¿Qué es el romanticismo?

martes, mayo 19, 2015


« ¿Qué es el romanticismo? Algunos de mis amigos recordarán al menos que al principio me lancé sobre nuestro  mundo  moderno  con  algunos  errores  graves  y  algunas  valoraciones exageradas.

En cualquier caso, como alguien que espera. Concebía –¡quién sabe después de qué experiencias personales!– que el pesimismo filosófico del siglo XIX era un síntoma de una fuerza superior del pensamiento, de una valentía más audaz, de una plenitud de vida más triunfante que las correspondientes al siglo XVIII, al siglo de Hume, de Kant, de Condillac y de los sensualistas. Hasta llegué a pensar que el conocimiento trágico constituía el lujo propiamente dicho de nuestra cultura, la clase de despilfarro más preciada, más noble, más arriesgada de esta cultura, pero también un lujo legítimo, dada su superabundancia. Del mismo modo interpretaba la música alemana; creía percibir en ella el temblor de tierra en el que acaba descargándose una fuerza originaria condensada desde siglos atrás, indiferente al hecho de que, al mismo tiempo, vacilara todo lo que entendemos normalmente por cultura. Como puede verse, desconocía yo entonces lo que caracteriza especialmente tanto al pesimismo filosófico como a la música alemana: su romanticismo.

¿Qué es el romanticismo? Todo arte, toda filosofía pueden ser considerados como medios al mismo tiempo saludables y auxiliares al servicio de la vida en crecimiento, en lucha; presuponen siempre sufrimientos, seres que sufren.

Pero hay dos clases de seres que sufren:

los que sufren por su abundancia de vida, que desean un arte dionisiaco y que tienen asimismo una visión y una comprensión trágicas de la vida;

y aquellos que sufren por su empobrecimiento de vida, que buscan en el arte y en el conocimiento el descanso, el silencio, el mar en calma, la entrega personal o, por el contrario, la borrachera, la crispación, el estupor, el delirio. A la doble necesidad de esta segunda clase responde el romanticismo en todas las artes y en todos los conocimientos. A esta clase de seres pertenecían (y pertenecen) tanto Schopenhauer como Richard Wagner, por citar a los dos románticos más célebres y expresivos que otrora fueron objeto de un malentendido por mi parte que no los desfavorecía, como se me concederá con toda equidad.

El ser más rico en abundancia vital, el dios y el hombre dionisiacos pueden permitirse no sólo ver lo terrible y problemático, sino también cometer incluso una acción terrible y entregarse a todo lujo de destrucciones, descomposiciones y negaciones; para ellos, el mal, el absurdo y la fealdad horrible están, por así decirlo, permitidos, en virtud de un excedente de fuerzas generadoras y fecundas, capaces de convertir cualquier desierto en un país fértil.

Por el contrario, el ser más doliente y más pobre de vida tendrá mayor necesidad de mansedumbre, de tranquilidad, de bondad en pensamientos y en acciones... hasta de un dios, especialmente de un dios para enfermos, de un "Salvador". Necesitará también la lógica y la inteligibilidad conceptual de la existencia –pues la lógica tranquiliza, da confianza–. En definitiva, necesita que su horizonte optimista sea algo estrecho e inclusivo, para que le dé calor y le disipe el miedo.

Así fui entendiendo poco a poco a Epicuro, el opuesto a un pesimista dionisiaco, y al "cristiano" que, en realidad, no es más que una variedad del epicúreo y, como él, esencialmente romántico. Mi vista se ejercitaba en discernir cada vez mejor para saber hacer uso de esa forma tan sumamente difícil e insidiosa de inducción que se encuentra en el origen de la mayoría de los errores, aquella que va de la obra al creador, del acto al actor, del ideal a quien tiene necesidad de él, de cualquier forma de pensamiento y de apreciación a la necesidad que la determina imperiosamente. Frente a todos los valores estéticos me sirvo ahora de esta distinción principal; en cada caso pregunto: "¿es el hambre o es la abundancia quien se ha convertido aquí en creador?".

A primera vista parecería ser más  aconsejable  hacer  una  distinción  de  otro  tipo  –mucho  más  evidente­  que consistiría en determinar si lo que se encuentra en el origen del acto creador

es el deseo de estabilizarse, de eternizarse, de ser;

o es, por el contrario, el deseo de destrucción, de cambio, de novedad, de futuro, de desarrollo.

Pero ambas clases de deseos, consideradas con más profundidad, se muestran susceptibles de una doble interpretación precisamente según el modo de distinción que acabo de indicar y que, a mi juicio, merece con justo título la preferencia.

El deseo de destrucción, de cambio, de desarrollo puede ser la manifestación de una fuerza abundante e impregnada de futuro (el término que yo uso para designarla es, como se sabe, "dionisiaca"), pero puede ser también el odio del fracasado, del menesteroso, del desfavorecido por la fortuna, que destruye, que debe destruir, porque lo subleva y lo irrita el estado de cosas existente, e incluso toda existencia, toda forma de ser –para entender esta pasión no hay más que mirar de cerca a nuestros anarquistas–.

La voluntad de eternización exige también una doble interpretación. Por un lado, puede provenir de un sentimiento de gratitud y de amor; un arte que tenga este origen será siempre un arte apoteósico y ditirámbico quizás en Rubens, serenamente irónico en Hafiz, claro y afable en Goethe, envolviéndolo todo en un resplandor homérico. Pero puede ser también la voluntad tiránica de un ser afectado por un gran dolor, de uno que lucha, torturado, que aspira a conferir el carácter obligatorio de una ley universal a la idiosincrasia misma de su dolor, a lo que éste tiene de más personal, de más particular, de más cercano, y que se toma venganza en cierto modo de todas las cosas imprimiendo en ellas su imagen, marcando en ellas al rojo vivo su imagen, la imagen de su tortura. Esto es lo que constituye  el  pesimismo  romántico  en  su  forma  más  expresiva,  como  filosofía schopenhaueriana de la voluntad, o como música wagneriana; el pesimismo romántico representa el último acontecimiento grande en el destino de nuestra cultura. (La posibilidad de que exista otro pesimismo, un pesimismo clásico, es una captación y una visión que me pertenece como inseparable de mí mismo, como mi proprium y mi ipsissinlum. Salvo que la definición de "clásico" suene mal en mis oídos, por ser un término demasiado usado y rotundo, que ha llegado a resultar irreconocible. Al pesimismo del futuro –¡pues está en camino!, ¡lo veo venir!– lo llamo pesimismo dionisiaco.)»

Wilhelm Nietzsche Friedrich, De La Gaya Ciencia.


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