Nietzsche: «Un filósoso casado parece un personaje de comedia.» Contra el ideal ascético.

domingo, mayo 17, 2015




«Existe únicamente un ver perspectivista, 


únicamente un «conocer» perspectivista; 

y cuanto mayor sea el número de afectos 


a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro «concepto» de ella, tanto más completa será nuestra «objetividad».» (Nietzsche)


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«Schopenhauer se sirvió de la concepción kantiana del problema estético, –aunque es del todo cierto que no lo contempló con ojos kantianos. Kant pensaba que hacía un honor al arte dando la preferencia y colocando en el primer plano, entre los predicados de lo bello, a los predicados que constituyen la honra del conocimiento: impersonalidad y validez universal. 

No es éste el sitio adecuado para discutir si, en lo principal, no era esto un error; lo único que quiero subrayar es que Kant, al igual que todos los filósofos, en lugar de enfocar el problema estético desde las experiencias del artista (del creador), reflexionó sobre el arte y lo bello a partir únicamente del «espectador» y, al hacerlo, introdujo sin darse cuenta al «espectador» mismo en el concepto «bello». 

¡Pero si al menos ese «espectador» les hubiera sido bien conocido a los filósofos de lo bello! –quiero decir, ¡conocido como un gran hecho y una gran experiencia personales, como una plenitud de singularísimas y poderosas vivencias, apetencias, sorpresas, embriagueces en el terreno de lo bello! Pero me temo que ocurrió siempre lo contrario: y así, ya desde el mismo comienzo, nos dan definiciones en las que, como ocurre en aquella famosa que Kant da de lo bello, la ausencia de una más delicada experiencia propia se presenta con la figura de un gordo gusano de error básico. 

«Es bello, dice Kant, lo que agrada desinteresadamente». 

¡Desinteresadamente! Compárese con esta definición aquella otra expresada por un verdadero «espectador» y artista –Stendhal, 

que llama en una ocasión a lo bello une promesse de bonheur [una promesa de felicidad]. 

Aquí queda en todo caso repudiado y eliminado justo aquello que Kant destaca con exclusividad en el estado estético: le désintéressement [el desinterés]. ¿Quién tiene razón, Kant o Stendhal? –Aunque es cierto que nuestros estéticos no se cansan de poner en la balanza, en favor de Kant, el hecho de que, bajo el encanto de la belleza, es posible contemplar «desinteresadamente» incluso estatuas femeninas desnudas, se nos permitirá que nos riamos un poco a costa suya: – las experiencias de los artistas son, con respecto a este escabroso punto, «más interesantes», y Pigmalión, en todo caso, no fue necesariamente un «hombre antiestético». 

¡Pensemos tanto mejor de la inocencia de nuestros estéticos, reflejada en tales argumentos, consideremos, por ejemplo, como algo que honra a Kant lo que sabe enseñarnos, con la ingenuidad propia de un cura de aldea, sobre la peculiaridad de sentido del tacto! 

–Y aquí volvemos a Schopenhauer, que tuvo con las artes una vinculación completamente distinta que Kant y que, sin embargo, no se libró del sortilegio de la definición kantiana: ¿cómo ocurrió esto? El asunto es bastante extraño: la expresión «desinteresadamente» Schopenhauer la interpretó para el mismo de una manera personalísima, partiendo de una experiencia que, en él, tuvo que ser de las más normales. Sobre pocas cosas habla Schopenhauer con tanta seguridad como sobre el efecto de la contemplación estética: le atribuye un efecto contrarrestador precisamente del «interés» sexual, es decir, parecido al de la lulupina y el alcanfor, y nunca se cansó de ensalzar, como la gran ventaja y utilidad del estado estético, ese liberarse de la «voluntad». 

Más aún, se podría estar tentado a preguntar si su concepción básica de Voluntad y representación, el pensamiento de que tan sólo por medio de la «representación» puede haber una liberación de la «voluntad», no tuvo su origen en una generalización de aquella experiencia sexual. 

(Digamos de pasada que, en todas las cuestiones referentes a la filosofía schopenhaueriana, no debe olvidarse que se trata de la concepción de un joven de veintiséis años; de tal manera que esa filosofía no participa sólo de lo específico de Schopenhauer, sino también de lo específico de esa edad de la vida.) 

Oigamos, por ejemplo, uno de los pasajes más expresivos entre los innumerables escritos por él a honra del estado estético (El mundo como voluntad y representación, I, 231), escuchemos el tono, el sufrimiento, la felicidad, el agradecimiento con que han sido dichas las siguientes palabras. 

«Este es el estado indoloro que Epicuro ensalzaba como el bien supremo y como el estado propio de los dioses; en ese instante estamos sustraídos al ruin acoso de la voluntad, celebramos el sábado del trabajo forzado del querer, la rueda de Ixión se detiene...» 

¡Qué vehemencia de las palabras! ¡Qué imágenes del tormento y del largo hastío! ¡Qué contraposición casi patológica de tiempos entre «ese instante», por un lado, y, por otro, la «rueda de Ixión», el «trabajo forzado del querer», el «ruin acoso de la voluntad»! 

–Pero suponiendo que Schopenhauer tuviese cien veces razón en lo que respecta a su persona, ¿qué se habría logrado con esto para la comprensión de la esencia de lo bello? Schopenhauer ha descrito un solo efecto de lo bello, 

el efecto calmante de la voluntad, 

–pero ¿es éste siquiera un efecto normal? Stendhal, como hemos dicho, naturaleza no menos sensual, pero de constitución más feliz que Schopenhauer, destaca otro efecto de lo bello: 

«lo bello promete la felicidad», 

a él le parece que lo que de verdad acontece es precisamente 

la excitación de la voluntad («del interés») por lo bello. 

¿Y no se le podría, en fin, objetar al mismo Schopenhauer que él no tiene ningún derecho a creerse kantiano en esto, que no entendió en absoluto kantianamente la definición kantiana de lo bello, –que también a él lo bello le agrada por un «interés», incluso por el interés del torturado que escapa a su tortura?... 

Y volviendo a nuestra primera pregunta, «¿qué significa que un filósofo rinda homenaje al ideal ascético?», obtenemos aquí al menos una primera indicación: 

quiere escapar a una tortura. 

Guardémonos de poner en seguida rostros lúgubres al oír la palabra «tortura»: precisamente en este caso es bastante lo que hay que descontar, lo que hay que restar, –queda incluso algo de qué reír. 

Ante todo no infravaloremos la circunstancia de que Schopenhauer, que de hecho trata como a un enemigo personal a la sexualidad (incluido su instrumento, la mujer, ese instrumentum diaboli [instrumento del diablo] ), necesitaba enemigos para conservar su buen humor; de que le gustaban las palabras furibundas, biliosas, verdi-negras; de que se encolerizaba por el gusto de encolerizarse, por pasión; de que habría enfermado, se habría vuelto pesimista (pues no lo era, aunque lo deseaba mucho), sin sus enemigos, sin Hegel, la mujer, la sensualidad, y toda la voluntad de existir, de quedarse. De lo contrario, Schopenhauer no se hubiera quedado, sobre esto se puede apostar, habría escapado: pero sus enemigos le tenían sujeto, sus enemigos le seducían una y otra vez a existir, 

su cólera era para él, al igual que para los cínicos de la Antigüedad, 
su bálsamo, su alivio, su recompensa, su remedium contra la náusea, 
su felicidad. 

Esto en lo que respecta a lo más personal del caso de Schopenhauer; por otro lado, hay en él todavía algo típico, –y aquí es donde volvemos de nuevo a nuestro problema. 

Es indiscutible que, desde que hay filósofos en la tierra, y en todos los lugares en que los ha habido (desde la India hasta Inglaterra, para tomar los dos polos opuestos de la capacidad para la filosofía), existen una auténtica irritación y un auténtico rencor de aquellos contra la sensualidad 

–Schopenhauer es tan sólo el más elocuente y, si se tiene oídos para escuchar, también el más arrebatador y fascinante de esos desahogos–; igualmente 

existen una auténtica parcialidad y una auténtica predilección 
de los filósofos por el ideal ascético en su totalidad, 

esto es cosa sobre la cual y frente a la cual no debemos hacernos ilusiones. Ambas cosas forman parte del tipo, como hemos dicho; y si ambas faltan en un filósofo, entonces éste no pasa de ser –estése seguro de ello– un filósofo «por así decirlo». ¿Qué significa esto? Pues hay que empezar por interpretar tal hecho: en sí está ahí tontamente por toda la eternidad, como toda «cosa en sí». 

Todo animal, y por tanto también la bête philosophe [el animal filósofo], tiende instintivamente a conseguir un optimum de las condiciones más favorables en que poder desahogar del todo su fuerza, y alcanza su maximum en el sentimiento de poder; 

todo animal, de manera asimismo instintiva, y con una finura de olfato que «está por encima de toda razón», siente horror frente a toda especie de perturbaciones y de impedimentos que se le interpongan o puedan interponérsele en este camino hacia el optimum 

(de lo que hablo no es de su camino hacia la «felicidad», sino de su camino hacia el poder, hacia la acción, hacia el más poderoso hacer, y, de hecho, en la mayoría de los casos, su camino hacia la infelicidad). 

Y así el filósofo siente horror del matrimonio y de todo aquello que pudiera persuadirle a contraerlo, –el matrimonio como obstáculo y fatalidad en su camino hacia el optimum. 

¿Qué gran filósofo ha estado casado hasta ahora? Heráclito, Platón, Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Schopenhauer –no lo estuvieron; 

más aún, ni siquiera podemos imaginarlos casados. 

Un filósofo casado es un personaje de comedia, ésta es mi tesis: 

y por lo que se refiere a aquella excepción, Sócrates, parece que el malicioso Sócrates se casó ironice [por ironía], justamente para demostrar esta tesis. Todo filósofo diría lo mismo que dijo Buda en una ocasión, cuando le anunciaron el nacimiento de un hijo. 

«Me ha nacido Ráhula, una cadena ha sido forjada para mí» 

(Ráhula significa aquí «un pequeño demonio»); a todo «espíritu libre» tendría que llegarle una hora de reflexión, suponiendo que haya tenido antes una hora vacía de pensamientos, como le llegó en otro tiempo al mismo Buda –«estrecha y oprimida, pensaba para sí, es la vida en la casa, un lugar de impureza; 

la libertad está en abandonar la casa»: 

«tan pronto como pensó esto abandonó la casa». En el ideal ascético están insinuados tantos puentes hacia la independencia, que un filósofo no puede dejar de sentir júbilo y aplaudir en su interior al escuchar la historia de todos aquellos hombres decididos que 

un día dijeron no a toda sujeción 

y se marcharon a un desierto cualquiera: aun dando por supuesto que no fueran más que asnos fuertes y todo lo contrario de un espíritu fuerte. 

¿Qué significa, pues, el ideal ascético en un filósofo? 

