Ovidio, Narciso y Eco (Texto completo en español moderno)

jueves, noviembre 27, 2014




«Narciso y Eco    


Él, por las aonias ciudades, por su fama celebradísimo, irreprochables daba al pueblo que las pedía sus respuestas.  La primera, de su voz, por su cumplimiento ratificada, hizo la comprobación la azul Liríope, a la que un día en su corriente curva  estrechó, y encerrada el Cefiso en sus ondas  fuerza le hizo. Expulsó de su útero pleno bellísima un pequeño la ninfa, ya entonces que podría ser amado,  y Narciso lo llama, del cual consultado si habría  los tiempos largos de ver de una madura senectud,  el fatídico vate: “Si a sí no se conociera”, dijo.  Vana largo tiempo parecióle la voz del augur: el resultado a ella, y la realidad, la hace buena, y de su muerte el género, y la novedad de su furor.  Pues a su tercer quinquenio un año el Cefisio  había añadido y pudiera un muchacho como un joven parecer.

Muchos jóvenes a él, muchas muchachas lo desearon.  Pero –hubo en su tierna hermosura tan dura soberbia–  ninguno a él, de los jóvenes, ninguna lo conmovió, de las muchachas.  Lo contempla a él, cuando temblorosos azuzaba a las redes a unos ciervos,  la vocal nifa, la que ni a callar ante quien habla,  ni primero ella a hablar había aprendido, la resonante Eco.

Un cuerpo todavía Eco, no voz era, y aun así, un uso, gárrula, no distinto de su boca que ahora tiene tenía:  que devolver, de las muchas, las palabras postreras pudiese.  Había hecho esto Juno, porque, cuando sorpender pudiese  bajo el Júpiter suyo muchas veces a ninfas en el monte yaciendo,  ella a la diosa, prudente, con un largo discurso retenía  mientras huyeran las ninfas. Después de que esto la Saturnia sintió:  “De esa”, dice, “lengua, por la que he sido burlada, una potestad  pequeña a ti se te dará y de la voz brevísimo uso.”  Y con la realidad las amenazas confirma; aun así ella, en el final del hablar,  gemina las voces y las oídas palabras reporta.

Así pues, cuando a Narciso, que por desviados campos vagaba,  vio y se encendió, sigue sus huellas furtivamente,  y mientras más le sigue, con una llama más cercana se enciende,  no de otro modo que cuando, untados en lo alto de las teas,  a ellos acercadas, arrebatan los vivaces azufres las llamas.  Oh cuántas veces quiso con blandas palabras acercársele  y dirigirle tiernas súplicas. Su naturaleza en contra pugna,  y no permite que empiece; pero, lo que permite, ella dispuesta está  a esperar sonidos a los que sus palabras remita.

Por azar el muchacho, del grupo fiel de sus compañeros apartado había dicho:

 “¿Alguien hay?”, y “hay”, había respondido Eco.

Él quédase suspendido y cuando su penetrante vista a todas partes dirige,  con voz grande:

“Ven”, clama; llama ella a aquel que llama.

Vuelve la vista y, de nuevo, nadie al venir:

“¿Por qué”, dice,  “me huyes?”, y tantas, cuantas dijo, palabras recibe.

Persiste y, engañado de la alterna voz por la imagen:

 “Aquí unámonos”,

dice, y ella, que con más gusto nunca  respondería a ningún sonido:

 “Unámonos”, respondió Eco,

y las palabras secunda ella suyas, y saliendo del bosque  caminaba para

echar sus brazos al esperado cuello.

 Él huye, y al huir:

“¡Tus manos de mis abrazos quita!  Antes”, dice, “pereceré, de que tú dispongas de nos.”

Repite ella nada sino:

“tú dispongas de nos.”

Despreciada se esconde en las espesuras, y pudibunda con frondas su cara  protege, y solas desde aquello vive en las cavernas. Pero, aun así,

prendido tiene el amor, y crece por el dolor del rechazo,

y atenúan, vigilantes, su cuerpo desgraciado las ansias,  y contrae su piel la delgadez y al aire el jugo todo de su cuerpo se marcha; voz tan solo y huesos restan:  la voz queda, los huesos cuentan que de la piedra cogieron la figura.

Desde entonces se esconde en las espesuras y por nadie en el monte es vista,  por todos oída es: el sonido es el que vive en ella. Así a ésta, así a las otras, ninfas en las ondas o en los montes  originadas, había burlado él, así las uniones antes masculinas.  De ahí las manos uno, desdeñado, al éter levantando:

“Que así aunque ame él, así no posea lo que ha amado.”

Había dicho. Asintió a esas súplicas la Ramnusia, justas.  Un manantial había impoluto, de nítidas ondas argénteo,  que ni los pastores ni sus cabritas pastadas en el monte  habían tocado, u otro ganado, que ningún ave ni fiera había turbado ni caída de su árbol una rama;  grama había alrededor, a la que el próximo humor alimentaba,  y una espesura que no había de tolerar que este lugar se templara por sol alguno.

Aquí el muchacho, del esfuerzo de cazar cansado y del calor,  se postró, por la belleza del lugar y por el manantial llevado, y mientras su sed sedar desea, sed otra le creció,  y mientras bebe, al verla, arrebatado por la imagen de su hermosura,  una esperanza sin cuerpo ama: cuerpo cree ser lo que onda es.

Quédase suspendido él de sí mismo y, inmóvil con el rostro mismo,  queda prendido, como de pario mármol formada una estatua.  Contempla, en el suelo echado, una geminada –sus luces– estrella, y dignos de Baco, dignos también de Apolo unos cabellos, y unas impúberas mejillas, y el marfileño cuello, y el decor de la boca y en el níveo candor mezclado un rubor,  y todas las cosas admira por las que es admirable él.

