Shakespeare
Dos mujeres. Una señora muy hermosa muy hermosa y una hija muy hermosa muy hermosa -con la sola diferencia de la distancia que las separa. Sus cuerpos, a unos centímetros uno del otro, se mantienen erguidos en su lozanía. Mismo pelo y cara; con la diferencia del tiempo en las curvas de su cuerpo. Mismo carácter; aunque la madre me mira y me habla más cercana y fresca, sin entrega pero cercana. La hija no lo expresa en su cara, pero su cuerpo vibra, al igual que el de su madre.
Tienen unos ojos negros profundos, como esos de la noche. Es sonriente leve; la hija casi tierna. La madre se vuelve de cara pero no hace gesto de entrega. La hija mira de cara un momento y por dentro vuelve brevemente la espalda. Van y compran rosquillas diminutas de chocolate y una coke de fresa; beben y comen con delicia. Yo quise estar en su boca.
Observo que sus cuerpos son tropicales, pero no su acento. Conversación fallida cuando nombro a otro. A pesar de eso sigo hablándole con el pensamiento.
«Señora ¿por qué es usted tan bella? -No lo sé, me dice ella. ¿Tú qué crees? -Yo estoy muerto de encanto. -Pues no te mueras tan pronto ¡hijo! -Ya quisiera yo no morirme; o si me muero que sea ahora en sus brazos. Me sonrió creyéndome. Le sonreí gustoso. Y tuve ganas de tocar su cuerpo hermoso. Ella lo notó; notó el ardor en mis manos. Cargué el cuerpo de la hija sobre el cuerpo de la madre. ¡Las dos juntas y separadas, cada una tan hermosa. Hice remedio de imaginación para seguir disfrutando. Miré cada una de sus partes; recorrí el conjunto. Cada cual más bella; con ninguna me quedaba y con ambas.
»Soñé un viaje; en el autobús, un viaje. Ambas entran, se sientan, y la madre me dice cuando llego que me siente entre ellas. Qué hago yo allí entre dos aguas. Me llega el olor distinto de ellas y el roce de sus brazos. -¡Mira, hija, qué manos más grandes tiene! ¿Son tuyas todas ellas? ¡Sorprendente! Se te veían de pie caídas, con el cigarro parecían otras. Ahora aquí sentado, te crecen. ¿Puedo tocarlas? -me pregunta. -Puedes -le digo. -¡Ay, Dios mío, qué manos más suaves tienes! ¡Ay, Dios mío, qué grandes! -exclama. Me lo dice mirando mientras yo la miro. Me mira la mano y yo su cara. Tiene ella el gusto de la sorpresa y yo el del deseo. -Mira, niña, toca; ¡es sorprendente! La hija toca la mano cuando la madre retira la suya. La joven no dice nada; sonríe pero no dice nada. Yo no digo nada y quiero. Pero estoy hechizado por el descubrimiento de mi mano.»
Si las manos hablarán dirían esto:
»¡Ay, mano de madre! ¡Ay, qué templanza! ¡Ay, mano de hija, qué suave! ¡Cómo me tocas los nudos de los dedos!; y tus nudos que son sudor y seda ¡qué agradables!
-Mira, mano de hija, qué encuentro. Y la hija mira la mano abierta. -Sí, mamá, es sorpresa; tanto, que ya ni hablo ni sé. -Yo si sé, y tú sí sabes. No finjas que te conozco. -Ay, madre, no digas eso; ni esas cosas se cuentan; que estoy con mi mano sobre su mano y ella me habla. -Y te dice? -Me dice que tu mano le ha dicho cosas secretas; que no me las cuente, cuando mi mano venga. Y yo le digo que entre manos no hay secretos. -¡Ay, qué mano más mentirosa! ¡Menos mal que me gusta! Si no, otras manos cantarían. -Ay, mamá ¿qué piensas? -Yo no pienso nada, hija. Es mi mano la que con su mano habla y yo con mi cabeza a penas me entero. A ver, déjame el sitio; que llevas rato. Y a mí me toca: le toca a mi mano.
»Me ha dicho, hija, que la lleve a mi casa; que estaba muy fría y sola; y ahora, ahora... que quiere que la lleve. Le he dicho que sí -mi mano-; ¿tú qué piensas? -Mi mano dice que venga. Dice la mano: qué bonita casa tienes. Su mano me contesta: -Ven, y te sientas. Aquí, los tres juntitos, vamos a ver lo que dicen nuestras bocas.»