Mi respuesta –hace tiempo que se la habrá adivinado– es: al contemplarlo el filósofo sonríe a un optimum de condiciones de la más alta y osada espiritualidad, –con ello no niega «la existencia», antes bien, 

en ello afirma su existencia y sólo su existencia, 

y esto acaso hasta el punto de no andarle lejos este deseo criminal: 

pereat mundus, fiat philosophia fiat philosophus, fiam!.. 



[perezca el mundo, hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo.]



¡Ya se ve que estos filósofos no son testigos y jueces incorruptos del valor del ideal ascético! 

Piensan en sí mismos, 


–¡qué les importa a ellos «el santo»! Piensan en lo que precisamente a ellos les resulta lo más indispensable: 

estar libres de coerción, perturbación, ruido, de negocios, deberes, preocupaciones; lucidez en la cabeza; danza, salto y vuelo de los pensamientos, un aire puro, claro, libre, seco, como lo es el aire de las alturas, en el que todo ser animal se vuelve más espiritual y le brotan alas; tranquilidad en todos los subterráneos; todos los perros bien atados a la cadena; ningún ladrido de enemistad y de hirsuto rencor; ningún roedor gusano de ambición ofendida; vísceras modestas y sumisas, diligentes cual ruedas de molino, pero lejanas; el corazón, extraño, en el más allá, futuro, póstumo, 

–en definitiva, al pensar en el ideal ascético los filósofos piensan en el jovial ascetismo de un animal divinizado y al que le han brotado alas, y que, más que descansar sobre la vida, vuela sobre ella. 

Es sabido cuáles son las tres pomposas palabras del ideal ascético: 

pobreza, humildad, castidad; 

y ahora mírese de cerca la vida de todos los espíritus grandes, fecundos, inventivos, –siempre se volverá a encontrar en ella, hasta cierto grado, esas tres cosas. En modo alguno, ya se entiende, como si fueran acaso sus «virtudes» –¡qué tiene que ver con virtudes esa especie de hombres!–, sino como las condiciones más propias y más naturales de su existencia óptima, de su más bella fecundidad. 

Aquí es del todo posible, desde luego, que su espiritualidad dominante haya tenido que poner freno por lo pronto a 

un indomable y excitable orgullo o a una traviesa sensualidad, 

o que a aquélla le haya costado bastante mantener en pie su voluntad 
de «desierto», acaso frente a 

una inclinación al lujo y a lo más rebuscado, 

y asimismo frente a una pródiga liberalidad de corazón y de mano. 

Pero aquella espiritualidad lo hizo, justamente en cuanto era el instinto dominante que imponía sus exigencias a todos los demás instintos –y lo continúa haciendo; si no lo hiciera, no dominaría, en efecto. 

Nada, pues, hay aquí de «virtud». 

Por lo demás, el «desierto» de que acabo de hablar, al que se retiran y en el que se aíslan los espíritus fuertes, de naturaleza independiente –¡oh, qué aspecto tan distinto ofrece del desierto con que sueñan los doctos!– a veces, en efecto, estos mismos, esos doctos son el desierto. Y lo seguro es que 


ninguno de los comediantes del espíritu resistió en absoluto en él, 

–¡para ellos no es bastante romántico, bastante sirio, no es bastante desierto de teatro! De todos modos, tampoco en él faltan camellos: pero a esto se reduce toda la semejanza. Una oscuridad arbitraria, tal vez; un evitarse a sí mismo; una esquivez frente al ruido, la veneración, el periódico, la influencia; un pequeño oficio, una vida corriente, algo que, más bien que sacar a la luz, oculte; un tratar de vez en cuando con inofensivos y alegres animales y pájaros, cuya visión recrea; como compañía, una montaña, pero no muerta, sino una montaña con ojos (es decir, con lagos); y aun a veces un cuarto en una fonda abierta a todo el mundo, abarrotada, en la que uno está seguro de ser confundido con otro y en la que puede hablar impunemente con cualquiera, –esto es aquí «desierto»: ¡oh, es bastante solitario, creedme! 

Cuando Heráclito se retiró a las tierras libres y a las columnatas del inmenso templo de Artemisa este «desierto» era más digno, lo admito; ¿por qué nos faltan hoy tales templos? (tal vez no nos falten: acabo de acordarme de mi más bello cuarto de estudio, la Piazza di San Marco, suponiendo que sea en primavera, y además por la mañana, las horas de 10 a 12). Pero aquello de lo que Heráclito huía continúa siendo lo mismo de lo que nosotros nos apartamos ahora: el ruido y la charlatanería de demócratas de los efesios, su política, sus novedades del Reich (de Persia, ya se entiende), su chismorrería del «hoy», –pues nosotros los filósofos necesitamos sobre todo calma de una cosa: de todo «hoy». 

Veneramos lo callado, lo frío, lo noble, lo lejano, lo pasado, en general todo aquello cuyo aspecto no obliga al alma a defenderse y a cerrarse, –algo con lo que se pueda hablar sin elevar la voz. 

Escúchese el sonido que tiene un espíritu cuando habla: todo espíritu tiene su sonido, ama su sonido. Ese de ahí, por ejemplo, tiene que ser necesariamente un agitador, quiero decir una cabeza hueca, una cazuela vacía: todo lo que en ella entra, sea lo que sea, sale de allí con un sonido sordo y grueso, cargado con el eco del gran vacío. Aquel de allí rara es la vez que no habla con voz ronca: ¿acaso se ha puesto ronco pensando? Sería posible –pregúntese a los fisiólogos–, pero 


quien piensa en palabras, piensa como orador y no como pensador 


(deja ver que, en el fondo, no piensa cosas, hechos, sino que piensa sólo a propósito de cosas, que propiamente se piensa a sí y a sus oyentes). 

Aquel tercero de allá habla de manera insinuante, se nos acerca demasiado, su aliento llega hasta nosotros, cerramos involuntariamente la boca, aunque aquello a través de lo cual nos hable sea un libro: el sonido de su estilo nos da la razón de ello, –no tiene tiempo, cree mal en sí mismo, o habla hoy o no hablará ya nunca. 

Pero un espíritu que esté seguro de sí mismo habla quedo; busca el ocultamiento, se hace esperar. 

A un filósofo se le reconoce en que se aparta de tres cosas brillantes y ruidosas: 

la fama, los príncipes y las mujeres: 

con lo cual no se ha dicho que estas cosas no vengan a él. Se recata de la luz demasiado intensa; por ello se recata de su época y del «día» de ésta. En esto es como una sombra: cuanto más se hunde el sol, tanto más grande se vuelve ella. 

En lo que se refiere a su «humildad», el filósofo, al igual que soporta lo oscuro, así soporta también una cierta dependencia y eclipsamiento: más aún, teme la perturbación causada por el rayo, se aparta con terror de la indefensión propia de un árbol demasiado solitario y abandonado, sobre el que todo mal tiempo descarga su mal humor, y todo mal humor descarga su mal tiempo. Su instinto «maternal», el amor secreto a aquello que en él germina, lo empuja a situaciones en que se le exonere de pensar en sí; en el mismo sentido en que el instinto materno que hay en la mujer ha mantenido hasta ahora la situación de dependencia de ésta en general. 

En última instancia, estos filósofos piden muy poco, su divisa es 

«quien posee, es poseído»

y ello, tengo que repetirlo una y otra vez, no por virtud, no por una meritoria voluntad de sobriedad y de sencillez, sino porque su supremo señor así lo exige de ellos, lo exige sabia e inexorablemente: él sólo tiene en cuenta una única cosa, y únicamente para ella recoge, únicamente para ella ahorra todo lo demás, 

el tiempo, la fuerza, el amor, el interés. 

A este tipo de hombres no les gusta ser perturbados por enemistades, 
y tampoco por amistades: fácilmente olvidan o perdonan. 

Piensan que es de mal gusto hacerse los mártires; 

«sufrir por la verdad» 

–eso lo dejan para los ambiciosos y para los héroes de escenario del espíritu y para todo el que tenga tiempo de sobra (ellos mismos, los filósofos, tienen algo que hacer por la verdad). 

Hacen escaso uso de grandes palabras; se dice que 

la misma palabra «verdad» les repugna: 

suena demasiado ampulosamente... Por fin, en lo que se refiere a la castidad de los filósofos, esta especie de espíritus tiene evidentemente su fecundidad en algo distinto de los hijos; acaso está en otro lugar también la pervivencia de su nombre, su pequeña inmortalidad (en la antigua India los filósofos se expresaban de manera más inmodesta aún, «¿para qué ha de tener descendientes aquel cuya alma es el mundo?»). 

No hay en esto nada de una castidad nacida de algún escrúpulo ascético o de odio contra los sentidos, 

de igual manera que no es castidad el que un atleta o un jockey se abstengan de las mujeres: antes bien, así lo quiere, al menos para los tiempos del gran embarazo, su instinto dominante. Todo artista sabe que, en estados de gran tensión y preparación espiritual, el dormir con mujeres produce un efecto muy nocivo; los más poderosos entre ellos, los de instintos más seguros, no necesitan, para saberlo, hacer la experiencia, la mala experiencia, –sino que es cabalmente su instinto «materal» el que aquí dispone sin consideración alguna, en provecho de la obra en gestación, de todas las demás reservas y aflujos de fuerza, del vigor de la vida animal: la fuerza mayor consume entonces a la fuerza menor. –Por lo demás, explíquese el caso antes mencionado de Schopenhauer según esta interpretación: 

la visión de lo bello actuaba en él evidentemente como estímulo liberador sobre la fuerza principal de su naturaleza (la fuerza de la reflexión y de la mirada penetrante); de tal manera que entonces ésta explotaba y de un golpe se enseñoreaba de la conciencia. 

Con esto no se pretende excluir en absoluto la posibilidad de que aquella peculiar dulzura y plenitud propias del estado estético tengan acaso su origen precisamente en el ingrediente «sensualidad» (de igual manera que es de esa fuente de donde brota aquel «idealismo» que es propio de las muchachas casaderas) –y, por tanto, 

la sensualidad no queda eliminada cuando aparece el estado estético, 

como creía Schopenhauer, sino que 

únicamente se transfigura y no penetra en la conciencia ya como estímulo sexual. 

(Sobre este punto de vista volveré otra vez, en conexión con problemas más delicados de la fisiología de la estética, ciencia tan intacta, tan poco explorada hasta hoy.). 

Como hemos visto, un cierto ascetismo, una dura y serena renuncia hecha del mejor grado, se cuentan entre las condiciones más favorables de la espiritualidad altísima y también entre las consecuencias más naturales de ésta; 

por ello, de antemano no extrañará que el ideal ascético haya sido tratado siempre con una cierta parcialidad a su favor precisamente por los filósofos. 

En un examen histórico serio se pone incluso de manifiesto que el vínculo entre ideal ascético y filosofía es aún mucho más estrecho y riguroso. 

Podría decirse que sólo apoyándose en los andadores de ese ideal es como la filosofía aprendió en absoluto a dar sus primeros pasos y pasitos en la tierra 

–¡ay, tan torpe aún, ay, con cara tan descontenta, ay, tan pronta a caerse y a quedar tendida sobre el vientre, esta pequeña y tímida personilla mimosa, de torcidas piernas! 

