Para que no se vaya el amor

jueves, julio 09, 2015



«Por eso la que quiera asegurar a un esposo, o a un amante, no tiene más que dejarle siempre que desear alguna cosa; prometerle cada día alguna novedad para el siguiente: diversificad sus placeres, proporcionadle en el mismo objeto los atractivos de la inconstancia, y yo os respondo de su insistencia y fidelidad.

Seguid la moral de Montaigne: enseñemos, dice, a las mujeres a hacerse valer, a estimarse así mismas, a distraernos, a embobarnos haciendo desear sus favores y comunicándolos en pequeñas porciones: todas, sin excepción, hasta la miserable vejez, encuentran algún recurso según su mérito y su valor.

No sucede así en una mujer tal cual yo la imagino: ella es la aurora del día más dichoso; es el principio de los más satisfactorios placeres: me parece estar oyendo las expansiones del corazón, las confidencias recíprocas que colocan el alma en la situación más deliciosa ; aquellas ingenuidades, aquellas declaraciones, aquellos arrebatos que excita en nosotros la certidumbre de hacer toda la felicidad de merecer todo el aprecio del objeto a quien amamos. Ese día es la época en que el hombre delicado va a descubrir tesoros inagotables que hasta entonces habían cuidado de ocultarle: la libertad que una mujer adquiere pone en juego todos los sentimientos que la reserva tenía oprimidos: el corazón cobra su entusiasmo.

La misma tibieza que experimentáis en el amante después de aquellos movimientos convulsivos, lo sufrís vos misma, y no tardaréis en conocer los dos la necesidad de separaros. Nadie presume cuánto talento se necesita para amar y ser feliz en el amor: hasta el momento del fatal sí, o si se quiere hasta su derrota, no necesita una mujer valerse de artificios para conservar un amante: la curiosidad le estimula, el deseo le sostiene , la esperanza le anima ! Pero apenas llega a ser feliz, a ella la toca desvelarse para conservarle tanto como él se desveló para vencerla.

El deseo de fijarle debe hacerla ingeniosa; porque el corazón es como las plazas fuertes que cuesta menos rendirlas que conservarlas. La hermosura basta para enamorar a un hombre; para hacerle constante es preciso reserva, ingenio, y cierta mezcla de enfado y de desigualdad.

Pero las mujeres por desgracia, son en ese caso demasiado sensibles, demasiado condescendientes: acaso sería necesario para el bien común que opusiesen menos resistencia al principio, y más en lo sucesivo.

Vuelvo a repetir que de ningún otro modo evitarán la repugnancia,
que dando al corazón el tiempo necesario para desear.

... que estimulen nuestro corazón por medio de nuevas dificultades; que procuren renacer nuestras inquietudes; y por último, que nos hagan desear nuevas pruebas de una inclinación, cuya certidumbre hace disminuir a nuestros ojos su valor, y entonces estarán más satisfechas de sí mismas y tendrán menos porque quejarse de nosotros.

Francamente : las cosas cambiarían de aspecto, si las mujeres se
acordasen de que su papel es hacerse solicitar, al paso que el nuestro,
es de suplicar y merecer nuevos favores, que nunca deben ellas anticiparse a ofrecer.

Deben ser recatadas hasta en el exceso de la pasión y guardarse bien de entregarse sin reserva : el amante entonces, siempre tendrá algo que desear, y por consiguiente estará siempre sumiso para obtener.

Las complacencias sin límites desvirtúan los más seductores encantos; y llegan a hacerse repugnantes al que las exige: es una verdad experimentada que la saciedad coloca al mismo nivel a todas las mujeres: la bonita y la fea, no se distinguen después de su derrota sino por el arte que emplean en conservar su autoridad: pero ¿qué es lo que comúnmente sucede?

La mujer cree que no tiene que hacer otra cosa que ser fiel, amable, cariñosa e igual en su trato ; y en cierto modo tiene razón, porque esas son las cualidades que deben formar el fondo de su carácter, y no dejarán de hacerla apreciable: pero esas mismas cualidades tan dignas de elogio como son, si cierto matiz de desigualdad no las hace resaltar, no evitarán por eso que se extinga el amor y que lleguen a reemplazarle la languidez y el fastidio, venenos mortales para los corazones mejor constituidos.

¿Sabéis finalmente por qué los amantes se disgustan fácilmente en la prosperidad? ¿Por qué se agradan muy poco, después de haberse agradado mucho? Porque las dos partes interesadas habían una y otra formado una idea igualmente equivocada:

el uno cree no poder obtener ya nada mas; la otra imagina no tener nada más que dar;

de aquí se sigue necesariamente que el uno descuida sus solicitudes, la otra deja de hacerse valer, o cree que no puede darse más valor, sino por las cualidades sólidas; la razón y el aprecio sustituyen al amor, y desde entonces ya no hay estímulo en el trato; se acabaron ya aquellas cariñosas disputas tan necesarias para impedir el fastidio.

Y cuando pretendo que la uniformidad en la correspondencia amorosa sea animada por alguna que otra tormenta,

no creáis sea mi intención asegurar que para ser dichosos dos amantes tienen que estar disputando a todas horas. Desearía únicamente que sus desavenencias naciesen del mismo amor: que la hermosa no olvidase por una bondad pusilánime los respetos y consideraciones que se la deben ; que por una excesiva sensibilidad, no hiciese de su amor un foco de inquietudes capaz de envenenar todos los momentos de su vida;que por una fidelidad escrupulosa no asegurase a su amante que nada tenía que temer por esa parte; que se guardase, en fin, de una amabilidad, de una igualdad inalterables;

la mujer no debe incurrir en la debilidad de perdonar al hombre cualquier atrevimiento. La experiencia hace conocer demasiado que si las mujeres pierden el corazón del esposo o del amante es por su demasiada facilidad e indulgencia.

¡Qué torpeza la suya! creen contraer un mérito sacrificándolo todo y solo consiguen hacer ingratos. Toda su generosidad se convierte contra ellas mismas, y logran acostumbrarlos a inspirar como un derecho, lo que solo se les ha concedido como una gracia.

«A cada paso se ven mujeres reinar con cetro de hierro y tratar como esclavos a los hombres que se apasionan de ellas , logrando envilecerlos a fuerza de dominarlos. Pues esas mujeres son las que por más tiempo son amadas; creo que a ninguna mujer cuerda y bien educada no se la ocurrirá seguir su ejemplo; ese aspecto militar repugna a la dulzura de las costumbres y ofende a la decencia, que forma el encanto aun de aquellas cosas que más se separan de la virtud.

Pero si una mujer razonable sabe debilitar un poco el colorido de ese cuadro, en él tiene trazada la conducta que debe observar con un amante. Nosotros los hombres somos como los esclavos a quienes la excesiva bondad hace insolentes, y a veces es preciso tratarnos como a los del nuevo mundo. La regla de justicia que tenemos en el fondo del corazón nos advierte que si alguna vez cae con fuerza sobre nosotros la mano que nos gobierna tiene demasiada razón para ejecutarlo, y se lo agradecemos.

«Finalmente, en todo cuanto conviene a la jurisdicción del amor,las mujeres deben ser las soberanas; de ellas es de quien debemos esperar toda nuestra felicidad ; que indudablemente llegarán a hacerla, si saben gobernar con inteligencia nuestros corazones, moderar su propia inclinación y sostener su autoridad sin abusar de ella ni comprometerla.»

Lenclos, Cartas al marqués de Sevigné.

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