada, la impide avanzar. Está en la parálisis del invento. No tiene sangre, ni vitalidad, ni mente. Es solo el nombre de lo desconocido.»
«Tú me abrazas con la sonrisa que se quedó en el espejo.»
«Me ven como la Muerte y se equivocan. Yo soy la Vida.»
«Siempre he recurrido al espasmo de la vida. La ausencia de movimiento mata. Solo la Muerte no es movimiento. Yo, Erzsébet, creo el transcurrir. Soy el movimiento de la Vida.»
«No hubo desfiguración de la Naturaleza, ni transgresión; solo restablecí el Orden.»
«Reconfiguro la escritura de los cuerpos.»
«La interrupción del dolor te permite pensar; y eso es lo terrible: el verdadero dolor.»
«La Muerte abriga los cuerpos desnudos.
»Demasiados desnudos. Demasiada belleza.»
«Nunca está una sola cuando ve morir.»
«ERZSÉBET: Ella, la víctima, ¿la ves ahí? Ella...
Ha aprendido a callar ante la sangre.»
Pi: «¿Los monstruos también salen de la mano de Dios?»
«Componer joyas y mirarlas.»
«ERZSÉBET: Tu cuerpo es la puerta de mi goce. No tienes que probar nada. Eres culpable. Eres culpable de haber nacido, de existir, de disfrutar. No hables. Yo, Erzsébet, Condesa, soy la puerta de tu liberación. La única puerta, la sola. Soy útil, instrumento de la víctima. Ahora podrás comprobar lo que es el dolor, el dolor de existir: la auténtica vida. De mí no se escapa. No tendrás sufrimiento suficiente. Ahora podrás comprobar la existencia de cada punto de tu cuerpo. No correrás ningún riesgo en esta certeza.
»El mal aumenta la destrucción y la destrucción al mal. La destrucción atiza la destrucción propia de la Naturaleza. Soy la transmutación de la materia.
»Mi boca es el templo de la sangre.»
Pi: «Palpa su ferocidad. Ya no puede contenerse en su rabia. Entreabre su voluptuosidad clavando sus dedos cada vez con más fuerza.»
«ERZSÉBET: Los límites de tu cuerpo los alargo para transgredirlos. Te voy marcando a medida que te voy conociendo.
»El estado más indecente es la inocencia; porque va contra la naturaleza humana; y algo aún peor: la juzga con su sola existencia.
»Yo me descubro en cada uno de mis actos. No como tú que te escondes -y engañas- tras tu semblante de falsa inocencia.»
NARRADOR: Pi, el mudo...
Contándome todo esto, Pi no me deja pensar en él, ni en su historia, ni en sus actos. Lo tengo inmóvil en la mente: noches enteras encerrado en la biblioteca subterránea y secreta del castillo. Él copia el diario perdido de la condesa mientras apenas dice en el suyo lo que piensa.
«ERZSÉBET: Las puertas no son independientes: cuando se abre una otras se abren simultáneamente en otro lugar.»
«ERZSÉBET: Esta brecha que abro en tu cuerpo es la boca de la vida. Con ella venzo la tiranía de la vida.»
[Ella le mete los dedos en la herida que el cuchillo ha abierto. Está fuera de sí; con los ojos aumentados, casi saliéndosele de la cara; lúbrica, babeando. La sangre chorrea por la palma de su mano.]
[Dentro de la Doncella de Hierro se oían gritos de acero. La condesa la había colgado en alto por medio de un mecanismo de poleas. Durante el proceso ella se tumbaba en el suelo bajo la lluvia de sangre.]
«¿Nadie oye brotar la sangre? ¿Nadie oye brotar la sangre? Pues sí: la sangre hace ruido.»
«Condenada, encerrada, en esta alcoba, en este castillo... Čachtice. Hoy es 1614, 54 años, ... No, no, nada. Cuatro banderas negras... Sin cielo... Sola... con las ratas. En mi alcoba las desgarro. Solo su sangre. No, no, no es suficiente.»
«Esto es la cueva de las ratas, de los murciélagos; la cueva de los espejos; en esta oscuridad, en este silencio, todo se ve más nítido.»
«El hedor del cuerpo, de los excrementos, de las pústulas, la mugre, las heridas, las chinches, garrapatas, los piojos,... tengo la piel negra, dolorida, irritada, sangrante.»
«Yo, Erzsébet, estaba hecha de tiempo; y eso no es posible. El Tiempo se para con sangre, mucha sangre, sangre nueva y joven. ¿Si los gritos la estropearan? ¿Si los gritos perturbaran la sangre que brota? Callad esa boca; cerrad su boca con sus vísceras. Ponle este trozo de carne como mordaza.»
Continuará
Carlos del Puente
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