A la filosofía le ocurrió al principio lo mismo que a todas las cosas buenas, durante mucho tiempo éstas no tuvieron el valor de afirmarse a sí mismas, miraban en torno suyo por si alguien quería venir en su ayuda, más aún, tenían miedo de todos los que las miraban. 

Enumérense una a una todas las pulsiones y virtudes del filósofo 

–su pulsión dubitativa, su pulsión negadora, su pulsión expectativa («eféctica»), su pulsión analítica, su pulsión investigadora, indagadora, atrevida, su pulsión comparativa, compensadora, su voluntad de neutralidad y objetividad, su voluntad de actuar siempre sine ira et studio [sin ira ni parcialidad]- : 

tse ha comprendido ya bien que todas esas pulsiones salieron, durante larguísimo tiempo, al encuentro de las primeras exigencias de la moral y de la conciencia? (para no decir nada de la razón en cuanto tal, a la que todavía Lutero gustaba de llamar Señora Sabia, la sabia prostituta). ¿Se ha comprendido ya bien que un filósofo, si hubiera cobrado conciencia de sí, habría tenido que sentirse precisamente como la encarnación del nitimur in vetitum [nos lanzamos hacia lo vedado] –y, en consecuencia, se guardaba de «sentirse a sí mismo», de cobrar conciencia de sí? 

Como hemos dicho, esto es lo que ocurre con todas las cosas buenas 
de que hoy estamos orgullosos; incluso medido con el metro de los antiguos griegos, 

todo nuestro ser moderno, en cuanto no es debilidad, sino poder y consciencia de poder, 

se presenta como pura hybris [orgullo sacrílego] e impiedad: 

pues justo las cosas opuestas a las que hoy nosotros veneramos 
son las que durante un tiempo larguísimo, han tenido la conciencia 
a su favor y a Dios como su custodio. 

Hybris es hoy toda nuestra actitud con respecto a la naturaleza, 
nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas 
y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros; 

hybris es hoy nuestra actitud con respecto a Dios, 

quiero decir, con respecto a cualquier presunta tela de araña de la finalidad y la eticidad situadas por detrás del gran tejido –red de la causalidad– 

nosotros podríamos decir, como decía Carlos el Temerario en su lucha con Luis XI, je combats universelle araignée [yo lucho contra la araña universal]–; 

hybris es nuestra actitud con respecto a nosotros, 

–pues con nosotros hacemos experimentos que no nos permitiríamos con ningún animal, y, satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: 

¡qué nos importa ya a nosotros la «salud» del alma! 

A continuación nos curamos a nosotros mismos: estar enfermo es instructivo, no dudamos de ello, más instructivo aún que estar sano, – quienes nos ponen enfermos nos parecen hoy más necesarios incluso que cualesquiera curanderos y «salvadores». Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma, nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuese otra cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos que volvernos, por necesidad, más problemáticos aún, más dignos de problematizar, ¿y justamente por ello, tal vez, más dignos también –de vivir?... 

Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; 

todo pecado original se ha convertido en una virtud original. 

El matrimonio, por ejemplo, pareció durante mucho tiempo una prevaricación contra el derecho de comunidad; en otro
tiempo se pagaba una sanción por ser tan inmodesto y adjudicarse una mujer para sí (con esto está relacionado, por ejemplo, el jus primae noctis [derecho de la primera noche], que todavía hoy es en Camboya un privilegio de los sacerdotes, esos guardianes de «las buenas costumbres de otros tiempos»). 

Los sentimientos dulces, benévolos, indulgentes, compasivos –los cuales alcanzaron más tarde un valor tan alto que casi son «los valores en sí»–, tuvieron en contra suya, durante larguísimo tiempo, precisamente el autodesprecio: 

el hombre se avergonzaba de la mansedumbre, como hoy se avergüenza de la dureza (véase Más allá del bien y del mal). La sumisión al derecho: ¡oh, cómo se resistió la conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a renunciar por su parte a la vendetta [venganza] y a ceder la potestad a un derecho situado por encima de ellas! 

El «derecho» fue durante largo tiempo un vetitum
[prohibición], un delito, una innovación, apareció con violencia, como violencia a la que el hombre se sometió sólo con vergüenza de sí mismo. 

Todo paso, aun el más pequeño, dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con suplicios espirituales y corporales: 

este total punto de vista, «el de que no sólo el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han necesitado sus innumerables mártires», nos suena, precisamente hoy, muy extraño, –yo lo he puesto de relieve en Aurora, págs. 17 y siguientes. «Nada ha sido comprado a un precio tan caro, se dice allí, como el poco de razón humana y de sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro orgullo. 

Pero este orgullo es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de la ‘eticidad de la costumbre’ anteriores a la ‘historia universal’ y que son la auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la humanidad: 

¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como virtud, 

la crueldad como virtud, 

el disimulo como virtud, 

la venganza como virtud, 

la negación de la razón como virtud, 

y, en cambio, 

el bienestar como peligro, 

el deseo de saber como peligro, 

la paz como peligro, 

el compadecer como peligro, 

el ser compadecido como ultraje, 

la mutación como lo no–ético y cargado de corrupción!»-.

En el mismo libro, pág. 39 92, se explica en qué estima, bajo qué presión estimativa hubo de vivir la más antigua estirpe de hombres contemplativos, – ¡despreciada en la misma medida en que no era temida! 

La contemplación apareció por vez primera en la tierra bajo una figura disfrazada, bajo una apariencia ambigua, con un corazón malvado 

y, a menudo, con una cabeza angustiada: 

de esto no hay duda. La condición inactiva, meditadora, no–guerrera, de los instintos de los hombres contemplativos provocó a su alrededor durante mucho tiempo una profunda desconfianza: 

contra ésta no había otro recurso que inspirar decididamente miedo 
de uno mismo. ¡Y esto supieron hacerlo, por ejemplo, los antiguos brahmanes! Los más antiguos filósofos supieron dar a su existir y a su aparecer un sentido, un apoyo y un trasfondo, en razón de los cuales se aprendió a temerlos; y, sopesando las cosas con más exactitud, hicieron aquello por una imperiosa necesidad más fundamental aún, a saber, para cobrar ellos miedo y respeto a sí mismos. Pues encontraban que todos los juicios de valor existentes en su interior estaban vueltos en contra suya, 

tenían que vencer todo tipo de sospechas y de resistencias contra «el filósofo en sí». Como hombres de épocas terribles que eran, hicieron esto con medios terribles: 

la crueldad consigo mismos, 

la automortificación rica en invenciones 

–tal fue el principal recurso de estos eremitas y de estos innovadores 
del pensar ansiosos de poder, 

los cuales tenían necesidad de violentar primero dentro de sí los dioses 
y las tradiciones, para poder creer ellos mismos en su innovación. 

Recuerdo la famosa historia del rey Viçvamitra, que, a base de autotorturarse durante milenios, adquirió tal sentimiento de poder y tal confianza en sí, que se dispuso a construir un nuevo cielo: 

el inquietante símbolo de la más antigua y moderna historia de los filósofos en la tierra, –todo el que alguna vez ha construido un «nuevo cielo» encontró antes el poder para ello en su propio infierno... 

Resumamos todos estos hechos en fórmulas breves: al principio el espíritu filosófico tuvo siempre que disfrazarse y enmascararse en los tipos antes señalados del hombre contemplativo, disfrazarse de sacerdote, mago, adivino, de hombre religioso en todo caso, para ser siquiera posible en cierta medida: 

el ideal ascético le ha servido durante mucho tiempo al filósofo como forma de presentación, como presupuesto de su existencia, 

–tuvo que representar ese ideal para poder ser filósofo, tuvo que creer 
en él para poder representarlo. La actitud apartada de los filósofos, 

actitud peculiarmente negadora del mundo, hostil a la vida, incrédula con respecto a los sentidos, desensualizada, 

que ha sido mantenida hasta la época más reciente y que por ello casi ha valido como la actitud filosófica en sí, esa actitud es sobre todo una consecuencia de la precariedad de condiciones en que la filosofía nació y existió en general: pues, en efecto, durante un período larguísimo de tiempo 

la filosofía no hubiera sido en absoluto posible en la tierra sin una cobertura y un disfraz ascéticos, sin una autotergiversación ascética. 

Dicho de manera palpable y manifiesta: el sacerdote ascético ha constituido, hasta la época más reciente, la repugnante y sombría forma larvaria, única bajo la cual le fue permitido a la filosofía vivir y andar rodando de un sitio para otro... ¿Se ha modificado realmente esto? Ese policromo y peligroso insecto, ese «espíritu» que aquella larva encerraba dentro de sí, ¿ha terminado realmente por quedar liberado de su envoltorio y ha podido salir a la luz, gracias a un mundo más soleado, más cálido, más luminoso? ¿Existe ya hoy suficiente orgullo, osadía, valentía, seguridad en sí mismo, voluntad del espíritu, voluntad de responsabilidad, libertad de la voluntad, como para que en adelante «el filósofo» sea realmente posible en la tierra?...

Y ahora, tras haber avistado al sacerdote ascético vayamos en serio 
al cuerpo de nuestro problema: 

¿que significa el ideal ascético?, 

–sólo ahora se ponen «serias» las cosas: en adelante tendremos frente 
a nosotros al auténtico representante de la seriedad en cuanto tal. 
«¿Qué significa toda seriedad?» –esta pregunta, más radical aún, 
se asoma quizá ya aquí a nuestros labios: una pregunta para fisiólogos,
como es obvio, mas por el momento vamos a dejarla de lado. 

El sacerdote ascético tiene en aquel ideal no sólo su fe, sino también su voluntad, su poder, su interés. 

Su derecho a existir depende en todo de aquel ideal: ¿cómo extrañarnos de tropezar aquí con un adversario terrible, suponiendo que nosotros seamos los adversarios de aquel ideal? ¿Un adversario terrible, que lucha por su existencia contra los negadores de tal ideal?... Por otro lado, de antemano resulta improbable que una actitud tan interesada con respecto a nuestro problema vaya a ser especialmente provechosa para éste: es difícil que el sacerdote ascético sea, él mismo, el defensor más afortunado de su ideal, por la misma razón por la que una mujer suele fracasar cuando pretende defender a «la mujer en sí», – y mucho menos podrá ser el censor y el juez más objetivo de la controversia aquí suscitada. Así, pues, más bien seremos nosotros los que tendremos que ayudarle a él –esto está ya claro ahora– a defenderse bien contra nosotros, en lugar de temer ser refutados demasiado bien por él... 

El pensamiento en torno al que aquí se batalla es la valoración de nuestra vida por parte de los sacerdotes ascéticos: 

esta vida (junto con todo lo que a ella pertenece, «naturaleza», «mundo», la esfera entera del devenir y de la caducidad) es puesta por ellos en relación con una existencia completamente distinta, de la cual es antitética y excluyente, a menos que se vuelva en contra de sí misma, que se niegue a sí misma: en este caso, 

el caso de una vida ascética, la vida es considerada como un puente hacia aquella otra existencia. 

