Conocimos una banda de señores muy nerviosos, ¡pero que muy nerviosos! Su rebosante fuerza tal vez era debida a que se despertaban al mediodía y justo después de comer, se reunían en el café a leer todos los periódicos. Nosotros ocupábamos una mesa cercana para hacer nuestros deberes escolares, mientras ellos comentaban lo que iban leyendo mientras reían y discutían sobre los hechos relatados. Uno de ellos, el más menudo y canijo, tenía un estribillo que repetía permanentemente: «Esto no se encuentra en ningún libro. Esto no se encuentra en ningún libro.». Su mirada, lanzada hacia sus compañeros, brillaba, mientras se pasaba, con un gesto rápido, la manga por la boca. «Esto no se encuentra en ningún libro...», nos parecía la afirmación más estúpida de las que habíamos oído en nuestra corta existencia. Los profesores no se cansaban de indicarnos que todo lo bueno estaba en los libros, que desde ellos podríamos aprenderlo todo. Pero el grupo de los periódicos no parecían estar aprendiendo; parecían gente culta. Y además no parecían discutir sobre lo que leían. Parecían estar buscando sucesos cada vez más sorprendentes. Alguna vez que otra decían: «Esto no se encuentra en los libros; los libros están censurados por el prestigio. Estos son hechos reales no censurables. Es la obligación de la libertad de prensa de contar la realidad. Dejad la ficción para los literatos. [Al decir esto último, se miraban unos a otros.] La realidad es más sabrosa y nunca se acaba.»