Si las bocas hablarán dirían esto:
«-¡Ay, qué dos bocas, más iguales y mas perfectas! -Nuestras bocas son iguales pero no nuestras lenguas -dijo una de ellas. -Ven que lo pruebe y tome la prueba. Es tu boca grande; y se ha agrandado sobre mi boca. -Se ha agrandado por el rojo de tus labios. -No son tan rojos: aún tienen frío. -Pues a mí me arden y los tuyos me queman. -Déjame tu saliva para el consuelo. -Toma mis labios y hazme. -Tomo tus labios y soy boca. Soy boca en tus manos, en la confusión de tus falanges. ¡Ay, qué misterio este: el de una boca y una mano! -Se me va el misterio de tu boca a mi mano, de mi mano a la boca. -Esta es la mía ¿o no lo notas? -Sí lo noto... mientras la otra, la otra... -¿Qué notas? Diferencia. -Noto la suavidad sin pliegues de tu lengua. -¡Ay, qué bello eres de mano y boca! -Tú sí que eres bella, boca. -¿Y? -¿Y? Espera que pruebe tu fresco lenguaje. Todavía te sabe a fresa y chocolate. -La tuya sabe a chicle y tabaco; y a esa respiración que tienes, que me tiene loca la boca.
Carlos del Puente
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"como si el muchacho fuese su sirviente
y no hubiera hecho otra cosa que cumplir con su deber natural"
"No es más que el muchacho que he traído para tu servicio."
"–Pero si siempre estás deseando a alguien para tu servicio"
"¡manda a esos dos afuera, fuera del cuarto, a donde quieras: al pasillo, al balcón, con tal que no los vuelva a ver!"
"poniéndole un pie sobre el pecho comenzó a sacudirlo.
Al mismo tiempo increpó a Karl–: ¡Rossmann, a levantarse!
¡A salir los dos al balcón!
¡Y ay de vosotros si entráis antes de que se os llame!
Vamos pronto, Robinsón.
–Sacudía a Robinsón con más fuerza–.
Y tú, Rossmann, cuidado que no te caiga yo encima a ti también.
–Y dos veces golpeó ruidosamente las manos."
"desde que me dio, pues, unos cuantos latigazos en la cara,
¿ves las estrías?, ya no me atrevo a espiar."
Kafka
De repente -aunque con mucho tacto- el ascensor se paró entre dos plantas con una señora dentro de la que se había enamorado desde el primer día que la había subido. Él la miraba allí solita con esos ojitos, su vestidito; y ahora, del susto y del calor, transpiraba. ¡Qué bonita la veía! Alarmados por el incidente y por el monólogo amoroso, vinieron el jefe de recepción, el de cocina, el contable y los botones. Viendo como el ascensor declaraba su repentino amor le replicaron:
-¡Pero hombre! Tú no puedes amar a la señora.
-¿Y por qué no? -le contestó el ascensor, algo enfadado después de tanta incomprensión y resistencia.
-Porque un ascensor no se enamora, -le dijo el cocinero con su buena lógica.
-Y aún menos de una clienta, -replicó el recepcionista.
-¡Qué sabrán ustedes!, dijo el ascensor. Y continuó dirigiéndose a la señora:
-No les haga usted caso: mi amor es puro y verdadero. ¡Qué sabrán esos brutos de amor y de sentimientos! Y menos ellos que siquiera me conocen. Y además, ¿no la han visto a usted? ¿no la han mirado? ¿no la han visto, bonita?
No sé si pasó acaso media hora antes de que llegaran los bomberos y sacasen en brazos a la bella señora empapada.
La noticia corrió por toda la ciudad, de hueco de ascensor a hueco de ascensor. Y creo que desde entonces los ascensores no andan como es debido.