El asceta trata la vida como un camino errado, 

que se acaba por tener que desandar hasta el punto en que comienza; 

o como un error, al que se le refuta –se le debe refutar–– mediante la acción: pues ese error exige que se le siga, e impone, donde puede, su valoración de la existencia. 

¿Qué significa esto? Tal espantosa manera de valorar no está inscrita 
en la historia del hombre como un caso de excepción y una rareza: 

es uno de los hechos más extendidos y más duraderos que existen. 

Leída desde una lejana constelación, tal vez la escritura mayúscula 
de nuestra existencia terrena induciría a concluir que 

la tierra es el astro auténticamente ascético, un rincón lleno de criaturas descontentas, presuntuosas y repugnantes, totalmente incapaces de liberarse de un profundo hastío de sí mismas, de la tierra, de toda vida, y 

que se causan todo el daño que pueden, por el placer de causar daño: 

– probablemente su único placer. 

Consideremos la manera tan regular, tan universal, con que en casi todas las épocas hace su aparición el sacerdote ascético; no pertenece a ninguna raza determinada; florece en todas partes; brota de todos los estamentos. No es que acaso haya cultivado y propagado por herencia su manera de valorar: ocurre lo contrario, –un instinto profundo le veta, antes bien, hablando en general, el propagarse por generación. Tiene que ser una necesidad de primer rango la que una y otra vez hace crecer y prosperar esta especie hostil a la vida, –tiene que ser, sin duda, un interés de la vida misma el que tal tipo de autocontradicción no se extinga. 

Pues una vida ascética es una autocontradicción: 

en ella domina un resentimiento sin igual, el resentimiento de un insaciado instinto y voluntad de poder que quisiera enseñorearse, 

no de algo existente en la vida, sino de la vida misma, de sus más hondas, fuertes, radicales condiciones; 

en ella se hace un intento de emplear la fuerza para cegar 
las fuentes de la fuerza; 

en ella la mirada se vuelve, rencorosa y pérfida, contra el mismo florecimiento fisiológico, 

y en especial contra la expresión de éste, 

contra la belleza, la alegría; 

en cambio, se experimenta y 

se busca un bienestar en el fracaso, la atrofia, el dolor, la desventura, lo feo, en la mengua arbitraria, en la negación de sí, en la autoflagelación, en el autosacrificio. 

Todo esto es paradójico en grado sumo: aquí nos encontramos 
ante una escisión que se quiere escindida, 

que se goza a sí misma en ese sufrimiento 

y que se vuelve incluso siempre más segura de sí y más triunfante 
a medida que disminuye su propio presupuesto, la vitalidad fisiológica. 

«El triunfo cabalmente en la última agonía»: bajo este signo superlativo ha luchado desde siempre el ideal ascético; en este enigma de seducción, en esta imagen de éxtasis y de tormento ha reconocido su luz más clara, su salvación, su victoria definitiva. Crux, nux, lux [cruz, nuez, luz] –en él son una sola cosa.

Suponiendo que tal encarnación de la voluntad de contradicción y de antinaturaleza sea llevada a filosofar, ¿sobre qué desahogará su más íntima arbitrariedad? 

Sobre aquello que es sentido, de manera segurísima, como verdadero, como real: 

buscará el error precisamente allí donde el auténtico instinto de vida coloca la verdad de la manera más incondicional. 

Por ejemplo, rebajará la corporalidad, 

como hicieron los ascetas de la filosofía del Vedanta, a la categoría de una ilusión, y lo mismo hará con el dolor, con la pluralidad, con toda la antítesis conceptual «sujeto» y «objeto» –¡errores, nada más que errores! 

Denegar la fe a su yo, negarse a sí mismo su «realidad» 

–¡qué triunfo!–, triunfo no ya meramente sobre los sentidos, sobre la apariencia visual, sino una especie muy superior de triunfo, 

una violentación y una crueldad contra la razón: 

semejante voluptuosidad llega a su cumbre cuando el autodesprecio ascético, 

el autoescarnio ascético de la razón, decreta lo siguiente: 

«existe un reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón está excluida de él! ...» 

(Dicho de pasada: incluso en el concepto kantiano de «carácter inteligible de las cosas» ha sobrevivido algo de esa lasciva escisión de ascetas, a la que 

le gusta volver la razón en contra de la razón: 

«carácter inteligible» significa, en efecto, en Kant un modo de constitución de las cosas del cual el intelecto comprende precisamente que para él –resulta total y absolutamente incomprensible.)– Pero, en fin, no seamos, precisamente en cuanto seres cognoscentes, ingratos con tales violentas inversiones de las perspectivas y valoraciones usuales, con las cuales, durante demasiado tiempo, el espíritu ha desfogado su furor contra sí mismo de un modo al parecer sacrílego 
e inútil: ver alguna vez las cosas de otro modo, 

querer verlas de otro modo, es una no pequeña disciplina y preparación del intelecto para su futura «objetividad», 

–entendida esta última no como «contemplación desinteresada» 
(que, como tal, es un no–concepto y un contrasentido), sino como la facultad de tener nuestro pro y nuestro contra sujetos a nuestro dominio y de poder separarlos y juntarlos: 

de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones 

nacidas de los afectos. 



A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por tanto, 
de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un 
«sujeto puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, 
al tiempo», 


guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios, 
tales como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento en sí»: –aquí se nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser pensado, un ojo carente en absoluto de toda orientación, en el cual debieran estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas 
e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver– algo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y un no–concepto de ojo. 


Existe únicamente un ver perspectivista, 


únicamente un «conocer» perspectivista; 

y cuanto mayor sea el número de afectos 


a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro «concepto» de ella, tanto más completa será nuestra «objetividad». 


Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?...



Pero volvamos atrás. Una autocontradicción como la que parece manifestarse en el asceta, «vida contra vida», es –esto se halla claro por lo pronto–, considerada fisiológica y ya no psicológicamente, un puro sinsentido. 

Esa autocontradicción no puede ser más que aparente; 

tiene que ser una especie de expresión provisional, una interpretación, una fórmula, un arreglo, un malentendido psicológico de algo cuya auténtica naturaleza no pudo ser entendida, no pudo ser designada en sí durante mucho tiempo, –una mera palabra, encajada en una vieja brecha del conocimiento humano. 

Y para contraponer a ella brevemente la realidad de los hechos, digamos: 


el ideal ascético nace del instinto de protección y de salud de una vida que degenera, la cual procura conservarse con todos los medios, y lucha por conservarse; 

es indicio de una paralización y extenuación fisiológica parciales, 
contra las cuales combaten constantemente, con nuevos medios 
e invenciones, los instintos más profundos de la vida, que permanecen intactos. 

El ideal ascético es ese medio: 

ocurre, por tanto, lo contrario de lo que piensan sus adoradores, 

–en él y a través de él la vida lucha con la muerte y contra la muerte, 

el ideal ascético es una estratagema en la conservación de la vida. 

En el hecho de que ese mismo ideal haya podido dominar sobre el hombre y enseñorearse de él en la medida que nos enseña la historia, especialmente en todos aquellos lugares en que triunfaron la civilización y la domesticación del hombre, se expresa una gran realidad, la condición enfermiza del tipo de hombre habido hasta ahora, al menos del hombre domesticado, 

se expresa la lucha fisiológica del hombre con la muerte 

(más exactamente: con el hastío de la vida, con el cansancio, con el deseo del «final»). 

El sacerdote ascético es la encarnación del deseo de ser–de–otro–modo, de estar–en–otro–lugar, 

es en verdad el grado sumo de ese deseo, la auténtica vehemencia y pasión del mismo; 

pero justo el poder de su desear es el grillete que aquí lo ata, 

justo con ello el sacerdote ascético se convierte en el instrumento cuya obligación es trabajar a fin de crear condiciones más favorables para el ser-aquí y ser–hombre, 

justo con este poder el sacerdote ascético mantiene sujeto a la existencia a todo el rebaño de los mal constituidos, destemplados, frustrados, lisiados, pacientes-de–sí de toda índole, yendo instintivamente delante de ellos como pastor. 

Ya se me entiende: este sacerdote ascético, este presunto enemigo 
de la vida, este negador, –precisamente 

él pertenece a las grandes potencias conservadoras y creadoras 
de síes de la vida... ¿De qué depende aquella condición enfermiza? 
Pues el hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, 
más indeterminado que ningún otro animal, no hay duda de ello, 

–él es el animal enfermo: 

¿de dónde procede esto? Es verdad que también él ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino más que todos los demás animales juntos: 

él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho, insaciado, 
el que disputa el dominio último a animales, naturaleza y dioses, 

–él, el siempre invicto todavía, el eternamente futuro, el que no encuentra ya reposo alguno ante su propia fuerza acosante, de modo que su futuro le roe implacablemente, como un aguijón en la carne de todo presente: 

–¿cómo este valiente y rico animal no iba a ser también el más expuesto al peligro, el más duradero y hondamente enfermo entre todos los animales enfermos?... Muy a menudo el hombre se harta, hay epidemias enteras de ese estar–harto (–así, hacia 1348, en la época de la danza de la muerte): pero aun esa náusea, ese cansancio, ese hastío de sí mismo 

– todo aparece tan poderoso en él, que en seguida vuelve a convertirse en un nuevo grillete. 

El no que el hombre dice a la vida saca a la luz, como por arte de magia, una muchedumbre de síes más delicados; más aún, cuando se produce una herida a sí mismo 

este maestro de la destrucción, de la autodestrucción, 

–a continuación es la herida misma la que le constriñe a vivir...»

«Aquel desplacer dominante se combate en primer lugar con medios 
que deprimen hasta su más bajo nivel el sentimiento vital en general. 

En lo posible, ningún querer, ningún deseo más; 

evitar todo lo que produce afecto, 

lo que produce «sangre» (no comer sal: higiene del faquir); no amar; no odiar; ecuanimidad; no vengarse; no enriquecerse; no trabajar; mendigar; en lo posible, ninguna mujer, o lo menos mujer posible: 
en el aspecto espiritual el principio de Pascal il faut s’abétir [es preciso embrutecerse]. Resultado, expresado en términos psicológico–morales: «negación de sí», «santificación»; 

expresado en términos fisiológicos: hipnosis, 


–el intento de conseguir aproximadamente para el hombre lo que son 
el letargo invernal para algunas especies de animales y el letargo estival para muchas plantas de los climas tórridos, un mínimo de consumo de materia y de metabolismo, en el cual la vida continúa existiendo simplemente, pero sin llegar ya en realidad a la conciencia. 