Así se desea, imprudente, y el que aprueba, él mismo apruébase,  y mientras busca búscase, y al par enciende y arde.

Cuántas veces, inútiles, dio besos al falaz manantial. En mitad de ellas visto, cuántas veces sus brazos que coger intentaban  su cuello sumergió en las aguas, y no se atrapó en ellas.

Qué vea no sabe, pero lo que ve, se abrasa en ello, y a sus ojos el mismo error que los engaña los incita.  Crédulo, ¿por qué en vano unas apariencias fugaces coger intentas?

Lo que buscas está en ninguna parte, lo que amas, vuélvete: lo pierdes.

 Ésa que ves, de una reverberada imagen la sombra es: nada tiene ella de sí. Contigo llega y se queda,  contigo se retirará, si tú retirarte puedas.

 No a él de Ceres, no a él cuidado de descanso abstraerlo de ahí puede, sino que en la opaca hierba derramado  contempla con no colmada luz la mendaz forma y por los ojos muere él suyos, y un poco alzándose,  a las circunstantes espesuras tendiendo sus brazos:

“¿Es que alguien, io espesuras, más cruelmente”, dijo, “ha amado?  Pues lo sabéis, y para muchos guaridas oportunas fuisteis. ¿Es que a alguien, cuando de la vida vuestra tantos siglos pasan, que así se consumiera, recordáis, en el largo tiempo?

Me place, y lo veo, pero lo que veo y me place,  no, aun así, hallo: tan gran error tiene al amante.

Y por que más yo duela, no a nosotros un mar separa ingente, ni una ruta, ni montañas, ni murallas de cerradas puertas. Exigua nos prohíbe un agua. Desea él tenido ser,  pues cuantas veces, fluentes, hemos acercado besos a las linfas,  él tantas veces hacia mí, vuelta hacia arriba, se afana con su boca.  Que puede tocarse creerías: mínimo es lo que a los amantes obsta.

Quien quiera que eres, aquí sal, ¿por qué, muchacho único, me engañas,  o a dónde, buscado, marchas? Ciertamente ni una figura ni una edad  es la mía de la que huyas, y me amaron a mí también ninfas. Una esperanza no sé cuál con rostro prometes amigo,  y cuando yo he acercado a ti los brazos, los acercas de grado,  cuando he reído sonríes; lágrimas también a menudo he notado yo al llorar tuyas; asintiendo también señas remites  y, cuanto por el movimiento de tu hermosa boca sospecho,  palabras contestas que a los oídos no llegan nuestros…

Éste yo soy. Lo he sentido, y no me engaña a mí imagen mía:  me abraso en amor de mí, llamas muevo y llamas llevo.

¿Qué he de hacer? ¿Sea yo rogado o ruegue? ¿Qué desde ahora rogaré?

Lo que deseo conmigo está: pobre a mí mi provisión me hace.

Oh, ojalá de nuestro cuerpo separarme yo pudiera, voto en un amante nuevo: quisiera que lo que amamos estuviera ausente…

Y ya el dolor de fuerzas me priva y no tiempos a la vida mía largos restan, y en lo primero me extingo de mi tiempo, y no para mí la muerte grave es, que he de dejar con la muerte los dolores.

Éste, el que es querido, quisiera más duradero fuese. Ahora dos, concordes, en un aliento moriremos solo.”      

Dijo, y al rostro mismo regresó, mal sano,  y con lágrimas turbó las aguas, y oscura, movido el lago, le devolvió su figura, la cual como viese marcharse:

“¿A dónde rehúyes? Quédate y no a mí, cruel, tu amante, me abandona”, clamó. “Pueda yo, lo que tocar no es, contemplar, y a mi desgraciado furor dar alimento.”

Y mientras se duele, la ropa se sacó arriba desde la orilla  y con marmóreas palmas se sacudió su desnudo pecho. Su pecho sacó, sacudido, de rosa un rubor, no de otro modo que las frutas suelen, que, cándidas en parte,  en parte rojean, o como suele la uva en los varios racimos llevar purpúreo, todavía no madura, un color.

Lo cual una vez contempló, transparente de nuevo, en la onda,  no lo soportó más allá, sino como consumirse, flavas, con un fuego leve las ceras, y las matutinas escarchas,  el sol al templarlas, suelen, así, atenuado por el amor, se diluye y poco a poco cárpese por su tapado fuego, y ni ya su color es el de mezclado al rubor, candor,  ni su vigor y sus fuerzas, y lo que ahora poco visto complacía,  ni tampoco su cuerpo queda, un día el que amara Eco.

La cual, aun así, cuando lo vio, aunque airada y memoriosa, hondo se dolió, y cuantas veces el muchacho desgraciado: “Ahay”,  había dicho, ella con resonantes voces iteraba, “ahay.”  Y cuando con las manos se había sacudido él los brazos suyos,  ella también devolvía ese sonido, de golpe de duelo, mismo.  La última voz fue ésta del que se contemplaba en la acostumbrada onda:  “Ay, en vano querido muchacho”, y tantas otras palabras  remitió el lugar, y díchose adiós, “adiós” dice también Eco.

Él su cabeza cansada en la verde hierba abajó,  sus luces la muerte cerró, que admiraban de su dueño la figura.  Entonces también, a sí, después que fue en la infierna sede recibido, en la estigia agua se contemplaba. En duelo se golpearon sus hermanas  las Náyades, y a su hermano depositaron sus cortados cabellos,  en duelo se golpearon las Dríades: sus golpes asuena Eco.  Y ya la pira y las agitadas antorchas y el féretro preparaban:  en ninguna parte el cuerpo estaba; zafranada, en vez de cuerpo, una flor encuentran, a la que hojas en su mitad ceñían blancas.»

Ovidio, Las metamorfosis

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