Carlos del Puente
Había un perro en la puerta de la calle de la cocina de un prestigioso restaurante situado en el barrio turístico de la catedral. Miraba al interior con cara muy seria mientras se le caían sus largos, gruesos y "pliegosos" mofletes. Estaba seguramente pensando: «Hoy pondré un rico estofado, unas chuletitas de cordero, unos dulces de frambuesa, y para terminar, copa y cigarro.» No sé yo quién se creía el dichoso perro. Hablaba como dueño, camisa blanca de trabajo y pantalones grises recién planchados. Y pensé yo: «¡Sí, hombre! Y después te lees el periódico en la terraza mientras ojeas a las turistas.» Mantuvimos así, entre el perro y yo, un buen rato, un sordo diálogo. Él pensaba que eso es lo que hacía. Y yo quedaba incrédulo. Él me lo aseguraba mostrándome su aliento. Yo en su lengua no encontraba rastro. Él respondía seguro y serio. Yo, burlón, lo miraba buscando pruebas concluyentes. Pero este perro bien-comido sabía más que un perro sin dueño. Intrigado por el asunto me despedí, fingí irme y me quedé tras la esquina observando. Bien es cierto, y lo confirmo, que a la hora de comer, el chef sacó una mesa, silla, un mantel, platos, cubiertos, copa, comida y una botella de vino. Y más cierto aún es que el dichoso perro se sentó en la silla y se dispuso a comer como un gran señor a sus anchas.
Carlos del Puente
"¿No ve que le causa dolor? Ahora mismo vendrá la señora cocinera mayor en persona y luego ya se verá
que están cometiendo una injusticia con él.
Suéltelo usted;
¿qué placer puede procurarle el torturarlo?
–Y hasta quiso coger la mano del portero mayor.
–Es una orden, señoritinga; es una orden –dijo el portero mayor, y con la mano libre atrajo hacia sí, amablemente, a Therese, mientras que con la otra apretaba el brazo de Karl haciendo ya un verdadero esfuerzo,
como si no sólo quisiera causarle dolor,
sino como si aquel brazo que tenía en su poder
debiera servirle para alcanzar alguna meta especial
que aún distaba mucho de lograr."
"no estaría bien martirizar sin motivo a un muchacho
que depende enteramente de sí mismo;
él sabe que de ello ya se encarga sobradamente todo el mundo.
En el cuarto reinaba un silencio profundo. El portero mayor miraba al camarero mayor exigiendo explicaciones, y éste a su vez, meneando la cabeza, miraba a la cocinera mayor. El ascensorista Bess, en forma bastante absurda, reía tras la espalda del camarero mayor.
Therese sollozaba para sus adentros,
de placer y de pena,
y tenía que esforzarse mucho para que nadie la oyese.
Y Karl, pese a que aquello sólo podía ser interpretado como mala señal, no miraba a la cocinera mayor, que seguramente requería su mirada, sino fijamente delante de sí, clavados los ojos en el piso.
En su brazo el dolor vibraba convulsivamente,
ramificándose en todas las direcciones;
su camisa estaba pegada a los cardenales y en realidad lo que debía hacer era quitarse la chaqueta para examinar eso. Todo lo que decía la cocinera mayor era, desde luego, muy amable en el fondo; pero por desgracia le parecía que precisamente esa actitud de la cocinera mayor demostraría a las claras
que él no era digno de amabilidad alguna, que ya durante dos meses había disfrutado inmerecidamente de la bondad de la cocinera:
sí, sí, que no merecía sino caer en las manos del portero mayor."
Kafka
Kafka
"Pues este delicado muchachito, al que usted llama modelo de decencia, no deja pasar ni una sola de las noches libres de servicio sin irse corriendo a la ciudad de la cual sólo regresa por la mañana."
lunes, junio 02, 2014"Pues este delicado muchachito, al que usted llama modelo de decencia,
no deja pasar ni una sola de las noches libres de servicio sin irse corriendo a la ciudad de la cual sólo regresa por la mañana.
Sí, sí, señora cocinera mayor; eso está probado por testigos intachables, sí... ¿Podría usted decirme ahora, acaso, de dónde saca el dinero necesario para tales placeres? ¿Y si es posible que así mantenga alerta la atención indispensable en su servicio?
¿O acaso quiere usted que además le describa en qué cosas anda en la ciudad?
Sí, pues; me apresuraré muy especialmente, a fin de verme libre de este muchacho. Y a usted, se lo ruego, que le sirva de escarmiento para que sepa cuánta cautela hay que emplear en el trato con estos mocitos vagabundos llegados de no se sabe dónde.
