Dostoievski: Gazin era un hombre terrible hasta el paroxismo en toda su espantosa brutalidad
miércoles, septiembre 09, 2015
“Gazin era un hombre terrible. La
impresión que producía a todos era espantosa. Parecíame que no podía existir
criatura humana más feroz ni más monstruosa que aquel presidiario. Sin embargo,
he conocido a Tóbolsk Koménev, el bandido que se había hecho famoso por sus
crímenes. Más tarde conocí a Sokólov, presidiario evadido, antiguo desertor y
feroz asesino; pero ni uno ni el otro me causó tanta repugnancia como Gazin.
Este me hacía pensar en una araña enorme, gigantesca, del tamaño de un hombre.
Era tártaro y no existía en el presidio quien le aventajase en fuerza muscular.
Pero no era su elevada estatura y su corpulencia hercúlea
lo que especialmente
infundía terror, sino su cabeza enorme y deformada.
Se referían mil
historias acerca de este monstruo: decían unos que había sido soldado; otros
afirmaban que era un evadido de Nerschinsk y algunos sostenían que había sido
deportado a Siberia varias veces, logrando escaparse otras tantas. Finalmente
había sido encerrado en nuestro penal e inscrito en la sección especial.
Según
parece, le gustaba asesinar a los niños que lograba atraer con engaños a algún
lugar apartado, gozándose en el espanto, en el terror y el llanto desgarrador
de aquellas pobres criaturitas a las que mataba lenta y bárbaramente, con
verdadero ensañamiento y fruición.
Tal vez eran imaginarios estos horrores y
sugeridos por la impresión indeciblemente penosa que la sola vista de aquel
monstruo producía; pero eran, sin disputa, verosímiles tratándose de un hombre
semejante. Sin embargo, cuando Gazin no estaba borracho era muy tratable.
Estaba siempre tranquilo, no buscaba nunca camorra, evitaba las discusiones y
despreciaba a los que le rodeaban,
como si tuviese de sí mismo un concepto muy
elevado.
Hablaba muy poco. Todos sus movimientos eran mesurados, tranquilos,
desenvueltos. Su mirada no carecía de inteligencia,
pero su expresión era cruel
e irónica como su sonrisa.
Era el más rico de todos los presidiarios que se
dedicaban a la venta de aguardiente. Dos veces al año se emborrachaba como una
cuba, y entonces
se mostraba tal cual era, en toda su espantosa brutalidad.
Se
alteraba poco a poco, zahiriendo a sus camaradas con punzantes cuchufletas y
acababa en accesos de furia rabiosa, acometiendo, armado de cuchillo, a cuantos
se interponían en su camino. Los presidiarios, que conocían sus fuerzas
hercúleas, huían a la desbandada, hasta que, al fin, se descubrió un medio de
reducirlo, propinándole sendos vergajazos en el pecho, en el estómago y en el
vientre,
hasta que caía al suelo privado de los sentidos.
A la mañana siguiente
Gazin se levantaba, sin mostrarse resentido de la tremenda paliza que había
recibido, e iba al trabajo taciturno y sombrío. Cada vez que Gazin se
embriagaba, sabían los presidiarios que sería preciso reducirle a fuerza de
palos; y aunque el propio interesado no lo ignoraba, seguía bebiendo
tranquilamente. Así transcurrieron
varios años, y al fin se notó que Gazin empezaba a decaer, pues se quejaba
constantemente de un achaque u otro y sus visitas a la enfermería eran
frecuentes. El día a que me refiero entró Gazin en la cocina seguido del polaco
violinista. Se detuvo en medio de la estancia y paseó su mirada por todos sus
compañeros, fijándola, por último, en nosotros. Sonrió horriblemente, como
celebrando de antemano el golpe que preparaba, y se acercó a nuestra mesa
tambaleándose. -¿Se puede saber -dijo- de dónde sacan ustedes el dinero para
tomar té en esta casa? Cambié una mirada con mi compañero, y me hice cargo de
que era mejor callar, pues la menor contradicción podía irritar a Gazin hasta
el paroxismo. -Fuerza es -prosiguió- que tengan ustedes dinero, mucho dinero,
para que se permitan ese lujo. Pero díganme, ¿han sido ustedes enviados a
trabajos forzosos para que se recreen tomando el té? ¿Es para esto para lo que
han venido? ¡Ea, contesten! Y comprendiendo que estábamos resueltos a no
hacerle caso, se precipitó sobre nosotros lívido y temblando de rabia. A dos
pasos había una pesada caja de madera, que servía para colocar el pan cortado
que debía distribuirse en la comida y la cena a los reclusos, y cuyo contenido
hubiera bastado para saciar a la mitad del presidio. En aquel momento la caja
estaba vacía. Gazin la tomó con ambas manos y la levantó sobre nuestras
cabezas. Aunque los homicidios o las tentativas de homicidio eran a la sazón
fuente inagotable de tormentos para los reclusos, porque las inspecciones y
registros se sucedían sin interrupción, seguidas de tremendos castigos a los
transgresores; y aunque todos los reclusos se apresuraban a intervenir para
evitar los altercados y riñas que podían tener graves consecuencias, nadie se
movió de su sitio. No se oyó ni una palabra en nuestro favor, ni una
exclamación para contener a Gazin.
Era tal el odio que los presidiarios
alimentaban contra los nobles, que gozaban viéndonos en peligro de muerte.
Afortunadamente, una circunstancia imprevista cambió el sesgo de aquella escena
que pudo tener un final trágico. En el momento en que el atleta blandía la
pesada caja con el ánimo evidente de aplastarnos el cráneo, entró precipitadamente en la cocina su compañero de cuadra,
gritando a voz en cuello: -¡Gazin, te han robado el
aguardiente! El bandido lanzó una horrible blasfemia y arrojando la caja al
suelo, salió de la cocina como una exhalación. -¡De buena han escapado!
-exclamaron varios reclusos-. ¡Ya pueden dar gracias a Dios! Aquella misma
tarde, antes de ser encerrado en la cuadra, paseaba yo a lo largo de la
empalizada,
invadido de una tristeza tan honda como jamás la había sentido.
Nunca me tuve por tan desgraciado como en aquel momento.”
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