Los poemas sobre las paredes

sábado, octubre 25, 2014



Una noche la ciudad se llenó de poemas, las calles, las paredes, los muros nocturnos hablaron. Madrid, Nueva York, Cincinnati , no sé; no lo contaron. Me lo contaron unos vagabundos, varias noches diferentes, durante esos paseos que emprendí a raíz de los poemas. Me lo contaron en los bares, entre copa y copa. Y cuando volvía de madrugada a casa, los poemas parecían cambiados. Eran los mismos pero alguien había borrado partes y escrito otras. No sé ahora como explicarlo. Ignoro como lo hacían. Porque no tachaban, ni escribían aparte. El poema parecía el mismo; pero yo sabía que estaba cambiado. Tampoco podía decir en qué concretamente; porque cuando ando por las calles voy perdiendo la memoria. No sé, es un efecto físico, cerebral, mi memoria cae por mis ojos, los oídos, la nariz, la boca. La memoria me mancha el cuello de carne y el de la camisa, me baja por el pecho, por los hombros y por la espalda. Progresivamente fui buscando los poemas, las calles por donde corrían. Sentía como un olor. O tal vez era una ilusión. O algo de intuición. A veces, creí saber porqué elegían una calle o una pared. Y pensaba: «En esta calle y en esta pared algún día pondrán un poema. Será inevitable. Lo pondrán. Pero no sé qué poema pondrán.» Cada vez que me cruzaba con alguien pensaba que podía ser el autor de los poemas. Estaba convencido que era solo uno. Esos poemas hablaban de un barullo de cuarto, pequeño, sucio, oscuro, con muebles viejos no barnizados. Hablaban del goteo de un grifo de cobre, de una silla de anea, de una cama marrón. Hablan de una pequeña ventana que daba a un estrecho patio interior por el que bajaban las cañerías metálicas. Hablaban de unas escaleras de madera, una barandilla floja, de una puerta de la calle sin llave. Estuve buscando esa puerta. Ignoro si alguna vez pasé por delante de ella. Quería conoce a toda costa al que escribía esos poemas tan naturales. Quería hablar con él, como era, qué sentía, qué pensaba, por qué escribía los poemas en las paredes y no firmaba, y por qué se mantenía en el anonimato. ¿O es que él ignoraba que en las redes sociales aparecían fotos de sus paredes? Yo salí a buscarlo precisamente porque una compañera de Twitter me habló de esos poemas. Al principio, las primeras semanas lo hice sin mucho interés. Porque no los había leído y porque me costaba mucho esfuerzo dejar mi adicción. Pero antes de darme cuenta ya estaba enganchado en esa búsqueda. Tanto que empecé a buscarlo entre la gente durante el día. Miraba a cada solitario, a los ojos, como si lo conociera, para hacerle saber que yo sabía que él era el autor de esos textos y del rumor, y de la sospecha. La gente me miraba como si yo estuviera loco. Me sentía mal pero seguía mirándolos a los ojos. Me obsesioné de tal manera que empecé a hablar en Twitter de esos poemas y del sujeto extraño que los escribía. Hablé de su personalidad, de su vida, de su soledad. Y la gente se entusiasmaron con el tema. Discutíamos todos los días sobre su personalidad. Cada cuál se lo imaginaba a su manera. Al cabo de un tiempo empezamos a sospechar unos de otros. Porque veíamos parecidos en nuestra forma de escribir con la de él. Nadie lo dijo pero yo empecé a sospechar que nuestro grupo de twitteros se habían tirado a la calle a buscar al sujeto. Empecé a cruzarme con algunos que no conocía fisicamente debido a sus cuentas anónimas. Cada cuál pensamos sin duda que el otro es el poeta. Nos sonreímos. Nos quedamos con los rasgos de nuestros cuerpos, con nuestros gestos. Buscamos detalles en nuestros rostros, en nuestras manos, en el cabello; para luego intentar reconocernos en las fotos de Twitter. Cuando son chicas con las que me cruzo les miro las manos. Miro atentamente sus dedos, su forma, el color de la piel, los anillos, alguna marca distintiva. Busco tatuajes, aunque sean pequeños. En Twitter nos hacemos preguntas por DM cuando sospechamos de alguien. Tengo algunos preferidos. Pero ahora que caigo. A mí también me preguntan. Sospecharán de mí y con razón; porque yo he estado por las calles. Y porque el estilo de él se me ha pegado. Intento evitarlo. Me esfuerzo en hacer textos como antes; pero no lo consigo. Pero constato que a los demás también se les ha pegado su estilo. Estamos todos en el mismo laberinto. El laberinto de las paredes de los poemas. Nos encontramos en cada esquina. Tomamos los mismos gestos, el mismo andar, la forma de leer las paredes, desde el mismo lugar, a la misma distancia. Se nos queda la mirada pegada a las paredes. Yo además las huelo. Huelo a manos. Paso mis manos por la pared. Como si fuese el cuerpo del poema. Noto una piel suave, su fragancia. ¿Cuál de ellas es? ¿Y si es una desconocida?



