-Heme aquí sola en esta morada mía. Vienen muchos pero ninguno se queda. Se me hace eterno el tiempo sin amor ni compañía. Pero calla que oigo pasos afuera. Trae los pies arrastrando como dudando o con poca fuerza. ¿Quién viene? ¿Quién llega?
-Un viajero buscando camino. Pido ayuda y hospedaje para este pobre perdido.
-¿A dónde ibas y cómo te llamas?
-Volvía a mi hogar cuando a un dios colérico le he preguntado el camino. Se ha agitado, celoso, al enterarse de mi nombre y de cual era mi tarea. Me ha clavado, en un gesto descontrolado, sus tres dientes en los ojos. Así bien que desde ahora Perseo el Ciego puedes llamarme.
-Bello nombre, hombre hermoso.
-Dame asiento, mujer.
-Ven que te dé agua.
-Sí, dame agua, desconocida, que creo que la muerte me llega bajo la sed.
-Bebe y no temas. Te curaré, mientras, la sangre de tus ojos. Este vendaje cubierto de hierbas te traerá mañana la vista; reposa, esta noche, tu cuerpo agotado, sobre mi cama.
-No podré dormir por culpa del dolor que tengo.
-Ven; échate sobre este hombro. Así te calmaré la herida.
-Es suave tu piel como en ninguna mujer he visto. Hueles a belleza. Quiero verte. Quiero ver tu rostro ya, ahora.
-No seas impaciente; que cuando sea el alba podrás verme. Queda quieto junto a mí mientras tu rostro contemplo.
-Amo tu dulzura, -le dijo Perseo.
-Amas mi cuerpo, -le contestó Medusa.
-Amo tu voz y tu forma de hablarme.
-Te hablo con el corazón. ¡Tengo tantas ganas locas de hablarte!
-Ámame mientras no te veo para que se me haga corta la noche.
-Te hablaré cada noche mientras reposas tu pecho sobre mi pecho. Pero ahora llega ya la luz sobre nuestro lecho. Voy a quitarte esta venda para que puedas ver mi rostro. Levanta esos párpados, mi ciego Perseo.
-No puedo abrirlos pues el miedo me lo impide.
-No tengas miedo pues desde anoche te amo.
-Tengo miedo a mirarte y que tu amor me ciegue. Dicen los que te han visto cosas horribles de tu mirada.
-¿Qué pueden decir? Si ninguno me ha hablado.
-Dicen que al que miras lo dejas petrificado y ya no vuelve en sí.
-Aquellos que vinieron ni siquiera me hablaron; merodean por estos montes diciendo mi nombre.
-Dime como te llaman, -le preguntó asustado Perseo fingiendo ignorancia; pues creía que al abrir los ojos sería el último momento.
-Medusa la de los ojos azules es mi nombre. Abre ya esos ojos que quiero ver los tuyos.
-Abro los ojos. Por primera vez te miro. Eres bella, ojos azules. ¿Y esos pelos con trenzas de ramas?
-Son ramas de viñas con las que perfumo mis cabellos.
-Ese cuerpo tan hermoso me tiene sorprendido.
-Es tuyo, mi amor, para tus ojos de día, para tus manos de noche.
-Me ha sobrecogido de nuevo el miedo.
-¿Que temes ahora, Perseo?
-Temo perderte; ahora que te he encontrado.
-No temas insensato: seré tuya para siempre.
-No temo que te vayas; pues con locura me amas. Temo que envíen a alguien a buscarme. Creerán que me tienes atrapado y querrán matarte.
-¿Por qué harían eso? Si yo no hago nada malo a nadie.
-Ellos no lo saben. No te preguntarán lo que sientes; hablarán con la espada.
-¡Oh, no, amor! No quiero morir ahora que te amo. Quédate conmigo; pues cuando juntos nos vean pensarán lo contrario.
-Si ya no temen tu mirada querrán tenerte. Tú eres solo mía; y tendré que matarlos.
-Háblales de mi amor por ti y de mis palabras.
-Pensarán que me tienes hechizado.
-Verán que eres libre y que libre amas.
-Libre te deseo y libre te amo.
Perseo sale de la cueva persiguiendo a los futuros agresores. A medida que los va eliminando va encontrando otros que llegan. En este periplo termina por perderse.
- Han pasado semanas, piensa Medusa.
- Han pasado meses, grita Medusa.
Ella se pone la máscara de Medusa para tapar sus ojos y sale en su búsqueda. A todo aquel que encuentra por los caminos le pregunta por Perseo. Ellos le preguntan por Medusa. Ella se hace la sorda y la ciega y dice no conocerla.
Por fin Medusa encuentra a Perseo. Lo reconoce por su mirada perdida. El héroe casi no habla: ha perdido la palabra de tanto llamarla.
Dicen, fiables testigos, que los han visto en la ateniense ágora. Viven desnudos comiendo lo que los demás tiran, bebiendo agua de la fuente.
Carlos del Puente