–Pero, señor camarero mayor –exclamó entonces Karl, realmente aliviado por aquel error grande que parecía haberse introducido allí, destinado quizá, antes que cualquier otra cosa, a tornarlo todo, inesperadamente, en su favor–, aquí hay con toda certeza una confusión. Según creo, el señor portero mayor le ha dicho que yo me ausento todas las noches. Pero esto no es cierto en absoluto; al contrario, me quedo todas las noches en el dormitorio; todos los muchachos podrán confirmarlo.
Si no duermo, me dedico a estudiar correspondencia comercial;
pero en ningún caso me muevo del dormitorio; ni una sola noche lo he hecho."
"Podrías haber ido todas las noches a la ciudad sin que yo te viera y yo confirmo, sin embargo, tan sólo por tu cara, que eres un bribón redomado."
"En primer lugar, no importan tanto sus diversiones nocturnas. Podría ser que antes de que lo despidamos quisiera él provocar todavía algo así como una gran investigación acerca de sus ocupaciones nocturnas."
Kafka
"Pero también transcurrían horas más alegres en el cuarto de Therese.
Ya durante su primera visita vio Karl allí un texto de correspondencia comercial
y, accediendo a su pedido, ella se lo prestó. Al mismo tiempo convinieron en que Karl hiciera los ejercicios insertos en el libro y se los presentara a Therese, que ya había estudiado el contenido de ese libro, porque resultaba indispensable para cumplir sus pequeños trabajos.
Y ahora permanecía Karl durante noches enteras,
con algodón en los oídos,
en el dormitorio, sobre su cama, y para no cansarse adoptaba todas las posturas posibles, leía en el texto y garabateaba los ejercicios en un cuadernillo con una estilográfica que le había regalado la cocinera mayor, como premio por haberle preparado en forma muy práctica y con esmerado empeño un gran registro del inventario.
Logró sacar provecho de la mayor parte de
las molestias que le causaban los otros muchachos,
pidiéndoles reiteradamente consejos en cuestiones relativas al idioma inglés, hasta que se cansaron y lo dejaron en paz. A menudo le asombraba que los demás se hubiesen resignado de tal manera a permanecer en su condición actual, sin sentir siquiera su carácter precario –ascensoristas de más de veinte años de edad ya no eran admitidos–, y sin percibir la necesidad de decidirse acerca de su profesión futura, y que, a pesar del ejemplo de Karl, no leían otra cosa que, en el mejor de los casos,
cuentos policíacos
que, hechos jirones y sucios,
se entregaban de cama en cama.
Durante los encuentros, corregía luego Therese con minuciosidad excesiva; surgían opiniones que eran objeto de controversias;
Karl citaba en calidad de testigo a su gran profesor neoyorquino,
pero éste tenía exactamente tan poco valor
para Therese como los pareceres gramaticales de los ascensoristas. Ella le quitaba la pluma estilográfica de la mano y tachaba los puntos de cuya imperfección estaba segura; pero en caso de duda, y a pesar de que ninguna autoridad superior a Therese debía ver el ejercicio,
volvía Karl a tachar, por pura escrupulosidad,
las marcas que había puesto Therese."
Kafka
Kafka
"habrían podido meterse siquiera en uno de aquellos dormitorios colectivos"
lunes, junio 02, 2014"Cierta vez Therese se puso a referirle –Karl permanecía a su lado junto a la ventana y miraba a la calle– la muerte de su madre; cómo corrían la madre y ella, cierta noche de invierno –tendría ella a la sazón unos cinco años– por las calles, cada una con su hatillo, en procura de un echadero para pasar la noche; cómo la madre la llevaba primero de la mano –arreciaba un temporal de mucha nieve y no era nada fácil avanzar– hasta que se le entumeció la mano y soltó a Therese,
sin volverse siquiera para mirarla;
y ella entonces, con grandes esfuerzos, tuvo que sujetarse por sí misma de las faldas de su madre. Therese tropezó a menudo y hasta llegó a caerse, pero la madre seguía adelante como presa de una obsesión, y no se detenía. ¡Y qué nevascas aquéllas, en las largas y rectas calles de Nueva York! Karl aún no había pasado ningún invierno en Nueva York. Si camina uno contra el viento, y éste gira en círculo, entonces no pueden abrirse los ojos ni un instante; y el viento, sin cesar, le frota a uno la cara con nieve, y uno corre, pero sin adelantar nada; es en verdad desesperante. Y con todo, un niño, claro está, aventaja siempre a los adultos, ya que
corre por debajo del viento
y hasta siente un poco de alegría y placer en todo eso. Y así, aquella vez, Therese no podía comprender del todo a su madre, y estaba físicamente convencida de que, si aquella noche se hubiese conducido con más inteligencia –era todavía una niña muy pequeñita– frente a su madre, ésta no hubiera tenido que sufrir aquella muerte tan miserable.