En una de esas noche de los poemas de las calles, vi una muchacha leyendo. Paré el ritmo de mi marcha. Respiré hondo. Miré todos los detalles de su cuerpo. Estaba muy parada, los pies juntos. Zapatos sin tacón. Un anorak gris oscuro con capucha le tapaba la cabeza; y desde mi perspectiva, también la cara. Fui acercándome, despacio, muy despacio. Sin ruido, sin calle, sin pensamiento. Me acerqué y empecé a leer en voz alta pero suave. Ella me miró una vez; después volvió con su lectura; o con la mía. Entre verso y verso yo la miraba de reojo. Seguía seria; sin una sonrisa que manifestara que le agradaba lo que yo estaba haciendo. Pero no se fue; ni se movió; ni hizo ningún gesto. Yo veía su escritura, sus labios leyendo al mismo tiempo que los míos. Su hombro estaba cerca, como a una palma de mano. Le dije, después de un silencio, que era bello, que qué le parecía. Ella me dijo: «No sé lo que pensar. Ha sido escrito de noche.» Le dije que esos poemas habían sido escritos de noche, que tenían la altura de nuestros brazos, que era una letra femenina, y unos contenidos que solo una mujer es capaz de percibir. Ella sonreía, como sin darle importancia a mi comentario. Estuve a punto de polemizar con ella, pero me mordí los labios. Ella me dijo que qué más veía. Yo le dije que no sabía. Mentí, por supuesto. Le dije que si quería venir a ver si habían puesto poemas nuevos aquella noche. Anduvimos a la deriva por las calles de Madrid. Procuré con todas mis tretas que fuera ella la que eligiera las calles por donde buscábamos. Pero, sin duda, ella eligió aquellas donde ella no había escrito aquella noche. Aún me pregunto si aquella noche ella me llevó a sus poemas favoritos o a aquellos a través de los cuales ella pretendía darme pista de algo. Son esos mismos poemas los que aún recorro con la mente después de haberlos leído muchas noches haciendo ese mismo recorrido.

Era ya madrugada cuando decidimos separarnos. Madrid es grande y ni ella ni yo pensamos en acompañar al otro. Nos despedimos sin intercambiar ningún tipo de dirección: ni correo, ni domicilio, ni nombre de usuario de Twitter, ni lugar de trabajo; ningún dato personal que nos permitiera un reencuentro que yo sí deseaba. Me quedé plantado viendo como se alejaba lentamente. Volvió la esquina. E inmediatamente un deseo irrefrenable de seguirla se me impuso. Corrí y la estuve siguiendo con cuidado hasta que ella llegó a su casa. Apunté en un papel el nombre de la calle, el número de la puerta, porque suelo tener muy mala memoria para esos datos. Miré en balde la fachada para ver si se encendía alguna luz. Seguramente ella vivía en algún apartamento interior. Salí por el otro lado de la calle. Y casi paso delante de un poema sin verlo. El poema hablaba de un adiós, de una despedida. No parecía ni una ruptura amorosa ni el inicio de un viaje ni tampoco una mudanza. Pero estaba seguro que era una despedida sin drama, sin pasión, sin dirigirse a nadie. Tal vez lo había puesto allí para tenerlo presente cada vez que salía.


La esperé cada noche en la esquina de su calle. Y la seguí. Ella pasaba la noche bebiendo y tomando droga. No comprendía el contraste entre el contenido de sus poemas y su vida nocturna. Así estuvimos ocho meses: ella tomando y yo siguiéndola. Hasta que una noche no salió; ni la siguiente, ni las que vinieron después. Decidí, una mañana, preguntar al vecindario. Me dijeron que estaba en el hospital de la comunidad de Madrid. Les pedí sus apellidos y su nombre; y fui a verla. La enfermera me dijo que le habían detectado un cáncer en fase terminal, que le quedaba muy poco. Entré y pasamos la noche mirándonos.


Carlos del Puente



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