Tarkovski Andrei Esculpir en el tiempo Puesta en escena de las emociones
domingo, septiembre 01, 2013
"En una palabra, no debe uno escaparse de lo complejo banalizándolo todo. Para ello es necesario que la puesta en escena ilustre no sólo un sentido derivado, sino que siga a la vida, al carácter de las personas y a su estado psíquico. Por este motivo, precisamente por este motivo, la función de la puesta en escena tampoco puede consistir en que se consiga una actuación determinada o una reflexión consciente sobre el diálogo.
En el cine, la puesta en escena está destinada a emocionarnos, a afectarnos vitalmente por la probabilidad de las acciones que se nos presentan, por la belleza y profundidad de sus imágenes, no por la ilustración pertinaz del sentido que subyace en ellas. En estos casos, y en muchos otros, la explicación subrayada del sentido no consigue otra cosa que limitar la fantasía del espectador. Le presenta todo un complejo de ideas, fuera del cual sólo hay vacío. Es decir, no protege los límites de un pensamiento, sino que recorta las posibilidades de penetrar en su profundidad.
No es difícil encontrar ejemplos. Basta pensar en las innumerables cercas, fosos o rejas que separan a los enamorados. Otra posibilidad de una puesta en escena cargada de contenido es un gran viaje panorámico, con impresionante acompañamiento de ruido, por unas grandes obras, con el que se quiere conseguir que el egoísta, que se sale de la fila, rectifique su actitud, infundiéndole el amor al trabajo y a la clase trabajadora. Una puesta en escena no tiene derecho a repeticiones, por el sencillo hecho de que no hay protagonistas idénticos entre sí. Pero si la puesta en escena se convierte en mero signo, en esquema o en concepto (por muy original que éste sea), entonces todo —los caracteres, las situaciones y el estado anímico de la persona— no es otra cosa que un esquema lleno de mentira.
Recordemos el final de la novela El idiota de Dostoievski. ¡Qué sobrecogedora verdad la de los caracteres y las situaciones!
Rogoshin y Mishkin, sentados en unas sillas en una inmensa habitación y cuyas rodillas se tocan, nos conmueven precisamente por la incoherencia y el vacío exterior de esta puesta en escena y por la simultánea verdad absoluta de su estado interior.
Precisamente el prescindir de cualquier sentido profundo hace que esta puesta en escena sea tan convincente como la vida.
El fracaso de un director, en muchas ocasiones, se debe a la ilimitada búsqueda, sin gusto alguno, de significado, de profundidad, al esfuerzo por dar a los actos humanos no el sentido que tienen, sino un sentido forzado, que al director le parece obligado. Si alguien quiere convencerse, de la verdad que encierran estas palabras mías, bastaría que pidiera a sus amigos que narraran —por poner un ejemplo— la muerte de una persona, de la que han sido testigos. Estoy convencido de que uno se quedaría sorprendido y conmocionado por las circunstancias y los comportamientos, por la incoherencia y expresividad de esa muerte (y perdón por esta expresión tan inadecuada). Por eso conviene reunir observaciones tomadas de la vida y no esquemas y construcciones inanimadas de una vida falsa, imitada en pro de una expresividad fílmica.
Mi polémica discusión interior con la pseudofuerza expresiva de ciertas puestas en escena me hizo pensar en dos episodios de los que había oído hablar tiempo atrás. Es imposible imaginárselo; estos hechos son la pura verdad y se diferencian positivamente de los ejemplos del llamado «pensamiento imaginativo ».
Un grupo de personas va a ser pasado por las armas por alta traición. Están esperando ante los muros de un hospital, entre charcos. Otoño. Se ordena a los condenados a muerte quitarse el abrigo y los zapatos. Uno de ellos se separa del grupo, cruza, con sus calcetines agujereados, durante largo tiempo, los charcos hasta encontrar un sitio seco, para su abrigo y sus botas, objetos que un minuto después ya no necesitará.
Y otra historia: un hombre es atropellado por un tranvía, que le corta una pierna. Se le deja apoyado junto al muro de una casa, donde —sin poder hacer nada— queda expuesto a las miradas desvergonzadas de los transeúntes, esperando a la ambulancia. Finalmente no aguanta la situación y saca un pañuelo del bolsillo para cubrirse el muñón."
Andrei Tarkovski, Esculpir en el tiempo, p.23
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