Para alcanzar esa meta se ha empleado una asombrosa
cantidad de energía humana –¿tal vez en vano?... No puede dudarse en absoluto de que tales sportsmen [deportistas] de la «santidad», numerosos en todos los tiempos, en casi todos los pueblos, han encontrado de hecho una liberación real de aquello que con tan riguroso training [entrena- miento] combatían, –en innumerables casos se liberaron realmente de aquella profunda depresión fisiológica con ayuda de su sistema de medios de hipnotización de aquí que su metódica se cuente entre los hechos etnológicos más generales. Asimismo, tampoco hay ningún derecho a pensar ya que tal propósito de 

rendir por el hambre a la corporalidad y a la concupiscencia 
sea un síntoma de locura (como le gusta pensar a una torpe 
especie de «librepensadores» y de Junker Cristóbales devoradores de roastbeef [rosbif]). Tanto más seguro es, en cambio, que aquel propósito sirve, puede servir 

para producir perturbaciones espirituales 

de toda índole, «luces interiores», por ejemplo, como ocurre en los hesicastos del Monte Athos alucinaciones de sonidos y formas, voluptuosos desbordamientos y éxtasis de la sensualidad (historia de Santa Teresa). La interpretación que dan de tales estados los afectados por ellos ha sido siempre la más fantástica y falsa que quepa imaginar, como es obvio; pero no se pase por alto el tono de convencidísimo agradecimiento que resuena precisamente ya en la voluntad de dar esa especie de interpretación. 

El supremo estado, la redención misma, aquella hipnotización total 

y aquella quietud finalmente logradas, son considerados siempre por ellos como el misterio en sí, para expresar el cual no bastan ni siquiera los símbolos más elevados, como los que hablan de vuelta y retorno al fondo de las cosas, de liberación de toda ilusión, de «saber», de «verdad», de «ser», de desprendimiento de toda meta, deseo y acción, de un más allá también del bien y del mal. 

«El bien y el mal, dice el budista, –ambos son cadenas: de ambos se enseñoreó el perfecto»; «lo hecho y lo no hecho, dice el creyente del Vedanta, no le producen ningún dolor; el bien y el mal los sacude de sí como un sabio; su reino ya no padece a causa de ninguna acción; 
él trascendió el bien y el mal, trascendió ambas cosas»: –una concepción, pues, totalmente india, tan brahmánica como budista. (Ni la mentalidad india ni la mentalidad cristiana consideran que aquella «redención» sea alcanzable por virtud, por mejoramiento moral, aunque colocan muy alto 

el valor hipnotizador de la virtud: 

no se olvide esto, –por lo demás, corresponde sencillamente a la realidad de los hechos. El haber permanecido verdaderas en este punto acaso haya que considerarlo como el mejor fragmento de realismo existente en las tres máximas religiones, tan radicalmente moralizadas por lo demás. 

«Para el iniciado no hay ningún deber...» 

«Mediante agregación de virtudes no se lleva a cabo la redención: 

pues ésta consiste en la unificación con el Brahma, incapaz de ninguna agregación de perfección: y tampoco se lleva a cabo con la deposición de faltas; pues el Brahma, la unificación con el cual constituye la redención, es eternamente puro» 

–éstos son pasajes del Comentario de ankara, citados por el primer conocedor real de la filosofía india en Europa, mi amigo Paul Deussen). Vamos, pues, a respetar la «redención» en las grandes religiones;en cambio, nos resulta un poco difícil permanecer serios con respecto a la estimación que del sueño profundo ofrecen estos cansados de la vida, demasiado cansados incluso para soñar, – es decir, 

el sueño profundo entendido ya como ingreso en el
Brahma, como conseguida unio mystica [unión mística] con Dios. «Cuando él se ha dormido totalmente –se dice sobre esto en la más antigua y venerable «Escritura»–, cuando él ha llegado del todo al reposo, de modo que ya no ve ninguna imagen de sueño, entonces, oh querido, 

ha llegado a la unificación con lo existente, ha entrado en sí mismo, 

–rodeado por su mismidad cognoscente, no tiene ya ninguna conciencia de lo que está fuera o dentro. 

Este puente no lo atraviesan ni el día ni la noche, ni la vejez, ni la muerte, ni el sufrimiento, ni obra buena ni obra mala». «En el sueño profundo, dicen asimismo los creyentes de esta religión, que es la más profunda de las tres grandes religiones, 

el alma se eleva fuera del cuerpo, penetra en la luz suprema y aparece así en su figura propia: aquí ella es el mismo espíritu supremo que vagabundea bromeando y jugando y deleitándose, bien con mujeres, o con carrozas, o con amigos, aquí ella ya no vuelve con su pensamiento a este apéndice de cuerpo, al cual el prana (el soplo vital) está atado como un animal de tiro al carro». Con todo, tampoco aquí debemos olvidar que, al igual que en el caso de la «redención», con esto en el fondo se expresa únicamente, bien que con la magnificencia de la exageración oriental, una apreciación idéntica a la del lúcido, frío, helénicamente frío, pero suficiente Epicuro: 

el hipnótico sentimiento de la nada, 

el reposo del sueño más profundo, en una palabra, la ausencia de sufrimiento 

–a los que sufren, a los destemplados de raíz les es lícito considerar esto ya como el bien supremo, como el valor de los valores, tienen que apreciarlo como algo positivo, sentirlo como lo positivo mismo. (Según esta misma lógica del sentimiento, la nada es llamada, en todas las religiones pesimistas, Dios.).»


«¿Pero este sacerdote ascético es propiamente un médico? –Ya hemos comprendido hasta qué punto apenas está permitido denominarlo así, por mucho que a él le guste sentirse a sí mismo como «salvador» y se deje venerar como tal. 

Sólo el sufrimiento mismo, el displacer de quien sufre, es lo que él combate, pero no su causa, 

no el auténtico estar enfermo, –esto tiene que constituir nuestra máxima objeción de principio contra la medicación sacerdotal. 

Pero una vez colocados en aquella perspectiva que es la única que el sacerdote conoce y tiene, difícilmente se termina de admirar todo lo que desde ella se ha visto, se ha buscado y se ha encontrado. La mitigación del sufrimiento, los «consuelos» de toda especie, –esto aparece como la genialidad misma del sacerdote: ¡con qué inventiva ha entendido su tarea de consolador,  de qué manera tan despreocupada y audaz ha elegido los medios para ella! En especial, del cristianismo sería lícito decir que es como una gran cámara del tesoro llena de ingeniosísimos medios de consuelo, tantas son las cosas confortantes, mitigadores, narcotizantes que hay en él acumuladas, tantas son las cosas peligrosísimas y extraordinariamente temerarias que se han emprendido osadamente con este fin, tan grandes han sido su sutileza, su refinamiento, su meridional refinamiento para adivinar en especial 
con qué especie de afectos estimulantes se puede vencer, al menos por algún tiempo, la depresión profunda, el cansancio plúmbeo, la negra tristeza de los fisiológicamente impedidos. Pues hablando en términos generales: 

todas las grandes religiones han consistido, en lo esencial, en la lucha contra un cierto cansancio y pesadez convertidos en epidemia. 

De antemano se puede establecer como verosímil que, de tiempo en tiempo, en determinados lugares de la tierra, un sentimiento fisiológico de obstrucción tiene casi necesariamente que enseñorearse de amplias masas, mas, por falta de saber fisiológico, ese sentimiento no penetra como tal en la conciencia, de modo que la «causa» del mismo y también su remedio sólo pueden ser buscados e intentados por vía moral –psicológica (tal es, en efecto, mi fórmula más general para designar lo que comúnmente se llama una «religión»).»


«En estos casos se intenta una y otra vez, con el más grande estilo, combatir el sentimiento de desplacer; informémonos con brevedad sobre sus más importantes prácticas y formas. (Dejo aquí totalmente de lado, como es natural, la auténtica lucha de los filósofos contra el sentimiento de desplacer, lucha que suele ser siempre simultánea –es bastante interesante, pero demasiado absurda, demasiado indiferente respecto a la práctica, usa demasiado de telas de araña y de mozos de cuerda; 
por ejemplo, 

cuando se pretende demostrar que el dolor es un error, 

bajo el ingenuo presupuesto de que el dolor debería desaparecer tan pronto como se ha reconocido el error en él  

-pero ¡cosa rara!, se guardó de desaparecer...). Aquel desplacer dominante se combate en primer lugar con medios que deprimen hasta su más bajo nivel el sentimiento vital en general. 