La madre ya llevaba entonces dos días sin trabajar, ya no poseían ni la más ínfima moneda, habían pasado el día a la intemperie y sin probar bocado y en sus hatillos sólo arrastraban unos trapos inservibles que, acaso por superstición, no se atrevían a tirar. Ahora bien, para la mañana siguiente creía la madre que podría obtener una ocupación en una obra en construcción, pero temía –cosa que trató de explicar a Therese durante todo el día– no poder aprovechar esa ocasión favorable, pues se sentía muerta de cansancio ya por la mañana y para espanto de los transeúntes había tosido y arrojado mucha sangre; su único anhelo era llegar a calentarse en alguna parte y descansar. Y precisamente aquella noche resultaba imposible hallar el más insignificante rincón. Allí donde el casero no comenzaba ya por arrojarlas del zaguán, refugio en el que, de todas maneras, hubiera sido posible reponerse algo del temporal,
atravesaban corriendo los estrechos y helados pasillos e iban subiendo afanosamente los altos pisos,
rodeando las estrechas terrazas de los patios, llamando a las puertas a la buena de Dios, ya sin atreverse a hablarle a nadie, ya rogándole a cada uno de los que encontraban, y una o dos veces hasta llegó la madre a arrodillarse sin aliento, en el peldaño de una escalera soledosa
y atraía hacia sí violentamente a Therese que casi se defendía,
y la besaba con dolorosa presión de sus labios.
Si luego se piensa que eran éstos los últimos besos, no se concibe cómo, aun siendo una pequeña criatura, se ha podido ser tan ciega para no comprenderlo.
Algunos de los cuartos por los que pasaban tenían las puertas abiertas
para dar salida al aire sofocante y en medio de aquel humo brumoso que, como causado por un incendio, llenaba los cuartos, no surgía sino la figura de alguien que aparecía en el marco de la puerta, demostrando, ya por su muda presencia, ya por una breve palabra, la imposibilidad de un albergue en dicho cuarto.
Ahora, a través de esa visión retrospectiva, parecíale a Therese que sólo en las primeras horas la madre había buscado seriamente algún sitio; pues
pasada la medianoche probablemente ya no le había dirigido la palabra a nadie,
si bien no había cesado de correr, entre pequeñas pausas, hasta la hora del alba
y aunque hubiera en aquellas casas,
donde jamás se cierran ni las puertas de calle ni las del interior,
un movimiento constante y se topara uno con gente a cada paso. Desde luego aquello no era, en verdad, una carrera y la rapidez de su marcha se debía sólo al esfuerzo extremo de que ellas eran capaces, y en realidad sólo pudo haber sido un lento arrastrarse. Therese no podía tampoco precisar si,
desde la medianoche hasta las cinco de la madrugada,
habían estado en veinte casas
o sólo en dos o siquiera en una sola.
Los pasillos de esas casas habían sido construidos astutamente
de acuerdo con planos adecuados al mejor aprovechamiento del espacio,
pero que no tomaban en consideración la necesidad de poder orientarse fácilmente a través de ellos;
¡cuántas veces, sin duda, habían atravesado los mismos pasillos! Por ejemplo Therese recordaba oscuramente que abandonaron el portón de una casa después de haberla recorrido durante una eternidad; pero también le parecía que, una vez en la calle, se volvieron en seguida,
precipitándose de nuevo en el interior de la misma casa.
Para la niña todo aquello implicaba naturalmente sufrimientos inconcebibles: el verse ya sujetada por la madre, ya asida a ella, arrastrada sin una sola palabra de consuelo; y todo esto no parecía tener entonces más que una sola explicación para su corta inteligencia, y era ésta:
la madre pretendía huir de ella.
