Don Juan de Molière
martes, julio 29, 2014
«Esta diferencia entre el don Juan -visto por la víctima y el don Juan que
estalla en la propia alegría del seductor que se puede observar en el jue-
go entre el texto y la música de la ópera de Mozart es sin duda menos
clara en el texto del Don Juan de Molière. El medio del arte es aquí el
lenguaje, y él sólo asume la expresión, el sentido y la hazaña de la se-
ducción. Hay que destacar la frase ritmada, poética, toda ella en verso
blanco y tejida de alejandrinos, de esta primera comedia en prosa escrita
por Moliere. Hay que recordar la riqueza de las enunciaciones: irónica,
aristocrática, popular, trágica, que anuncia no sólo el talento del autor,
sino también la plasticidad del héroe, hecho de múltiples registros, de di-
versas capacidades, artista, comediante si se quiere, «hombre orquesta»
avant la lettre. Molière, seducido a su vez, o así parece, por el «gran se-
ñor y hombre malo», ¿lo condena o lo absuelve? ¿Por qué Don Juan es
la única obra que el célebre actor no publicó en vida? ¿Por miedo a los
devotos? ¿O por haberles hecho concesiones? Pues, cómo no encontrar
simpático, en el propio significado (por no hablar del significante), a este
don Juan que besa la mano negra de Charlotte, que responde con no-
bleza ante sus iguales, don Carlos y don Alonso, los hermanos de Elvi-
ra, o que declara no sin franqueza: «Me gusta la libertad en el amor, ya
lo sabes, y no podría decidirme a encerrar mi corazón entre cuatro pa-
redes.
Te lo he dicho veinte veces, tengo una inclinación natural a dejarme
llevar por todo lo que me atrae. Mi corazón pertenece a todas las
mujeres bellas, y
ellas son las que tienen que tomarlo sucesivamente
y retenerlo mientras puedan» (acto III, escena V). Se puede suponer, sin
temor a equivocarse demasiado, que el impertinente Molière no era
indiferente al que declara creer sólo que «dos y dos son cuatro» (acto III,
escena I).
Semejante positivismo revela que ninguna idolatría, ni en el orden
de las ideas ni en el de las personas, es posible en el universo de don
Juan. Sin embargo, es de este relativismo de donde el propio Molière
extrae la fuerza de su comicidad.
Don Juan hace de él el principio de una búsqueda abstracta,
de un ideal irrepresentable, de una estética o una erótica
para la que los objetos visibles, sin ser desvalorizados,
no son más que estaciones efímeras hacia el imposible absoluto.
Hay, en efecto, en la célebre perorata de Don Juan en el acto I, escena II,
una celebración de la pasión absoluta que hace de este enemigo de
los devotos
un devoto del deseo.
«Para mí la belleza [¡sic! No una mujer bella, sino el principio mismo
de lo bello] me arrebata allí donde la encuentro, y cedo fácilmente a
esa dulce violencia con la que nos arrastra. Por más que esté comprometido,
el amor que siento por una mujer no compromete a mi alma
a hacer injusticia a las demás.
Sea como fuere, no puedo negar mi corazón a todo lo que veo de amable;
y cuando un bello rostro me lo pide, diez mil que tuviera los daría.
Las inclinaciones nacientes, después de todo, tienen encantos inexplicables,
y todo el placer del amor está en el cambio.
Se siente una dulzura extrema en reducir, con cien halagos,
el corazón de una joven beldad, en ver día a día los pequeños
progresos que se hacen [...], en forzar paso a paso todas las
pequeñas resistencias que nos opone, en vencer los escrúpulos
de los que se enorgullece, y llevarla dulcemente a donde
queríamos que fuera. Pero cuando se es dueño de ella una vez,
no hay ya nada que decir ni que desear: toda la belleza de la pasión
ha terminado, y nos dormimos en la tranquilidad de este amor
a menos que algún objeto nuevo venga a despertar nuestros deseos,
a presentar a nuestro corazón los atractivos encantos de una nueva conquista.»
Julia Kristeva
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