«Ahora se puede vivir en unas Esquilias saneadas y pasear por su muro soleado, donde hace poco la gente veía con pena un campo que los huesos blanquecinos afeaban; aunque a mí los ladrones y las bestias que solían revolver por este sitio no me preocupan ni me inquietan tanto como esas mujeres que con ensalmos y pócimas trastornan las almas de los hombres. Con éstas no logro acabar de ningún modo, ni impedir que, tan pronto la vagante Luna su hermoso rostro exhibe, recojan huesos y hierbas dañinas. Yo he visto cómo iba Canidia, ceñida de negro manto, desnudos los pies y sueltos los pelos, aullando con la mayor de las Saganas. La palidez había dado a la una y a la otra un aspecto espantoso. Con sus uñas escarbaron en la tierra, y a mordiscos se pusieron a despedazar una cordera negra; la sangre la vertieron en la fosa, para hacer salir a las almas de los muertos que habían de dar respuesta a sus consultas. Había también una efigie de lana y otra hecha de cera. Era mayor la de lana, para infligir castigos a la más pequeña. La de cera se mostraba suplicante, como a punto de perecer como perecen los esclavos. Invoca la una a Hécate, la otra a la sañuda Tisífone. Además, se podía ver errando por allí serpientes y perras infernales, y cómo la Luna, ruborizada, se escondía tras los grandes sepulcros, por no ser testigo de semejantes cosas. Y si en algo miento, que manchen mi cabeza de blancas mierdas los cuervos, y que vengan a mearme y a cagarme encima Julio y ese Pediacia, que es tan delicado, y también el ladrón de Vorano. ¿Para qué contar con todos los detalles cómo las sombras, dialogando con Sagana, resonaban con un tono siniestro y chirriante; cómo a escondidas ocultaron en tierra una barba de lobo, con un diente de culebra moteada; cómo de la imagen de cera surgió un fuego enorme, y cómo, cual testigo que no renuncia a la venganza, expresé mi horror por las voces y el proceder de aquellas dos furias? Y es que, con el mismo estruendo con que una vejiga revienta, solté un pedo que, al ser yo de higuera, me rajó el trasero. Corrieron ellas hacia la ciudad; y cómo a Canidia se le caían los dientes, a Sagana la alta pelucaso y las hierbas, y las mágicas ataduras de los brazos, es cosa que, de haberla visto, te hubiera provocado gran risa y jolgorio.»
Horacio