En lo posible, ningún querer, ningún deseo más; evitar todo lo que produce afecto, lo que produce «sangre» (no comer sal: higiene del faquir); no amar; no odiar; ecuanimidad; no vengarse; no enriquecerse; no trabajar; mendigar; en lo posible, ninguna mujer, o lo menos mujer posible: en el aspecto espiritual el principio de Pascal il faut s’abétir  [es preciso embrutecerse]. Resultado, expresado en términos psicológico––morales: «negación de sí», «santificación»; expresado en términos fisiológicos: hipnosis, –– el intento de conseguir aproximadamente para el hombre lo que son el letargo invernal para algunas especies de animales y el letargo estival para muchas plantas de los climas tórridos, un mínimo de consumo de materia y de metabolismo, en el cual la vida continúa existiendo simplemente, pero sin llegar ya en realidad a la conciencia. Para alcanzar esa meta se ha empleado una asombrosa cantidad de energía humana –¿tal vez en vano?... No puede dudarse en absoluto de que tales sportsmen [deportistas] de la «santidad», numerosos en todos los tiempos, en casi todos los pueblos, han encontrado de hecho una liberación real de aquello que con tan riguroso training [entrenamiento] combatían, –en innumerables casos se liberaron realmente de aquella profunda depresión fisiológica con ayuda de su sistema de medios de hipnotización de aquí que su metódica se cuente entre los hechos etnológicos más generales. Asimismo, tampoco hay ningún derecho a pensar ya que tal propósito de rendir por el hambre a la corporalidad y a la concupiscencia sea un síntoma de locura (como le gusta pensar a una torpe especie de «librepensadores» y de Junker Cristóbales devoradores de roastbeef [rosbif]). Tanto más seguro es, en cambio, que aquel propósito sirve, puede servir para producir perturbaciones espirituales de toda índole, «luces interiores», por ejemplo, como ocurre en los hesicastos del Monte Athos alucinaciones de sonidos y formas, voluptuosos desbordamientos y éxtasis de la sensualidad (historia de Santa Teresa). La interpretación que dan de tales estados los afectados por ellos ha sido siempre la más fantástica y falsa que quepa imaginar, como es obvio; pero no se pase por alto el tono de convencidísimo agradecimiento que resuena precisamente ya en la voluntad de dar esa especie de interpretación. El supremo estado, la redención misma, aquella hipnotización total y aquella quietud finalmente logradas, son considerados siempre por ellos como el misterio en sí, para expresar el cual no bastan ni siquiera los símbolos más elevados, como los que hablan de vuelta y retorno al fondo de las cosas, de liberación de toda ilusión, de «saber», de «verdad», de «ser», de desprendimiento de toda meta, deseo y acción, de un más––allá también del bien y del mal. «El bien y el mal, dice el budista, –– ambos son cadenas: de ambos se enseñoreó el perfecto»; «lo hecho y lo no hecho, dice el creyente del Vedanta, no le producen ningún dolor; el bien y el mal los sacude de sí como un sabio; su reino ya no padece a causa de ninguna acción; él trascendió el bien y el mal, trascendió ambas cosas»: –una concepción, pues, totalmente india, tan brahmánica como budista. (Ni la mentalidad india ni la mentalidad cristiana consideran que aquella «redención» sea alcanzable por virtud, por mejoramiento moral, aunque colocan muy alto el valor hipnotizador de la virtud: no se olvide esto, –por lo demás, corresponde sencillamente a la realidad de los hechos. El haber permanecido verdaderas en este punto acaso haya que considerarlo como el mejor fragmento de realismo existente en las tres máximas religiones, tan radicalmente moralizadas por lo demás. «Para el iniciado no hay ningún deber...» «Mediante agregación de virtudes no se lleva a cabo la redención: pues ésta consiste en la unificación con el Brahma, incapaz de ninguna agregación de perfección: y tampoco se lleva a cabo con la deposición de faltas; pues el Brahma, la unificación con el cual constituye la redención, es eternamente puro» –éstos son pasajes del Comentario de ankara, citados por el primer conocedor real de la filosofía india en Europa, mi amigo Paul Deussen). Vamos, pues, a respetar la «redención» en las grandes religiones; en cambio, nos resulta un poco difícil permanecer serios con respecto a la estimación que del sueño profundo ofrecen estos cansados de la vida, demasiado cansados incluso para soñar, –es decir, el sueño profundo entendido ya como ingreso en el Brahma, como conseguida unio mystica [unión mística] con Dios. «Cuando él se ha dormido totalmente –se dice sobre esto en la más antigua y venerable «Escritura»–, cuando él ha llegado del todo al reposo, de modo que ya no ve ninguna imagen de sueño, entonces, oh querido, ha llegado a la unificación con lo existente, ha entrado en sí mismo, –rodeado por su mismidad cognoscente, no tiene ya ninguna conciencia de lo que está fuera o dentro. Este puente no lo atraviesan ni el día ni la noche, ni la vejez, ni la muerte, ni el sufrimiento, ni obra buena ni obra mala». «En el sueño profundo, dicen asimismo los creyentes de esta religión, que es la más profunda de las tres grandes religiones, el alma se eleva fuera del cuerpo, penetra en la luz suprema y aparece así en su figura propia: aquí ella es el mismo espíritu supremo que vagabundea bromeando y jugando y deleitándose, bien con mujeres, o con carrozas, o con amigos, aquí ella ya no vuelve con su pensamiento a este apéndice de cuerpo, al cual el prana (el soplo vital) está atado como un animal de tiro al carro». Con todo, tampoco aquí debemos olvidar que, al igual que en el caso de la «redención», con esto en el fondo se expresa únicamente, bien que con la magnificencia de la exageración oriental, una apreciación idéntica a la del lúcido, frío, helénicamente frío, pero suficiente Epicuro: el hipnótico sentimiento de la nada, el reposo del sueño más profundo, en una palabra, la ausencia de sufrimiento – –a los que sufren, a los destemplados de raíz les es lícito considerar esto ya como el bien supremo, como el valor de los valores, tienen que apreciarlo como algo positivo, sentirlo como lo positivo mismo. (Según esta misma lógica del sentimiento, la nada es llamada, en todas las religiones pesimistas, Dios.). (Véase Pensamientos).

Con más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global de la sensibilidad, de la capacidad dolorosa, amortiguación que presupone ya fuerzas más raras, ante todo coraje, desprecio de la opinión, «estoicismo intelectual», empléase contra los estados de depresión un training [entrenamiento] distinto, que es, en todo caso, más fácil: la actividad maquinal. Está fuera de toda duda que una existencia sufriente queda así aliviada en un grado considerable: a este hecho se le llama hoy, un poco insinceramente, «la bendición del trabajo». 


El alivio consiste en que el interés del que sufre queda apartado metódicamente del sufrimiento, –en que la conciencia es invadida de modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer, y, en consecuencia, queda en ella poco espacio para el sufrimiento: ¡pues es estrecha esa cámara de la conciencia humana! La actividad maquinal y lo que con ella se relaciona –como la regularidad absoluta, la obediencia puntual e irreflexiva, la adquisición de un modo de vida de una vez para siempre, el tener colmado el tiempo, una cierta autorización, más aún, una crianza para la «impersonalidad», para olvidarse a–sí–mismo, para la incuria sui lei 102[descuido de sí]–: ¡de qué modo tan profundo y delicado ha sabido el sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor! Justo cuando tenía que tratar con personas sufrientes de los estamentos inferiores, con esclavos del trabajo o con prisioneros (o con mujeres: las cuales son, en efecto, en la mayoría de los casos, ambas cosas a la vez, esclavos del trabajo y prisioneros), el sacerdote ascético necesitaba de poco más que de una pequeña habilidad en cambiar los nombres y en rebautizar las cosas para, a partir de ese momento, hacerles ver un alivio, una relativa felicidad en cosas odiadas: –el descontento del esclavo con su suerte no ha sido inventado en todo caso por los sacerdotes. 

–Un medio más apreciado aún en la lucha contra la depresión consiste en prescribir una pequeña alegría, que sea fácilmente accesible y pueda convertirse en regla; esta medicación se usa a menudo en conexión con la antes mencionada. La forma más frecuente en que la alegría es así prescrita como medio curativo es la alegría del causar alegría (como hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción); 

al prescribir «amor al prójimo», el sacerdote ascético prescribe en el fondo con ello una estimulación de la pulsión más fuerte, más afirmadora de la vida, si bien en una dosis muy cauta, una 
estimulación de la voluntad de poder. 

Esa felicidad de la «superioridad mínima» que todo hacer beneficios, todo socorrer, ayudar, tratar con distinción llevan consigo, es el más frecuente medio de consuelo de que suelen servirse los fisiológicamente impedidos, suponiendo que estén bien aconsejados: en caso contrario, se causan daño unos a otros, obedeciendo, naturalmente, al mismo instinto básico. Cuando se investigan los comienzos del cristianismo en el mundo romano, se encuentran asociaciones destinadas al apoyo mutuo, asociaciones para ayudar a pobres, a enfermos, para realizar los enterramientos, nacidas en el suelo más bajo de la sociedad de entonces, asociaciones en las cuales se cultivaba, con plena conciencia, este medio principal contra la depresión, a saber, la pequeña alegría, la alegría de la mutua beneficencia, –¿tal vez entonces era esto algo nuevo, un auténtico descubrimiento? 

En esa «voluntad de reciprocidad» así suscitada, en esa voluntad de formar un rebaño, una «comunidad», un cenáculo, la voluntad de poder así estimulada, bien que en mínimo grado, tiene que llegar a su vez a una irrupción nueva y mucho más completa: 

formar un rebaño es un paso y una victoria esenciales en la lucha contra la depresión. 

El crecimiento de la comunidad fortalece, incluso para el individuo, 
un nuevo interés, que muy a menudo le lleva más allá del elemento personalísimo de su fastidio, de su aversión contra sí (la despectio sui [desprecio de sí] de Geu-lincx). Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden instintivamente, por un deseo de sacudirse de encima el sordo desplacer y el sentimiento de debilidad, hacia una organización gregaria: el sacerdote ascético adivina ese instinto y lo fomenta; donde existen rebaños, es el instinto de debilidad el que ha querido el rebaño, y la inteligencia del sacerdote la que lo ha organizado. Pues no se debe pasar por alto esto: por necesidad natural 

tienden los fuertes a disociarse tanto como los débiles a asociarse; 

cuando los primeros se unen, esto ocurre tan sólo con vistas a una acción agresiva global y a una satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha resistencia de la conciencia individual; 

en cambio, los últimos se agrupan, complaciéndose cabalmente 
en esa agrupación, –su instinto queda con esto apaciguado, 
tanto como queda irritado e inquietado en el fondo por la organización el instinto de los «señores» natos (es decir, de esa especie de solitarios animales rapaces llamada hombre). 

Bajo toda oligarquía yace siempre escondida –la historia entera lo enseña– la concupiscencia tiránica; 

toda oligarquía se estremece permanentemente a causa de la tensión que todo individuo necesita poner en juego en ella para continuar dominando tal concupiscencia. (Esto ocurría, por ejemplo, en Grecia: Platón lo atestigua en cien pasajes, Platón, que conocía a sus iguales ––y a sí mismo...).

Los medios del sacerdote ascético que hemos conocido hasta el momento –la sofocación global del sentimiento de vida, la actividad maquinal, la pequeña alegría, sobre todo la del «amor al prójimo», la organización gregaria, el despertamiento del sentimiento de poder de la comunidad, a consecuencia del cual el hastío del individuo con respeto a sí queda acallado por el placer que experimenta en el florecimiento de la comunidad –estos medios son, medidos con el metro moderno, sus medios no–culpables en la lucha contra el desplacer: volvámonos ahora hacia los medios más interesantes, los «culpables». 

En todos ellos se trata de una sola cosa: 

de algún desenfreno de los sentimientos, 

–utilizado, como eficacísimo medio de amortiguación, contra la sorda, paralizante, prolongada condición dolorosa; por lo cual la inventiva sacerdotal en el estudio a fondo de esta única cuestión ha sido realmente inagotable: 

«¿con qué medios se alcanza un desenfreno de los sentimientos?»... 

Suena esto duro: es claro que sonaría más agradable y llegaría tal vez mejor a los oídos si yo dijese, por ejemplo, «el sacerdote ascético se ha aprovechado siempre del entusiasmo existente en todos los afectos fuertes». Mas ¿para qué seguir acariciando los reblandecidos oídos de nuestros modernos afeminados. ¿Para qué ceder, ni siquiera un paso, por nuestra parte, a su tartufería de las palabras? Para nosotros los psicólogos habría ya en ello una tartufería de la acción; prescindiendo de que nos causaría náusea. Un psicólogo, en efecto, tiene hoy su buen gusto (–otros preferirán decir: su honestidad), si en alguna parte, en el hecho de oponerse al vocabulario vergonzosamente moralizado de que está viscosamente impregnado todo enjuiciamiento moderno del hombre y de las cosas. Pues no nos engañemos sobre esto: 


lo que constituye el distintivo más propio de las almas modernas, de los libros modernos, no es la mentira, sino su inveterada inocencia dentro de su mendacidad moralista. 


Tener que descubrir de nuevo esa «inocencia» en todas partes 
–esto es lo que constituye quizá la parte más repugnante de nuestro trabajo, de todo el trabajo, no poco problemático en sí, a que hoy tiene que someterse un psicólogo; es una parte de nuestro gran peligro, –es un camino que tal vez nos lleve derechamente a la gran náusea... Yo no abrigo ninguna duda acerca de cuál es la única cosa para la que servirían, para la que podrían servir los libros modernos (suponiendo que duren, lo cual, desde luego, no es de temer, y suponiendo asimismo que haya alguna vez una posteridad dotada de un gusto más severo, más duro, más sano), –la única cosa para la que le serviría, para la que podría servirle a esa posteridad todo lo moderno: para hacer de vomitivos, 

–y ello en virtud de su edulcoramiento y de su falsedad morales, 
de su intimísimo feminismo, al que le gusta calificarse de «idealismo» 
y que se cree, en todo caso, idealismo. 

