«...sentía el silencio como algo visible...»
miércoles, abril 22, 2020
«Permanecer en la Tierra significaba la posibilidad de ser clasificado en cualquier momento como biológicamente inaceptable, una amenaza contra la herencia prístina de la estirpe humana. Una vez calificado especial, un ciudadano quedaba, aunque aceptara la esterilización, al margen de la historia.
Cesaba de pertenecer a la humanidad.»
«No había logrado aprobar el test de facultades mentales mínimas, lo que hacía de él, según la expresión corriente, un cabeza de chorlito. Tres planetas lo menospreciaban, pero él sobrevivía a pesar de todo. Tenía un trabajo: conducía el camión de una empresa de reparación de animales de imitación, el Hospital de Animales Van Ness, cuyo jefe, el gótico y sombrío Hannibal Sloat, lo aceptaba como un ser humano, cosa que él apreciaba.»
«Un silencio que emanaba del suelo y de las paredes
y parecía generado por una vasta usina lo golpeó con tremenda energía.
Brotaba de la moqueta gris en jirones, de los utensilios total o parcialmente destrozados de la cocina, de las máquinas muertas que no habían funcionado en ningún momento desde que Isidore había llegado. Rezumaba de la inútil lámpara de pie del cuarto de estar, combinándose con el que descendía, vacío y sin palabras, del cielorraso manchado por las moscas.
En realidad, surgía de todos los objetos que tenía a la vista, como si él —el silencio— se propusiera reemplazar todos los objetos tangibles.
Por eso no solamente afectaba sus oídos sino también sus ojos:
mientras contemplaba el aparato de televisión inerte
sentía el silencio como algo visible
y, a su modo, vivo. ¡Vivo!
Con frecuencia había percibido antes la severidad de su cercanía: cuando llegaba, irrumpía sin delicadeza, evidentemente incapaz de esperar. El silencio del mundo no podía refrenar su codicia. Y menos ahora, cuando ya virtualmente había vencido.»
«Se preguntó entonces si las demás personas que se habían quedado experimentaban el vacío de la misma manera. O bien, esto podría deberse a su peculiar identidad biológica, una degeneración determinada por su inepto aparato sensorial. Vivía solo en ese ruinoso edificio de mil apartamentos deshabitados que, como todos los demás, se derrumbaba de día en día en
un deterioro entrópico creciente.
Finalmente, todo lo que había en su interior se fundiría, sería idéntico e irreconocible, mero desecho amorfo, kippel apilado hasta el cielorraso de cada apartamento.
Y después el edificio mismo perdería su forma y quedaría sepultado bajo el polvo ubicuo. En ese momento él, naturalmente, estaría muerto. Este era otro hecho que resultaba interesante prever mientras permanecía en esa lamentable habitación, a solas con el silencio mundial que imperaba omnipresente y sin pulmones.»
«Basta, pensó; me voy a trabajar. Buscó el picaporte para salir al pasillo a oscuras, y retrocedió al percibir la vacuidad del resto del edificio.
Allí lo acechaba la fuerza que se empeñaba en penetrar en su casa.
Dios mío, pensó. Y volvió a cerrar la puerta. No estaba preparado para enfrentarse a las resonantes escaleras que conducían al terrado desierto donde no tenía un animal.
El eco de sus pasos, el eco de la nada.
Es hora de empuñar las asas, se dijo. Y atravesó el living hasta la caja negra de empatía.»
«La encendió y surgió el suave olor habitual de los iones negativos; lo aspiró con avidez, reanimado. Luego el tubo de rayos catódicos brilló con una imagen débil de TV: se formó un dibujo de rasgos, colores y configuraciones aparentemente aleatorios que no se modificaba hasta que se empuñaban las asas gemelas. Respiró profundamente para tranquilizarse, y las cogió.
Apareció una imagen. Vio un famoso paisaje: la vieja cuesta oscura y desierta,
con sus matas de hierbas secas, como hechas de huesos,
que hurgaban oblicuamente un cielo sombrío y sin sol. Una sola figura, de aspecto más o menos humano, subía penosamente. Era un hombre anciano con ropas oscuras y sin formas, que parecían arrancadas del hostil vacío del cielo. El hombre, Wilbur Mercer, avanzaba con dificultad y John Isidore, aferrando las asas, iba experimentando poco a poco
el desvanecimiento del mundo real donde se encontraba.
