Porque no era un Rothschild, escribió Dostoievski.

miércoles, mayo 13, 2015



«Recuerdo ahora el ávido interés con que entonces comencé a seguir la vida de los demás, cosa que nunca me interesara en el pasado. A veces, cuando me sentía tan mal que no podía salir de casa, esperaba a Kolia con impaciencia. Las menores bagatelas, las historias más insignificantes me apasionaban a tal extremo que creo haber llegado hasta a ser chismoso. No comprendía, por ejemplo, cómo esos hombres que tienen

ante sí tanta vida no se apresuran a enriquecerse,

cosa que, por lo demás, tampoco comprendo ahora. Yo conocía a un pobre hombre que, según supe después, ha acabado muriendo de hambre, y recuerdo que tal noticia me puso fuera de mí. De haber podido resucitar a ese desgraciado,

creo que yo habría sido capaz de darle muerte.

A veces he tenido mejoría de semanas enteras, y entonces hubiera podido salir de mi habitación; pero la calle me exasperaba y permanecía encerrado días y días, aunque hubiese podido salir como todos.

Me era insufrible la multitud agitada, atareada, triste, llena de preocupaciones, que se cruzaba conmigo en las aceras.

¿A qué se debe la eterna melancolía de esa gente, su continua agitación, esa sombría ira de todos sus instantes? Porque están furiosos, furiosos...

¿Quién tiene la culpa de que sean desgraciados y no sepan vivir cuando les espera una perspectiva de sesenta años de vida?

¿Por qué Zarnitzin se ha dejado morir de hambre teniendo sesenta años de vida ante él? Y todos exhiben sus harapos, sus manos callosas y exclaman: «Trabajamos como bueyes, sufrimos, estamos hambrientos como perros.

Otros, en cambio, no trabajan, no sufren y son ricos.»

¡Lo de siempre! Al lado de esa gente recorre las aceras de mañana a noche un desgraciado azotacalles, hombre de «noble cuna», que trabaja como recadero, Ivan Fomich Surikov, que vive en nuestra casa, encima de nosotros. Todo el día anda yendo y viniendo, con los codos rotos y los botones colgando... Si se le habla cuenta que es pobre, mísero, mendigo; que su esposa falleció porque él no tenía para comprarle medicamentos; que su hijo menor murió, helado de frío, este invierno; que su hija mayor es una entretenida... Y así se pasa la vida gimiendo y quejándose. Pero declaro con orgullo que

ni antes ni ahora he tenido compasión de tales imbéciles.

¿Por qué no es un Rothschild, con muchos millones, montañas de relucientes imperiales y de napoleones de oro?

Puesto que vive, todo está en su mano.

¿Quién tiene la culpa de que él no lo comprenda?» Ahora todo me es igual, y no merece la pena ni siquiera enfadarse, pero entonces me crispaba de ira, y, en mi rabia, mordía la almohada y desgarraba las sábanas con los dientes. ¡Qué sueños tenía entonces! ¡Cómo hubiese deseado verme a los dieciocho años en plena calle, medio desnudo, sin hogar, sin trabajo, sin pan, sin familia, sin amigos, solo en una inmensa ciudad, hambriento, maltratado (y cuanto más, mejor),

siempre que tuviese salud! Porque entonces habría demostrado...

¿Qué habría demostrado? Supongan, si quieren, que ignoro cuánto, sin esa ocurrencia, me he rebajado ya en mi «explicación». ¿Quién no me considerará como un chiquillo ignorante de la vida sin pensar que tengo más de dieciocho años y que en estos seis meses me he convertido en un viejo? Pero pueden mofarse y considerar todo eso como fantasía...

De fantasías me he mantenido realmente.

Tal era la ocupación de mis noches de insomnios; las recuerdo con toda precisión.

»Pero ¿a qué repetir ahora mis sueños, cuando, incluso para mí, ha pasado ya el tiempo de las fantasías? Y, sin embargo, era feliz con ellas aun cuando yo veía claramente que no podía ni estudiar la gramática griega, como una vez pensé. «Me moriré antes de llegar a la sintaxis», me dije a la primera página. Y tiré el libro sobre la mesa. Allí sigue aún. He prohibido a Matrena que se lo lleve.

»La persona en cuyas manos caiga mi explicación y tenga la paciencia de leerla hasta el fin me considerará un loco, o acaso un colegial; pero lo más probable es que me vea

como un condenado a muerte quien, naturalmente, juzga que todos los hombres, excepto él, no aprecian la vida en lo que vale, dilapidándola sin darse cuenta de su valor, gozando de ella premiosamente y, por lo tanto, mostrándose indignos de ella.

Pero yo declaro que mi lector se equivoca y que

mi situación de condenado a muerte no influye para nada en mi convicción.

Preguntad a los hombres únicamente esto: en qué hacen consistir su felicidad; todos ellos, desde el primero al último.

Tened la certeza de que si Colón se sintió feliz alguna vez no fue después de descubrir América, sino cuando estaba luchando para descubrirla; estad seguros de que su ventura alcanzó el punto culminante probablemente tres días antes de descubrir el Nuevo Mundo, cuando los marineros, sublevados, querían, en su desesperación, virar de bordo y regresar a Europa. ¿Qué importaba el Nuevo Mundo? Colón no lo había visto apenas cuando murió y en el fondo ignoraba lo que había descubierto.

¡Lo importante es la vida, sólo la vida!


¿Qué vale un descubrimiento cualquiera en comparación al descubrimiento eterno y siempre renovado de la vida?


Mas ¿a qué vienen estas frases? Temo que cuanto yo diga aquí tenga tales características de lugar común que se me considere como un colegial incipiente esforzándose en componer un ejercicio sobre el «nacimiento del sol». O acaso se diga que he tratado de expresar alguna cosa, sin conseguir «explicarme» a pesar de todo mi deseo. Pero debo observar que

en todo pensamiento genial, nuevo, o meramente serio, que brota de un cerebro humano, hay siempre algún elemento que no se puede comunicar a los demás.

Ya se pueden escribir volúmenes completos y dar vueltas a la idea durante treinta y cinco años, que, aun así, siempre quedará en ella algo que, pese a todos los esfuerzos, no querrá salir jamás de la mente y allí permanecerá en definitiva.

Probablemente moriréis sin haber transmitido a nadie el mejor de vuestros conceptos.

Y si también yo soy incapaz ahora de manifestar cuanto me ha atormentado durante esos seis meses, se comprenderá, por lo menos, a través de mis palabras, que acaso he pagado muy cara la «convicción definitiva» a que he llegado en este momento. Eso es lo que, en virtud de ciertas razones propias, he querido poner en claro en esta «explicación».

Dostoievski, El idiota.

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