Por eso se aferraba Therese cada vez más –aun cuando la madre la llevaba de una mano, aferrábase ella para mayor seguridad también con la otra– a las faldas de la madre, y sollozaba a intervalos. No quería ella que la abandonaran allí, entre las gentes que subían ruidosamente la escalera delante de ellas, que a su espalda, invisibles todavía, se aproximaban tras un recodo;
que reñían en los pasillos ante una de las puertas, empujándose mutuamente al interior de los cuartos.
Beodos ambulaban por la casa con su sordo canturrear, y la madre conseguía deslizarse felizmente con Therese a través de grupos de tal gente que iban a cerrarles el paso.
Sin duda, a altas horas de la noche,
cuando ya no se prestaba atención
y ya nadie insistía con rigor absoluto en su derecho,
habrían podido meterse siquiera en uno de aquellos dormitorios colectivos,
subarrendados por empresarios; ya habían pasado frente a varios, pero Therese no entendía nada de eso y la madre ya no buscaba descanso.
Por la mañana, comienzo de un hermoso día de invierno, estaban apoyadas ambas en el muro de una casa, y allí quizá habían dormido un poco, quizá sólo habían estado
mirando las cosas fijamente, con los ojos abiertos.
Resultó que Therese había perdido su hatillo
y la madre quiso zurrarla para castigar así semejante falta de cuidado,
mas Therese ni oyó ni sintió golpe alguno. Siguieron luego a través de las calles que se animaban, la madre junto al muro; pasaron por un puente donde la madre iba quitando con la mano la escarcha del pretil y llegaron por fin –entonces
Therese lo tomaba como si fuese lo más natural del mundo,
hoy en cambio no podía comprenderlo– precisamente a aquella obra en construcción adonde la madre había sido citada para aquella mañana. No le dijo a Therese que esperara ni que se fuera, y Therese veía en ello una orden de esperar, ya que era esto lo que mejor concordaba con sus propios deseos. Sentóse, pues, sobre un montón de ladrillos y se quedó mirando cómo desataba la madre su hatillo, cómo sacaba de él un trapo de color y se aseguraba un pañuelo que había llevado en la cabeza durante toda la noche. Therese estaba demasiado cansada y por eso ni siquiera se le ocurría ayudar a su madre.
Sin presentarse previamente en la garita del capataz como era lo acostumbrado, sin preguntar a nadie, subió la madre por una escalera, como si ya supiese qué trabajo le habían adjudicado. A Therese le extrañó todo aquello, pues comúnmente se ocupaba a las ayudantas tan sólo abajo y únicamente para preparar y apagar la cal, para alcanzar los ladrillos y otras tareas sencillas. Creyó por lo tanto que la madre pensaba dedicarse ese día a un trabajo mejor pagado, y mirando hacia arriba medio dormida, le sonreía.
La obra aún no era alta, apenas había adelantado en la planta baja aunque las altas vigas de los armazones destinadas a la futura construcción –si bien todavía sin los tirantes de comunicación– se destacaban ya, enhiestas, contra el cielo azul. Allá arriba, la madre eludía hábilmente las dificultades de la marcha entre los albañiles que ponían ladrillo sobre ladrillo y que, cosa inaudita, no le pedían cuentas. Sujetábase cautelosamente, tocándolo apenas, de un tabique de madera, que servía de barandilla, y Therese, en medio de su modorra, miraba asombrada desde abajo esa habilidad, y aun creía recibir de su madre una mirada amable. Pero por entonces la madre, en su marcha, había llegado a una pequeña pila de ladrillos ante la cual concluía la barandilla y probablemente también el camino; mas a ella no le importó, dirigióse derechamente a aquel montón de ladrillos y, pasando sobre él,
se precipitó al vacío.
Muchos ladrillos rodaron tras ella y finalmente, al cabo de un buen rato, desprendióse en alguna parte una pesada tabla que le cayó encima con gran estrépito.
El último recuerdo que guardaba Therese de su madre, era el de haberla visto yacer esparrancada, aun con su falda a cuadros que procedía de Pomerania; el de haber visto cómo la cubría casi totalmente aquella pesada tabla que yacía sobre ella, y cómo se agolpaban las gentes llegadas de todas partes, y cómo arriba, en lo alto de la obra, lanzaba algún hombre una voz iracunda."