Los destrozados muebles y paredes se esfumaron, dejó de percibirlos.
Se halló en cambio, como siempre le ocurría, en aquel paisaje de sierra y cielo parduscos. Y dejó de ver al hombre anciano que subía la cuesta. Eran ahora sus propios pies los que resbalaban y buscaban apoyo entre las familiares piedras desprendidas. Sintió aquel a antigua aspereza irregular debajo de sus pies; nuevamente sintió el olor acre del cielo, pero no el cielo de la Tierra sino el de un lugar extraño, distante aunque inmediatamente alcanzable merced a la caja de empatía.»
«Había llegado allí de un modo habitual y asombroso. La fusión física, acompañada por
la identificación mental y espiritual
con Wilbur Mercer, había vuelto a producirse. Como le estaría sucediendo a todo aquel que en ese momento estuviera aferrado a las asas, en la Tierra o en los planetas-colonia. Sintió a los demás,
escuchó en su mente el rumor de sus existencias individuales y el parloteo de sus pensamientos.»
«Recordó la cumbre. La cuesta se nivelaba de repente, la ascensión terminaba y comenzaba la otra parte. ¿Cuántas veces lo había hecho ya? Las diversas experiencias se tornaban borrosas, así como el pasado y el futuro; lo que había sentido y lo que eventualmente sentiría se fundían de modo que solamente quedaba ese momento de inmovilidad y reposo en que se tocaba la herida causada en el brazo por la piedra. Dios mío, pensó, fatigado; ¿cómo es esto justo? ¿Por qué estoy aquí, solo, castigado por algo que ni siquiera puedo ver? Y luego, en su interior, el murmullo de los demás seres que participaban de la fusión rompió la impresión de soledad. También tú participas, pensó. Sí,
respondían las voces.
Hemos sido heridos en el brazo izquierdo. Duele como el infierno.»
«Y entonces, una anciana a la que jamás había visto ni oído, habló. Y sin el consentimiento de sus padres, ellos—los asesinos— bombardearon aquel nódulo único que se había formado en su cerebro, lo destrozaron con cobalto radiactivo y eso lo hundió en un mundo diferente, de cuya existencia jamás había sospechado.
Era un pozo de huesos y cadáveres de donde había salido tras años de esfuerzo.
El burro, y en especial el sapo, las criaturas que más le importaban, habían desaparecido, se habían extinguido. Sólo quedaban fragmentos podridos, una cabeza sin ojos, parte de una mano. Por fin un ave que había ido a morir allí le dijo dónde estaba.
Había caído en el mundo-tumba.
No podría salir mientras los huesos dispersos a su alrededor no volvieran a ser criaturas vivientes: él estaba unido al metabolismo de otras vidas, y no volvería a vivir mientras ellas no vivieran.»
«No sabía cuánto había durado esa parte del ciclo. Como en general nada ocurría, era imposible medirla. Pero finalmente los huesos se recubrieron de carne; en las cuencas vacías aparecieron ojos que podían ver, y las bocas y picos restaurados eran capaces de ladrar, cloquear, maular . Quizás él lo había hecho, quizás el nódulo extrasensorial de su cerebro había vuelto a crecer. O tal vez no hubiese sido él; bien podía tratarse de un proceso natural. De cualquier modo, ya no se estaba hundiendo, sino que comenzaba a ascender con los demás. Hacía mucho que ya no los veía; ascendía, evidentemente, solo.»
«De cualquier modo, ya no se estaba hundiendo, sino que comenzaba a ascender con los demás. Hacía mucho que ya no los veía; ascendía, evidentemente, solo.
«pero no se sabía quién ni qué era esa presencia maligna. Un merceriano sentía el mal sin comprenderlo.»
«Isidore golpeó la puerta y la voz cesó. No era meramente que hubiese callado; había dejado de existir, aterrorizada hasta la muerte por el golpe.
Isidore sintió, detrás de la puerta cerrada, la presencia de vida. Sus sentidos alerta percibían, o fabricaban, el miedo silencioso y terrible de alguien que se alejaba, que se apretujaba contra la pared opuesta para escapar de él.»
Philip K. Dick
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