Nuestros doctos de hoy, nuestros «buenos», no mienten

–esto es verdad; ¡pero ello no les honra! 

La auténtica mentira, la mentira genuina, resuelta, «honesta» 

(sobre cuyo valor puede oírse a Platón), sería para ellos algo demasiado riguroso, demasiado fuerte; exigiría algo que no es lícito exigirles a ellos, a saber, que abriesen los ojos contra sí mismos, que supiesen distinguir entre «verdadero» y «falso» en ellos mismos. 

Lo único que a ellos les va bien es la mentira deshonesta: 

todo el que hoy se siente a sí mismo «hombre bueno» es totalmente incapaz de enfrentarse a algo a no ser con deshonesta mendacidad, con abismal mendacidad, pero con inocente, candorosa, cándida, virtuosa mendacidad. 


Esos «hombres buenos», –todos ellos están ahora moralizados 
de los pies a la cabeza, y, en lo que respecta a la honestidad, han quedado malogrados y estropeados para toda la eternidad: 


¡quién de ellos soportaría aún una verdad «sobre el hombre!...» 

O, para concretar más la pregunta: ¿quién de ellos soportaría una biografía verdadera?... Unos cuantos indicios: Lord Byron ha dejado escritas algunas cosas personalísimas sobre sí. Pero Thomas Moore era «demasiado bueno» para ellas: echó al fuego los papeles de su amigo. Lo mismo parece que ha hecho el doctor Gwinner, ejecutor testamentario de Schopenhauer: pues también Schopenhauer había dejado escritas algunas cosas sobre sí y tal vez también contra sí («είςέαυτόν»). El infatigable americano Thayer, el biógrafo de Beethoven, se detuvo de pronto en su trabajo: llegado a cierto punto de esa vida honorable e ingenua, ya no la soportó más ... 

Moraleja: ¿qué hombre inteligente escribiría hoy todavía una palabra honesta sobre sí? 

–tendría que pertenecer a la orden de la Santa Temeridad. 

Se nos promete una autobiografía de Richard Wagner: ¿quién duda de que será una autobiografía prudente?.... Recordemos aun el cómico espanto que el sacerdote católico Janssen suscitó en Alemania con su imagen, tan increíblemente cuadriculada e inofensiva, del movimiento de la Reforma protestante alemana; ¿qué no ocurriría si alguien nos narrase alguna vez ese movimiento de otra manera, si alguna vez un verdadero psicólogo nos narrase al verdadero Lutero, no ya con la simplicidad moralista de un clérigo de aldea, no ya con la dulzona y considerada verecundia de los historiadores protestantes, sino, por ejemplo, con una impavidez a la manera de un Taine, partiendo de una fortaleza del alma y no de una sabia indulgencia para con la fortaleza?... (Los alemanes, dicho sea de paso, han producido últimamente bastante bien el tipo clásico de esta última, –pueden atribuírselo ya, reivindicarlo para bien: lo han producido en su Leopold Ranke, ese nato y clásico advocatus [abogado] de toda causa fortior [causa más fuerte], el más inteligente de todos los inteligentes «hombres objetivos».)»

«El ideal ascético al servicio de un propósito de desenfreno del sentimiento: 

–quien recuerde el tratado anterior podrá adivinar ya en lo esencial el contenido, condensado en esas doce palabras, de lo que ahora vamos a exponer. 

Sacar al alma humana de todos sus quicios, 

sumergirla en terrores, escalofríos, ardores y éxtasis, 

de modo que se desligue, como fulminantemente, de toda la pequeñez 
y mezquindad propias del desplacer, del letargo, del fastidio: 

¿cuáles son los caminos que conducen a esa meta? ¿Y cuáles son los más seguros?... 

En el fondo todos los grandes afectos, la cólera, el temor, la voluptuosidad, la venganza, la esperanza, el triunfo, la desesperación, la crueldad, son capaces de ello, presuponiendo que exploten de repente; 

y en realidad el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin reparo alguno, a toda la jauría de perros salvajes que existen en el hombre, y unas veces deja libre a uno y otras a otro, siempre con la misma finalidad de despabilar al hombre de la lenta tristeza, de hacer huir, al menos temporalmente, su sordo dolor, su vacilante miseria, y eso lo hace siempre también bajo una interpretación y una «justificación» religiosa. 

Todo desenfreno sentimental de ese tipo se cobra su precio, 
como es obvio –pone más enfermo al enfermo–: 

y por esto esa especie de remedios del dolor es, juzgada con medida moderna, una especie «culpable». 

Sin embargo, tanto más tenemos que insistir, pues así lo exige la equidad, en que se la utilizó con buena conciencia, en que el sacerdote ascético la prescribió creyendo profundísimamente en la utilidad, más aún, en el carácter indispensable de la misma, –y, con bastante frecuencia, casi derrumbándose él mismo ante los ayes de dolor que él producía; digamos asimismo que las vehementes revanchas fisiológicas de tales excesos, e incluso acaso las perturbaciones espirituales, no contradicen propiamente en el fondo al sentido global de esa especie de medicación: pues, como antes mostramos, 

ésta no tendía a curar enfermedades, sino a combatir el desplacer 
de la depresión, a aliviarlo, a adormecerlo. 

Semejante meta se alcanzaba también así. El principal ardid que el sacerdote ascético se permitía para hacer resonar en el alma humana toda suerte de música arrebatadora y extática consistía –lo sabe todo el mundo– en 

aprovecharse del sentimiento de culpa. 

La procedencia del mismo la ha señalado brevemente el tratado anterior –como un fragmento de psicología animal, como nada más que eso: en él el sentimiento de culpa se nos presentó, por así decirlo, en estado bruto. Sólo en manos del sacerdote, ese auténtico artista en sentimientos de culpa, llegó a cobrar forma –¡oh, qué forma! El «pecado» – pues así habla la reinterpretación sacerdotal de la «mala conciencia» animal (de la crueldad vuelta hacia atrás) – 

ha sido hasta ahora el acontecimiento más grande en la historia del alma enferma: en el pecado tenemos la estratagema más peligrosa y más nefasta de la interpretación religiosa. 

El hombre, sufriendo de sí mismo de algún modo, en todo caso de un modo fisiológico, aproximadamente como un animal que está encerrado en una jaula, sin saber con claridad por qué y para qué, anhelante de encontrar razones –pues las razones alivian–, y anhelante también 
de encontrar remedios y narcóticos, termina por pedir consejo a alguien que conoce incluso lo oculto, y he aquí que recibe una indicación, recibe de su mago, del sacerdote ascético, la primera indicación acerca de la «causa» de su sufrimiento: 

debe buscarla dentro de sí, en una culpa, en una parte del pasado, 
debe entender su propio sufrimiento como un estado de pena... 

El desventurado ha escuchado, ha comprendido: ahora le ocurre como 
a la gallina en torno a la cual se ha trazado una raya: no vuelve a salir de ese círculo de rayas: el enfermo se ha convertido en «el pecador...» 
Y ahora no nos libramos del aspecto de ese nuevo enfermo, «el pecador», durante algunos milenios –¿nos libraremos alguna vez?–, mírese a donde se mire, en todas partes aparece la mirada hipnótica del pecador, que se mueve siempre en una sola dirección (en dirección a la «culpa», considerada como causalidad única del sufrimiento); en todas partes, 
la mala conciencia, esa bestia horrible (grewliche thierj, para decirlo 
con palabras de Lutero; en todas partes, el pasado rumiado de nuevo, 
la acción tergiversada, los «malos ojos» para cualquier obrar; en todas partes, el querer -malentender el sufrimiento, convertido en contenido 
de la vida, el reinterpretar el sufrimiento como sentimientos de culpa, 
de temor, de castigo; en todas partes, las disciplinas, el cilicio, el cuerpo dejado morir de hambre, la contrición; en todas partes el pecador que 
se impone a sí mismo el suplicio de la rueda, la rueda cruel de una conciencia inquieta, enfermizamente libidinosa; en todas partes, 
el tormento mudo, el temor extremo, la agonía del corazón martirizado, los espasmos de una felicidad desconocida, el grito que pide «redención». De hecho, con este sistema de procedimientos se consiguió superar de raíz la vieja depresión, la vieja pesadez y la vieja fatiga; 
de nuevo la vida volvió a ser muy interesante: despierta, eternamente despierta, insomne, ardiente, carbonizada, extenuada, y, sin embargo, 
no cansada –así es como se conducía el hombre, «el pecador», iniciado en esos misterios. Ese viejo y gran mago en la lucha contra el desplacer, el sacerdote ascético –evidentemente había triunfado, su reino había llegado: 

la gente no se quejaba ya contra el dolor, sino que lo anhelaba. 

«¡Más dolor! ¡Más dolor!», así gritó durante siglos el anhelo de sus discípulos e iniciados. Todo desenfreno del sentimiento que causase daño, todo lo que quebrantaba, trastornaba, aplastaba, extasiaba, embelesaba, el misterio de las cámaras de tortura, la capacidad inventiva del mismo infierno –todo eso se hallaba ahora descubierto, adivinado, aprovechado, todo estaba al servicio de hechicero, todo sirvió en lo sucesivo a la victoria de su ideal, del ideal ascético... «Mi reino no es de este mundo» –seguía diciendo ahora igual que antes: ¿tenía realmente derecho a seguir hablando así?... Goethe afirmó que únicamente existen treinta y seis situaciones trágicas: esto permite adivinar, aunque no supiéramos ninguna otra cosa, que Goethe no 
fue un sacerdote ascético.

Con respecto a toda esta especie de la medicación sacerdotal, la especie «culpable», está de más toda palabra de crítica. Que semejante desenfreno del sentimiento, tal como el sacerdote ascético acostumbró a prescribirlo en este caso a sus enfermos (bajo los nombres más santos, ya se entiende, y convencido además de la santidad de su finalidad), haya sido realmente útil a algún enfermo, ¿quién tendría gusto en sostener una afirmación así? Al menos habría que ponerse de acuerdo sobre la expresión «ser útil». Si con ella quiere decirse que tal sistema 
de tratamiento ha mejorado al hombre, entonces nada tengo que objetar: sólo añadir lo que para mí significa «mejorado» –lo mismo que «domesticado», «debilitado», «postrado», «refinado», «reblandecido», «castrado» (es decir, casi lo mismo que dañado...). 