Kafka
"se acercaba a la gente sin vacilación, por más que se retirasen, arrogantes,
al fondo de los más extensos salones de comercio. No lo hacía con arrogancia
y justipreciaba toda resistencia,
pero se sentía respaldado por una posición segura que le confería derechos"
Kafka
Kafka
"y lo primero que vio al abrir los ojos fue la sangre que al muchacho le salía de la nariz"
lunes, junio 02, 2014"si el vecino más próximo se levantaba, a altas horas de la noche,
para dirigirse a la ciudad en busca del placer;
si se lavaba ruidosamente, rociándolo todo con agua, en el lavabo que estaba instalado a la cabecera de la propia cama; si no sólo se calzaba las botas con estrépito, sino que además intentaba asentárselas mejor golpeando el suelo con el tacón –casi todos, a pesar de la horma americana de su calzado, gastaban zapatos demasiado estrechos–, si hasta terminaba por alzar finalmente, en busca de algún detalle de su atavío, la almohada del durmiente, debajo de la cual éste, claro es que ya despierto,
sólo aguardaba el momento de lanzarse sobre el importuno.
Ahora bien, todos ellos eran deportistas, muchachos jóvenes y en su mayor parte fuertes, que no perdían oportunidad alguna que pudiesen aprovechar para sus ejercicios deportivos. Y si durante la noche se incorporaba uno de un salto, despertado de su profundo sueño por un tremendo estrépito, podía estar seguro de
encontrar en el suelo, junto a su cama, a dos luchadores;
y de pie sobre todas las camas a la redonda, bajo una luz penetrante, a los peritos, en camisa y calzoncillos.
Cierta vez, a raíz de una demostración nocturna de boxeo de este tipo, uno de los púgiles fue a caer sobre Karl; éste estaba durmiendo y lo primero que
vio al abrir los ojos fue la sangre que al muchacho le salía de la nariz
y que se derramaba sobre toda la ropa de la cama antes de que nada pudiera hacerse para evitarlo."
Kafka
"y entonces volaba Karl hacia arriba, solo en su ascensor que en tales momentos le resultaba mucho más familiar;
entraba en el cuarto ajeno,
donde generalmente veía desparramadas sobre los muebles o colgadas de las perchas cosas que nunca había visto,
y percibía el olor especial de un jabón de otra persona,
de un perfume, de un agua dentífrica,"
Kafka
"«Querido sobrino: como ya lo habrás advertido durante nuestra convivencia, por desgracia en exceso breve, soy íntegramente un hombre de principios. Esto no sólo es muy desagradable y triste para quienes me rodean, sino también para mí; pero a mis principios debo todo lo que soy y nadie tiene el derecho de exigir que yo niegue mi existencia sobre la tierra tal como soy; nadie, tampoco tú, querido sobrino mío, aunque tú precisamente serías el primero de toda la fila si alguna vez se me ocurriese tolerar
semejante ataque general contra mí.
Entonces serías precisamente tú a quien más me gustaría recoger y levantar en alto con estas dos manos con las que ahora escribo y sostengo el papel. Pero, puesto que por el momento nada indica que tal cosa pudiera suceder alguna vez, resulta indispensable que, después del suceso de hoy,
yo te aparte de mí,
y te ruego encarecidamente que ni vengas a verme tú mismo,
ni busques mi relación por carta o por mediadores.
En contra de mi voluntad te has decidido a alejarte de mi lado esta noche y si es así,
conserva esa decisión tuya durante toda tu vida;
sólo entonces habrá sido una decisión varonil.
He escogido como portador de esta nueva al señor Green, mi mejor amigo, que seguramente encontrará para ti suficientes palabras consoladoras, palabras de que yo, por cierto, no dispongo en este momento. Es hombre de influencia y, aunque no fuera sino por amor hacia mí, te ayudará en tus primeros pasos independientes, moral y materialmente. Para comprender esta separación nuestra que ahora, al concluir esta carta, me parece nuevamente inconcebible, es necesario que yo me repita nuevamente:
nada bueno viene de tu familia, Karl.
Si el señor Green se olvidara de entregarte tu baúl y tu paraguas, recuérdaselo.
»Con los mejores deseos para tu bienestar de ahora en adelante, se despide de ti tu leal tío
»JAKOB.»"