"habrían podido meterse siquiera en uno de aquellos dormitorios colectivos"

lunes, junio 02, 2014


"Cierta vez Therese se puso a referirle –Karl permanecía a su lado junto a la ventana y miraba a la calle– la muerte de su madre; cómo corrían la madre y ella, cierta noche de invierno –tendría ella a la sazón unos cinco años– por las calles, cada una con su hatillo, en procura de un echadero para pasar la noche; cómo la madre la llevaba primero de la mano –arreciaba un temporal de mucha nieve y no era nada fácil avanzar– hasta que se le entumeció la mano y soltó a Therese,

sin volverse siquiera para mirarla;

 y ella entonces, con grandes esfuerzos, tuvo que sujetarse por sí misma de las faldas de su madre. Therese tropezó a menudo y hasta llegó a caerse, pero la madre seguía adelante como presa de una obsesión, y no se detenía. ¡Y qué nevascas aquéllas, en las largas y rectas calles de Nueva York! Karl aún no había pasado ningún invierno en Nueva York. Si camina uno contra el viento, y éste gira en círculo, entonces no pueden abrirse los ojos ni un instante; y el viento, sin cesar, le frota a uno la cara con nieve, y uno corre, pero sin adelantar nada; es en verdad desesperante. Y con todo, un niño, claro está, aventaja siempre a los adultos, ya que

corre por debajo del viento

 y hasta siente un poco de alegría y placer en todo eso. Y así, aquella vez, Therese no podía comprender del todo a su madre, y estaba físicamente convencida de que, si aquella noche se hubiese conducido con más inteligencia –era todavía una niña muy pequeñita– frente a su madre, ésta no hubiera tenido que sufrir aquella muerte tan miserable.

La madre ya llevaba entonces dos días sin trabajar, ya no poseían ni la más ínfima moneda, habían pasado el día a la intemperie y sin probar bocado y en sus hatillos sólo arrastraban unos trapos inservibles que, acaso por superstición, no se atrevían a tirar. Ahora bien, para la mañana siguiente creía la madre que podría obtener una ocupación en una obra en construcción, pero temía –cosa que trató de explicar a Therese durante todo el día– no poder aprovechar esa ocasión favorable, pues se sentía muerta de cansancio ya por la mañana y para espanto de los transeúntes había tosido y arrojado mucha sangre; su único anhelo era llegar a calentarse en alguna parte y descansar. Y precisamente aquella noche resultaba imposible hallar el más insignificante rincón. Allí donde el casero no comenzaba ya por arrojarlas del zaguán, refugio en el que, de todas maneras, hubiera sido posible reponerse algo del temporal,

atravesaban corriendo los estrechos y helados pasillos e iban subiendo afanosamente los altos pisos,

rodeando las estrechas terrazas de los patios, llamando a las puertas a la buena de Dios, ya sin atreverse a hablarle a nadie, ya rogándole a cada uno de los que encontraban, y una o dos veces hasta llegó la madre a arrodillarse sin aliento, en el peldaño de una escalera soledosa

y atraía hacia sí violentamente a Therese que casi se defendía,

y la besaba con dolorosa presión de sus labios.

Si luego se piensa que eran éstos los últimos besos, no se concibe cómo, aun siendo una pequeña criatura, se ha podido ser tan ciega para no comprenderlo.

Algunos de los cuartos por los que pasaban tenían las puertas abiertas

para dar salida al aire sofocante y en medio de aquel humo brumoso que, como causado por un incendio, llenaba los cuartos, no surgía sino la figura de alguien que aparecía en el marco de la puerta, demostrando, ya por su muda presencia, ya por una breve palabra, la imposibilidad de un albergue en dicho cuarto.

Ahora, a través de esa visión retrospectiva, parecíale a Therese que sólo en las primeras horas la madre había buscado seriamente algún sitio; pues

pasada la medianoche probablemente ya no le había dirigido la palabra a nadie,

 si bien no había cesado de correr, entre pequeñas pausas, hasta la hora del alba

 y aunque hubiera en aquellas casas,
donde jamás se cierran ni las puertas de calle ni las del interior,

un movimiento constante y se topara uno con gente a cada paso. Desde luego aquello no era, en verdad, una carrera y la rapidez de su marcha se debía sólo al esfuerzo extremo de que ellas eran capaces, y en realidad sólo pudo haber sido un lento arrastrarse. Therese no podía tampoco precisar si,

 desde la medianoche hasta las cinco de la madrugada,

 habían estado en veinte casas

o sólo en dos o siquiera en una sola.

Los pasillos de esas casas habían sido construidos astutamente

de acuerdo con planos adecuados al mejor aprovechamiento del espacio,

pero que no tomaban en consideración la necesidad de poder orientarse fácilmente a través de ellos;

 ¡cuántas veces, sin duda, habían atravesado los mismos pasillos! Por ejemplo Therese recordaba oscuramente que abandonaron el portón de una casa después de haberla recorrido durante una eternidad; pero también le parecía que, una vez en la calle, se volvieron en seguida,

 precipitándose de nuevo en el interior de la misma casa.

