miércoles, julio 08, 2015



«Me preguntáis si el último favor, o por mejor decir, la última falta que podamos cometer es una prueba segura de ser amados. Sí, y no.

Sí, si amáis a una mujer de cuya primera pasión sois el objeto y que esté dotada de virtud y delicadeza: pero aun en este caso no será esta prueba ni más segura ni más lisonjera para vos que todas las demás que de su inclinación os haya dado.

Todo cuanto hace una mujer que ama, las cosas menos esenciales en apariencia, son otras tantas señales de cariño, tan positivas como aquella a que los hombres dan tanto valor.

Y aún añadiré que si la mujer virtuosa está dotada de una gran dosis de sensibilidad, el último favor probará menos que otros mil sacrificios de corta entidad, que apenas sabréis apreciar : porque en aquel caso obra en provecho suyo más bien que en el vuestro; entonces está harto interesada en escucharos para que podáis gloriaros de haberla persuadido, y cualquiera otro hubiese obtenido de ella igual ventaja.

Yo conocí a una mujer que se había dejado seducir dos o tres veces por hombres a quienes no amaba, y aquel de quien estaba apasionada nunca había obtenido la menor fineza.

De aquí concluyo que puede muy bien suceder que el último favor nada pruebe para el que le obtenga; al contrario, muchas veces la facilidad que halla en su triunfo es debida al poco aprecio que de él hacen.

Nunca nos respetamos más a nosotras mismas que en presencia de aquellos a quienes apreciamos;

y estad seguro de que se necesita estar dominada por una inclinación muy imperiosa para olvidarse de sí misma delante de aquel cuyo desprecio se desea evitar.

Por eso vuestro pretendido triunfo puede estar fundado en principios que, lejos de ser gloriosos para vos, pudieran humillaros si llegaseis a conocerlos. Vemos, por ejemplo, un amante dispuesto a retirarse, tememos que se nos escape para dirigirse a otra más condescendiente, y no queremos perderle, porque siempre es humillante el verse abandonadas, y cedemos porque no encontramos otro medio de conservarle, y no queremos dejar de hacer cuanto esté de nuestra parte.

Si después nos abandona, toda la culpa será suya; porque como la mujer se aficiona aún más por los favores que concede, cree que estos favores obligarán al hombre a ser agradecido. ¡Que locura!.,

Otras se rendirán por diferentes causas; la curiosidad decidirá a la una, que desea saber que cosa es el amor; otra poco aventajada en hermosura querrá fijar a los amantes por el atractivo del placer: esta se empeñará en poseer un hombre cuya conquista lisonjea su amor propio, y todo lo sacrificará por atraerle; otras en fin cederán a la lástima, a la ocasión, a las importunidades, al placer de vengarse de un infiel... ¡qué se yo!

Es tan extraordinario el corazón, y las razones que le determinan tan singulares y varias, que es imposible descubrir los verdaderos resortes que le hacen mover: pero si nosotras nos formamos ilusiones sobre los medios de conservaros, debemos también convenir en que los hombres suelen así mismo engañarse en las pruebas de nuestros sentimientos.

Si empleasen más delicadeza encontrarían mil clases de finezas que prueban más que los más señalados favores ; los rigores mismos, cuando son efecto de distinción, son en las mujeres de talento las más evidentes señales de su aprecio;

y cuidado con tomarlo a paradoja: conceden sin escrúpulo a los indiferentes favores insignificantes que rehúsan a los que han excitado su sensibilidad. Porque con aquellos todo queda sin ninguna consecuencia, al paso que con estos las más mínimas bagatelas toman importancia.

Si los primeros obtienen algo, es por costumbre, y todo cuanto los últimos reciben es del corazón; ¡qué diferencia tan enorme!

No son pues los favores los que prueban el amor, sino el motivo que nos determina a dispensarlos, el gusto que sabemos comunicar a las cosas más indiferentes.

No sé en verdad como tengo valor para escribiros cartas tan largas y tan locas: experimento en ello un gozo secreto, del cual llegaría a desconfiar si no conociese demasiado mi corazón ; sin embargo bien reflexionado, como en la actualidad se halla vacío quiero ponerme en guarda contra vos. A veces se os antoja decirme expresiones demasiado tiernas, y quién sabe si acaso se me antojará a mí el escucharlas.»

Lenclos, Cartas al marqués de Sevigné.

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