Dostoyevski, El idiota, La sublime enfermedad
miércoles, enero 14, 2015
«Pensó entonces con suma lucidez en un fenómeno que precedía, entre otros, a sus ataques epilépticos cuando se producían en estado de vigilia. En medio del abatimiento, melancolía, oscuridad y opresión de ánimo que experimentaba el enfermo en tales ocasiones, parecía, a trechos,
surgir en su cerebro un rayo de luz y dijérase que todas sus energías vitales se esforzaban de pronto, trabajando al máximo de intensidad.
La sensación de vivir, la conciencia de sí mismo, casi se decuplicaban en aquellos instantes fugaces como el relámpago.
Una claridad extraordinaria iluminaba su espíritu y su corazón.
Todas las agitaciones se calmaban, todas las dudas y perplejidades se resolvían a la vez en una armonía suprema, en una tranquilidad serena y alegre, plenamente racional y justificada.
Pero estos momentos radiantes no eran sino el preludio del instante final, tras el que sobrevenía siempre el paroxismo. Aquel instante final era inexpresable. Cuando más tarde, vuelto a la razón, el príncipe reflexionaba en lo sucedido se decía que aquellos
instantes fugaces, donde se manifestaba la más alta e intensa vida,
no eran debidos más que a la enfermedad, a la ruptura de las condiciones normales y, siendo así, no equivalían a una vida superior, sino a una vida inferior, del orden más mezquino. Ello, no obstante, no le impedía llegar a esta extremadamente paradójica conclusión: «¿Y qué, si esto es enfermedad? ¿Qué importa que se trate de una tensión anormal si su resultado, tal como lo considero y analizo cuando vuelvo a mi estado corriente,
contiene armonía y belleza en el máximo grado,
y si en ese minuto experimento una sensación inaudita, insospechada hasta entonces, de plenitud, de ritmo, de paz, de éxtasis devoto que me inmerge en la más alta síntesis de la vida?»
Tan vagas expresiones parecíanle perfectamente comprensibles, aunque poco definidoras. Que allí existía, en efecto «armonía y belleza», que aquello era realmente «la más alta síntesis de la vida», era cosa de que no quería ni siquiera dudar, no admitiendo ni la menor posibilidad de duda. No tenía en aquellos momentos visiones análogas a los sueños fantásticos del haxix, el vino o el opio, que destruyen la razón y desvían el alma. De esto podía juzgar con toda lucidez cuando el ataque había cesado. Para expresar aquellos instantes con pocas palabras, podía decirse que no se caracterizaban sino por
el extraordinario aumento y agudización de su propio yo íntimo,
por la sensación inmediata de existir en el más amplio sentido de la palabra.
Puesto que en aquel segundo, último momento consciente que precedía al ataque, el enfermo podía pensar con claridad y conocimiento de causa:
«Por este instante vale la pena de dar toda una vida»,
era evidente que tal segundo valía toda una vida.
Sin embargo, no insistía en el aspecto dialéctico del asunto, comprendiendo perfectamente que las palmarias consecuencias de aquellos «minutos supremos» eran la atonía mental, el oscurecimiento de las facultades, el idiotismo. Sobre eso no existía discusión posible. Su conclusión, es decir, el juicio que formulaba sobre aquel minuto contenía de cierto un error; pero la realidad de la sensación no dejaba de turbarle bastante. Era, sí, una realidad, mas ¿de qué le valía? En todo caso, la realidad se producía en ocasiones y durante aquel segundo el príncipe debía confesarse que por
la felicidad inmensa y plenamente sentida
que comportaba, el instante valía toda una existencia.
«En ese momento —decía una vez á Rogochin cuando se vieron en Moscú—, en ese momento me parece comprender la extraordinaria frase:
Entonces no existirá más el tiempo.»
Y añadía, con una sonrisa: «Es sin duda a ese mismo maravilloso segundo al que aludía el epiléptico Mahoma cuando decía que visitaba todas las mansiones de Alá en menos tiempo del que necesitaba su odre para vaciarse de agua.» »
Dostoyevski, El idiota
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