«Alejóse por el camino que siguiera el día anterior, acompañando alas Epanchinas, y al llegar al banco donde Aglaya le diera cita, se sentó y dejó escapar una risa que le hizo indignarse consigo mismo un minuto después.
Su melancolía no le abandonaba: experimentaba el deseo de alejarse, de ir no sabía adónde...
En el árbol inmediato cantaba un pajarillo. Michkin le buscó con los ojos. Entonces recordó la frase de Hipólito:
«Hasta una mosca que vuela bajo un rayo de sol participa también en el banquete
de la vida, concurre al concierto de las cosas, y es feliz; sólo yo soy un paria.»
Tales palabras, que antes impresionaran mucho a Michkin, le acudieron repentinamente
En el árbol inmediato cantaba un pajarillo. Michkin le buscó con los ojos. Entonces recordó la frase de Hipólito:
«Hasta una mosca que vuela bajo un rayo de sol participa también en el banquete
de la vida, concurre al concierto de las cosas, y es feliz; sólo yo soy un paria.»
Tales palabras, que antes impresionaran mucho a Michkin, le acudieron repentinamente
a la memoria. Un recuerdo olvidado hacía mucho comenzó a despertar en él y adquirió repentinamente una forma concreta.
El hecho había sucedido en Suiza, en el primer año —y, más concretamente, en los
primeros meses —de su tratamiento. En aquella época él seguía estando todavía
absolutamente idiota, costábale trabajo expresarse y a veces ni siquiera entendía lo que le
hablaban. Un día de tiempo muy despejado salió a pasear por las montañas y anduvo
mucho tiempo, con el corazón oprimido por una sensación penosa, aunque indefinible y
vaga. Sobre él se extendía el cielo radiante, espejeaba un lago a sus pies y el paisaje
El hecho había sucedido en Suiza, en el primer año —y, más concretamente, en los
primeros meses —de su tratamiento. En aquella época él seguía estando todavía
absolutamente idiota, costábale trabajo expresarse y a veces ni siquiera entendía lo que le
hablaban. Un día de tiempo muy despejado salió a pasear por las montañas y anduvo
mucho tiempo, con el corazón oprimido por una sensación penosa, aunque indefinible y
vaga. Sobre él se extendía el cielo radiante, espejeaba un lago a sus pies y el paisaje
soleado se ensanchaba hasta perderse de vista. Largo trecho estuvo contemplando el
panorama con extraña melancolía. Recordaba muy bien que incluso había llorado y tendido los brazos hacia el infinito azul, torturado por la idea de que para él no existía nada de aquello.
¡Oh, aquel festín universal, aquel interminable regocijo que le atraía desde su infancia,
y del que siempre había quedado al margen! Cada mañana salía el mismo sol esplendente,
cada mañana se pintaban sobre la cascada los colores del arco iris, cada tarde se teñía de
púrpura aquella cima nevada que se erguía en los confines del horizonte; todos,
hasta las moscas, participaban en el banquete de la vida, en el concierto de todas las cosas.
Sí: hasta la menor brizna de hierba vivía y era feliz. Todo ser tenía su camino, lo conocía, lo emprendía y lo concluía cantando con júbilo, mas sólo él no sabía nada, no comprendía
nada, ni los hombres, ni su lenguaje. Era extraño a todo, era el desecho de la naturaleza.
Cierto que entonces el príncipe no había acertado, sin duda, a expresar todas aquellas
palabras y su sufrimiento había sido mudo; pero ahora le parecía haberlas pronunciado textualmente y hasta pensaba que Hipólito había tomado de él su expresión sobre
«la mosca». Su corazón latió a este pensamiento... Al fin el sueño le sorprendió en el banco; pero no por eso acudió el reposo a su espíritu. Un momento antes de dormirse recordó que, según Radomsky,
Hipólito acabaría matando a diez personas, y sonrió, ante idea tan absurda.
En torno suyo reinaban la paz y la serenidad. El rumor de las frondas, único que turbaba
el silencio, acrecentaba aquella sensación de calma. Michkin soñó mucho. Todos
sus sueños fueron inquietantes; algunos incluso le hicieron estremecerse. Al fin soñó que una mujer avanzaba hacia él. La conocía, la conocía bien... Incluso podía designarla por su
nombre. Y, sin embargo, parecíale apreciar en ella un rostro muy diferente al que tenía antes, y Michkin sólo podía aceptar con gran esfuerzo la noción de que era la misma
mujer. Viendo la expresión de terror y arrepentimiento que mostraban las facciones de aquella persona, se la creería culpable de algún crimen horroroso, que acababa de cometer. Una lágrima temblaba en su pálida mejilla. Llamó a Michkin con un ademán,
y se puso un dedo sobre los labios, como para advertirle que debía acercarse sin ruido. El corazón del príncipe desfallecía. Por nada en el mundo hubiese querido ver en ella a una culpable, pero presentía que iba a suceder un hecho terrible, que afectaría de rechazo a toda su vida.
Parecíale que la mujer deseaba mostrarle algún lugar del parque, no lejos de aquel sitio. Michkin se levantó, para acercarse a la mujer. Y entonces resonó una risa argentina y
fresca, y una mano rozó la suya. El príncipe asióla, la estrechó con fuerza y despertó. Ante él, riendo con todo su corazón, estaba Aglaya.»
Dostoievski El idiota.