Para la niña todo aquello implicaba naturalmente sufrimientos inconcebibles: el verse ya sujetada por la madre, ya asida a ella, arrastrada sin una sola palabra de consuelo; y todo esto no parecía tener entonces más que una sola explicación para su corta inteligencia, y era ésta:

la madre pretendía huir de ella.

Por eso se aferraba Therese cada vez más –aun cuando la madre la llevaba de una mano, aferrábase ella para mayor seguridad también con la otra– a las faldas de la madre, y sollozaba a intervalos. No quería ella que la abandonaran allí, entre las gentes que subían ruidosamente la escalera delante de ellas, que a su espalda, invisibles todavía, se aproximaban tras un recodo;

que reñían en los pasillos ante una de las puertas, empujándose mutuamente al interior de los cuartos.

 Beodos ambulaban por la casa con su sordo canturrear, y la madre conseguía deslizarse felizmente con Therese a través de grupos de tal gente que iban a cerrarles el paso.

Sin duda, a altas horas de la noche,

cuando ya no se prestaba atención

 y ya nadie insistía con rigor absoluto en su derecho,

habrían podido meterse siquiera en uno de aquellos dormitorios colectivos,

 subarrendados por empresarios; ya habían pasado frente a varios, pero Therese no entendía nada de eso y la madre ya no buscaba descanso.

Por la mañana, comienzo de un hermoso día de invierno, estaban apoyadas ambas en el muro de una casa, y allí quizá habían dormido un poco, quizá sólo habían estado

mirando las cosas fijamente, con los ojos abiertos.

Resultó que Therese había perdido su hatillo

y la madre quiso zurrarla para castigar así semejante falta de cuidado,

mas Therese ni oyó ni sintió golpe alguno. Siguieron luego a través de las calles que se animaban, la madre junto al muro; pasaron por un puente donde la madre iba quitando con la mano la escarcha del pretil y llegaron por fin –entonces

Therese lo tomaba como si fuese lo más natural del mundo,

 hoy en cambio no podía comprenderlo– precisamente a aquella obra en construcción adonde la madre había sido citada para aquella mañana. No le dijo a Therese que esperara ni que se fuera, y Therese veía en ello una orden de esperar, ya que era esto lo que mejor concordaba con sus propios deseos. Sentóse, pues, sobre un montón de ladrillos y se quedó mirando cómo desataba la madre su hatillo, cómo sacaba de él un trapo de color y se aseguraba un pañuelo que había llevado en la cabeza durante toda la noche. Therese estaba demasiado cansada y por eso ni siquiera se le ocurría ayudar a su madre.
Sin presentarse previamente en la garita del capataz como era lo acostumbrado, sin preguntar a nadie, subió la madre por una escalera, como si ya supiese qué trabajo le habían adjudicado. A Therese le extrañó todo aquello, pues comúnmente se ocupaba a las ayudantas tan sólo abajo y únicamente para preparar y apagar la cal, para alcanzar los ladrillos y otras tareas sencillas. Creyó por lo tanto que la madre pensaba dedicarse ese día a un trabajo mejor pagado, y mirando hacia arriba medio dormida, le sonreía.

La obra aún no era alta, apenas había adelantado en la planta baja aunque las altas vigas de los armazones destinadas a la futura construcción –si bien todavía sin los tirantes de comunicación– se destacaban ya, enhiestas, contra el cielo azul. Allá arriba, la madre eludía hábilmente las dificultades de la marcha entre los albañiles que ponían ladrillo sobre ladrillo y que, cosa inaudita, no le pedían cuentas. Sujetábase cautelosamente, tocándolo apenas, de un tabique de madera, que servía de barandilla, y Therese, en medio de su modorra, miraba asombrada desde abajo esa habilidad, y aun creía recibir de su madre una mirada amable. Pero por entonces la madre, en su marcha, había llegado a una pequeña pila de ladrillos ante la cual concluía la barandilla y probablemente también el camino; mas a ella no le importó, dirigióse derechamente a aquel montón de ladrillos y, pasando sobre él,

se precipitó al vacío.

Muchos ladrillos rodaron tras ella y finalmente, al cabo de un buen rato, desprendióse en alguna parte una pesada tabla que le cayó encima con gran estrépito.
El último recuerdo que guardaba Therese de su madre, era el de haberla visto yacer esparrancada, aun con su falda a cuadros que procedía de Pomerania; el de haber visto cómo la cubría casi totalmente aquella pesada tabla que yacía sobre ella, y cómo se agolpaban las gentes llegadas de todas partes, y cómo arriba, en lo alto de la obra, lanzaba algún hombre una voz iracunda."

Kafka

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