Y una buena mañana me salió un pelo podrido
domingo, diciembre 06, 2015
Ocurrió cierta vez un moderno hechizo bastante sorprendente para un tal espíritu moderno que solo creía en la verdad de los hechos comprobados por la certera ciencia. Hecho audaz que solo se da en los sueños, y solo en algunos ciertos. Fue una mañana, de cuyo día no me acuerdo, cuando comprobé la podredumbre en un cabello. Sorprendido miré de cerca a dicho energúmeno. Acerqué el cuero cabelludo al espejo, tan cerca como a un centímetro mal medido, tan cerca como lo puede calcular una mente recién despertada, si despierta se le puede llamar a una torpe conciencia que no se despierta en vela ni a golpes de fuego, ni a golpes de desgraciada realidad, que debería despertar hasta al más torpe de los humanos. ¡Lástima que no tuviera el despertar de los pajarillos: rápido, rápida y eléctrica sacudida del cuerpo, del alma, de las dormidas plumas! Lástima digo porque soy un oso en hibernación perpetua. Imaginen a un oso mirándose un cabello en el blanco espejo del hielo. Ojos pegados por el sueño y el hambre. Ganas de primavera. Rancio aliento que empaña el espejo de hielo. Pues eso; algo parecido. En semejante estado estaba a un centímetro del espejo observando, en la medida de lo posible, a ese pelo podrido en medio de la cabellera. Como buen ciudadano pensé que no debía ser nada extraño, pues si ocurría debía ser algo natural; ¿cómo no iba a ser algo natural lo que sucedía en mi cuerpo, tan natural y correcto? No dudé de mi convicción hasta que transcurriendo los días, y verificando con el mismo atino la aparición cada día de un nuevo cabello en estado semejante al primero, tuve, por temor, sin duda, que horrorizarme ante el crecimiento silencioso y constante de una frondosa selva de cabellos podridos. No podía ir en tal estado al peluquero, quien, buen conocedor del asunto, hubiese gritado la anomalía a los mil vientos. Aunque bien pensado no lo hubiese dicho para no perjudicarse en la clientela. Todo dependía de su sensatez. ¿O tal vez su deseo chismoso hubiese exigido su presa y hubiese gritado a cada cliente a la oreja el fenómeno, y apoyado sobre el canto de la puerta, con actitud gallarda del que sabe algo de suma importancia, hubiese comunicado concienzudamente a todo aquel que quisiera oírle, a todo aquel dominado por el mal ajeno, el sorprendente fenómeno de los pelos podridos. Ante tal riesgo no podía ir al peluquero. A los familiares y vecinos que me preguntaban les explicaba con todo detalle los experimentos que mi moderno peluquero probaba sobre mi cabello, con afán de convertirse un día en peluquero de moda, pues tal era su pretensión de joven idealista, y yo contribuía en su proyecto ofreciéndome como cobaya. No les parecía bien, a algunos, mi generoso sacrificio, pues exclamaban con cierto asco que el asunto les olía a podrido. Saldría yo perjudicado para llevarlo a él a la fama. Además no les parecía muy seguro que el experimento fuese reversible. ¿Se lo has preguntado?, me decían. Yo argumentaba con toda la fuerza del asustado que todo volvería a su estado anterior, que no se preocupasen, que si yo no estuviese seguro no me dejaría llevar ciegamente en el asunto. Fingían ellos creerme. Fingía yo haberlos convencido. Ni seguros ellos, ni seguro yo; pues salíamos de la conversación como habíamos entrado. Mientras tanto la podredumbre comenzó a entrar por las cejas, y hasta los pelos de las orejas se habían podrido. A fuerza de verme parecía en verdad un hombre a la moda; a algunos incluso les gustaba. No estaba mal ser original. Pero toda la fama conseguida se fue al garete cuando el olor se convirtió en más añejo. Aludí a efectos del tinte. Argumenté la complejidad del perfume. El perfume era un arte de difícil dominio. En este caso era un arte nuevo en materia nueva. Hasta ahora se había aplicado a la piel y al tejido, pero nunca al cabello. Estábamos ante un nuevo mercado de la perfumería. Había que tener paciencia.
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