Dostoievski: Sueño del monstruoso reptil-cucaracha.
miércoles, mayo 13, 2015
«Al dormirme, soñé que me encontraba en un cuarto que no era el mío. La pieza era más clara, más espaciosa, más alta de techo y mejor amueblada que mi alcoba. Había en ella una cómoda, un armario, un diván y un lecho. Este último, ancho y grande, estaba cubierto por una colcha de seda verde. Mas en la misma habitación percibí un espantoso animal, una especie de monstruo.
Se asemejaba a un escorpión, pero no lo era, sino un ser mucho más horrible que me producía la impresión de ser el único de su especie. Parecíame que había surgido expresamente para mí y esta circunstancia se me figuraba lo más misterioso de todo.
Pude examinarle bien: era un reptil de unos cuatro verchoks de longitud, cubierto de un caparazón castaño oscuro. La cabeza tenía el grosor de dos dedos, y el cuerpo se adelgazaba paulatinamente hasta la cola, cuyo extremo no alcanzaba un décimo de verchok. A un verchok de distancia de la cabeza surgían dos patas, una a la izquierda y otra a la derecha, formando con el cuerpo un ángulo de cuarenta y cinco grados. Medían como un par de verchoks,
lo que daba al animal, visto desde arriba, la forma de un tridente.
No pude observarle bien la cabeza, pero pero sí advertí en ella un par de antenas, semejantes a dos agujas gruesas, y también de color castaño. Al extremo de la cola y de cada pata surgían otras dos antenas iguales, de modo que tenía ocho en total.
La bestia corría muy rápidamente por la habitación, apoyándose en las patas y en la cola, que se retorcían como minúsculas serpientes, a pesar de su caparazón. Esto era lo más horroroso de ver. Yo temía mucho ser picado por aquel animal, porque se me había dicho, no sé cuándo, que era venenoso; pero aún sentía una preocupación mayor: la de saber
quién lo había puesto en mi cuarto.
«¿Qué me quieren hacer y qué secreto se encierra en esto?»,
me preguntaba con ansiedad. El animal se ocultaba bajo la cómoda y el armario, y se deslizaba en los rincones, en el asiento. El reptil cruzó el cuarto rápidamente y desapareció no sé dónde, cerca de mi silla. Yo le busqué con los ojos, muy asustado, si bien, dada la forma en que me había puesto, esperaba que no pudiese alcanzarme. De pronto sentí un ruidillo seco tras de mí, muy cerca de mi nuca. Volvíme y vi al reptil trepando el muro. Había llegado a la altura de mi cabeza, y su cola, que se movía con rapidez, me rozaba ya los cabellos. Me levanté bruscamente y el animal desapareció. No me atrevía a acostarme, temeroso de que se deslizase bajo la almohada.
Mi madre entró en la alcoba, acompañada de un conocido,
y ambos empezaron a perseguir al reptil, aunque estaban tranquilos
y no experimentaban temor alguno.
Cierto que no comprendían nada... De pronto el monstruo salió de su escondite y se dirigió a la puerta.
Esta vez se movía muy lentamente, sin ruido. Aquella lentitud, que parecía deliberada, era más repugnante que todo lo demás.
Mi madre abrió la puerta y llamó a «Norma», nuestra perra, una terranova enorme de pelo negro y rizado, que murió hace cinco años. «Norma» se precipitó en el cuarto y se detuvo en seguida, como petrificada, ante el reptil. Éste se paró, pero seguía retorciéndose. Las extremidades de su pata y su cola continuaban resonando en el pavimento. Si no estoy engañado,
los animales no sienten el terror de lo desconocido.
Y, sin embargo, yo creí notar entonces en la perra algo de extraordinario, como si presintiese en aquella aparición el terror de una cosa misteriosa, abominable. «Norma» retrocedió lentamente ante el reptil, y éste avanzó con precaución hacia su enemigo, como si sólo esperase el momento de lanzarse sobre él y picarle. La perra temblaba intensamente, pero, pese a su espanto, miraba al monstruo con ojos de odio.
De pronto abrió sus terribles mandíbulas, mostró su ancha y roja boca y, decidiéndose, apresó entre los dientes al reptil. Éste hizo un tremendo esfuerzo para liberarse, y «Norma» hubo de atraparle otra vez al vuelo.
Oí quebrarse el caparazón entre los dientes del terranova. La cola y la cabeza del reptil, que salían de entre los dientes de la perra, se agitaban frenéticamente.
De pronto «Norma» lanzó un doloroso quejido: el monstruo había logrado picarle en la lengua.
Gimiente y aullante, la pobre perra abrió las mandíbulas, y vi al reptil que, partido por la mitad, se agitaba aún, vertiendo de su cuerpo roto, sobre la lengua del terranova, un líquido blanco semejante al que sale de una cucaracha aplastada...
entonces me desperté y el príncipe entró...»
Dostoievski, El idiota.
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