Pero si se trata principalmente de enfermos contrariados, deprimidos, 
tal sistema pone al enfermo más enfermo, 

aun suponiendo que lo ponga «mejor»; pregúntese a los médicos 
de locos qué consecuencia trae siempre consigo una aplicación metódica de tormentos expiatorios, contriciones y espasmos de redención. Pregúntese asimismo a la historia: en todos los lugares en que el sacerdote ascético ha impuesto ese tratamiento a los enfermos, 
la condición enfermiza ha crecido siempre en profundidad y en extensión con una rapidez siniestra. ¿Cuál fue siempre el «éxito»? Un sistema nervioso destrozado, añadido a todo lo demás que ya estaba enfermo; 
y esto tanto en el más grande como en el más pequeño, tanto en el individuo como en las masas. Detrás del training [entrenamiento] de expiación y redención encontramos epidemias epilépticas enormes, 
las más grandes que la historia conoce, como las de los danzantes medievales de San Vito y San Juan; encontramos, como otra forma 
de su influjo, parálisis terribles y depresiones duraderas, con las cuales 
a veces el temperamento de un pueblo o de una ciudad (Ginebra, Basilea) se transforma, de una vez para siempre, en lo contrario 
de lo que era; –a esto pertenece también la historia de las brujas, 
algo afín al sonambulismo (ocho grandes explosiones epidémicas de las mismas tan sólo entre 1564 y 1605); detrás del mencionado training encontramos asimismo aquellos delirios colectivos ansiosos de muerte, cuyo horrible grito en viva la morte [viva la muerte] se oyó por toda Europa, interrumpido unas veces por idiosincrasias voluptuosas y 
otras por idiosincrasias destructivas: y ese mismo cambio de afectos, con las mismas intermitencias y transformaciones súbitas, 
es observado todavía hoy en todos los lugares, en todo sitio en 
donde la doctrina ascética acerca del pecado obtiene una vez más 
un gran triunfo (la neurosis religiosa aparece como una forma del 
«ser malvado»: de ello no hay duda). ¿Qué es esa neurosis? 
Quaeritur [se pregunta]. Hablando a grandes rasgos, el ideal ascético 
y su culto sublimemente moral, esa ingeniosísima, despreocupadísima 
y peligrosísima sistematización de todos los medios del desenfreno 
del sentimiento bajo la protección de propósitos santos se ha inscrito 
de un modo terrible e inolvidable en la historia entera del hombre; 
y, por desgracia, no sólo en su historia... Yo no sabría señalar nada que haya dañado tan destructoramente como este ideal la salud y el vigor racial, sobre todo de los europeos; es lícito llamarlo, sin ninguna exageración, la auténtica fatalidad en la historia de la salud del hombre europeo. A lo sumo podría compararse con el influjo específicamente germánico: me refiero al envenenamiento alcohólico de Europa, 
que hasta hoy ha marchado rigurosamente al mismo paso que la preponderancia política y racial de los germanos ( –donde éstos inocularon su sangre, inocularon también sus vicios). –Como tercer elemento de la serie habría que mencionar la sífilis –magno sed 
próxima intervalo [a gran distancia, pero muy próxima].

El ideal ascético ha corrompido no sólo la salud y el gusto, sino también una tercera, y una cuarta, y una quinta, y una sexta cosa –me guardaré de decir cuántas (¡cuándo acabaría!). Lo que aquí pretendo poner de manifiesto no es lo que ese ideal ha realizado, sino, más bien, única 
y exclusivamente lo que significa, lo que deja adivinar, lo que se oculta detrás de él, debajo de él, dentro de él, aquello de lo cual él es la 
expresión superficial, oscura, sobrecargada de interrogaciones 
y de malentendidos. El no escatimar a mis lectores una mirada 
a lo monstruoso de sus efectos, también de sus efectos funestos, 
he podido permitírmelo sólo en orden a esta finalidad: a saber, 
la de prepararlos para el último y más terrible aspecto que posee 
para mí la pregunta por el significado de aquel ideal. ¿Qué significa justamente el poder de ese ideal, lo monstruoso de su poder? ¿Por qué se le ha cedido terreno en esa medida? ¿Por qué no se le ha opuesto más bien resistencia? 

El ideal ascético expresa una voluntad: 

¿dónde está la voluntad contraria, en la que se expresaría un ideal contrario? El ideal ascético tiene una meta, –y ésta es lo 
suficientemente universal como para que, comparados con ella, 
todos los demás intereses de la existencia humana parezcan mezquinos y estrechos; épocas, pueblos, hombres, interprétalos implacablemente 


el ideal ascético en dirección a esa única meta, 
no permite ninguna otra interpretación, 
ninguna otra meta, rechaza, niega, afirma, 
corrobora únicamente en el sentido de su interpretación 

(¿y ha existido alguna vez un sistema de interpretación más pensado hasta el final?); 

no se somete a ningún poder, 
sino que cree en su primacía sobre todo otro poder, 
en su incondicional distancia de rango con respecto a todo otro poder, 

–cree que no existe en la tierra ningún poder que no tenga que recibir de él un sentido, un derecho a existir, un valor, como instrumento para su obra, como vía y como medio para su meta, para una única meta... 

¿Dónde está el antagonista de este compacto sistema de voluntad, 
meta e interpretación? ¿Por qué falta el antagonista?... ¿Dónde se encuentra la otra «única meta»?... Se me dice que no falta, que no sólo ha luchado largo tiempo con éxito contra aquel ideal, sino que incluso, en todos los asuntos principales, se ha enseñoreado ya de él: testimonio de ello sería toda nuestra ciencia moderna, –esa ciencia moderna que, por ser una auténtica filosofía de la realidad, evidentemente no cree más que en sí misma, evidentemente tiene el coraje de ser ella misma, 
la voluntad de ser ella misma, y hasta ahora se las ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras. 
Ahora bien, ese ruido y esa locuacidad de agitadores no me producen ninguna impresión: esos trompeteros de la realidad son malos músicos, sus voces no ascienden desde lo profundo de un modo suficientemente perceptible, en ellos no habla el abismo de la conciencia científica 
–pues un abismo es hoy la conciencia científica–, en los hocicos 
de tales trompeteros el vocablo «ciencia» es sencillamente una impudicia, un abuso, una desvergüenza. La verdad es cabalmente lo contrario de lo que aquí se afirma: la ciencia no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí, 
–y allí donde aún es pasión, amor, fervor, sufrimiento, 

no representa lo contrario de aquel ideal ascético, sino más bien la forma más reciente y más noble del mismo. 

¿Os suena extraño esto?... Es cierto que también entre los doctos de hoy hay bastante pueblo honrado y modesto de obreros, el cual se complace en su pequeño rincón, y que, por el hecho de complacerse en él, a veces eleva un poco inmodestamente la voz, diciendo que hoy debemos estar contentos en general, sobre todo en la ciencia, –pues precisamente en ella hay tantas cosas útiles que hacer. No objeto nada; y lo que menos quisiera yo es estropearles a esos honestos obreros su placer en el oficio: pues yo me alegro de su trabajo. Pero el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe. Como hemos dicho, ocurre lo contrario: allí donde 

la ciencia no es la más reciente forma de aparición del ideal ascético, 


–son casos demasiado raros, nobles y escogidos como para que el juicio general pudiera ser torcido por ellos–, 


la ciencia es hoy un escondrijo para toda especie de mal humor, incredulidad, gusano roedor, despectio su¡ [desprecio de si], mala conciencia, 

–es el desasosiego propio de la ausencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, la insuficiencia de una sobriedad involuntaria. 
¡Oh, cuántas cosas no oculta hoy la ciencia! ¡Cuántas debe al menos ocultar! La capacidad de nuestros mejores estudiosos, su irreflexiva laboriosidad, su cerebro en ebullición día y noche, incluso su maestría 
en el oficio –¡con cuánta frecuencia ocurre que el auténtico sentido de todo eso consiste en cegarse a sí mismo los ojos para no ver algo! 
La ciencia como medio de aturdirse a sí mismo: ¿conocéis esto?... 
A veces con una palabra inofensiva herimos a los doctos hasta el tuétano –todo el que trata con ellos lo ha experimentado–, indisponemos contra nosotros a nuestros amigos doctos en el instante en que pensamos honrarlos, los sacamos de sus casillas meramente porque fuimos demasiado burdos para adivinar con quién estamos tratando en realidad, con seres que sufren y que no quieren confesarse 
a sí mismos lo que son, con seres aturdidos e irreflexivos que no temen más que una sola cosa: llegar a cobrar conciencia...

Y ahora examinemos, en cambio, aquellos casos, más raros, de que he hablado, 

los últimos idealistas que hoy existen entre filósofos y doctos: 

¿tenemos en ellos tal vez los buscados adversarios del ideal ascético, los anfidealistas de éste? De hecho se creen tales, esos «incrédulos» (pues todos ellos lo son); parece que su último resto de fe consiste justo en esto, en ser adversarios de ese ideal, tan serios son en este punto, tan apasionados se vuelven precisamente aquí sus gestos y sus palabras: –¿ya por esto ha de ser verdadero lo que ellos creen?... 


Nosotros «los que conocemos nos hemos vuelto con el tiempo desconfiados frente a toda especie de creyentes; 

nuestra desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusiones opuestas a las que en otro tiempo se sacaban: 
es decir, en inferir, en todos aquellos sitios en que la fortaleza de una fe aparece mucho en el primer plano, que 

hay allí una cierta debilidad de la demostrabilidad, incluso una inverosimilitud de lo creído. 

Tampoco nosotros negamos que la fe otorga la bienaventuranza: cabalmente por esto 

negamos que la fe demuestre algo, 

–una fe robusta, que otorga la bienaventuranza, es una sospecha contra aquello en lo que cree) no es prueba de «verdad», es prueba de una cierta verosimilitud de la ilusión. 

¿Qué ocurre hoy en este caso? –Estos actuales negadores y apartadizos, estos incondicionales en una sola cosa, en la exigencia de limpieza intelectual, estos espíritus duros, severos, abstinentes, heroicos, que constituyen la honra de nuestra época, 

todos estos pálidos ateístas, anticristos, inmoralistas, nihilistas, 
estos escépticos, efécticos, hécticos de espíritu (esto último lo son todos ellos, en algún sentido), estos últimos idealistas del conocimiento, únicos en los cuales se alberga y se ha encarnado la conciencia intelectual, –de hecho se creen sumamente desligados del ideal ascético, estos «espíritus libres, muy libres»: y, sin embargo, voy a descubrirles 
lo que ellos mismos no pueden ver –pues están demasiado cerca–: 


aquel ideal es precisamente también su ideal, ellos mismos, y acaso nadie más, lo representan hoy, ellos mismos son su más espiritualizado engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores, su más insidiosa, delicada, inaprensible forma de seducción: 

¡si en algo soy yo descifrador de enigmas, 

quiero serlo con esta afirmación!... Se hallan muy lejos de ser espíritus libres: pues creen todavía en la verdad... 

Cuando los cruzados cristianos tropezaron en Oriente con aquella invencible Orden de los Asesinos, con aquella Orden de espíritus libres par excellence, cuyos grados ínfimos vivían en una obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna Orden monástica, recibieron también, por alguna vía, una indicación acerca de aquel símbolo y aquella frase–escudo, reservada sólo a los grados sumos, como su secretum: 


«Nada es verdadero, todo está permitido...» 


Pues bien, esto era libertad de espíritu, 

con ello se dejaba de creer en la verdad misma... 


¿Se ha extraviado ya alguna vez un espíritu libre europeo, cristiano, 
en esa frase y en sus laberínticas consecuencias? ¿Conoce por experiencia el Minotauro de ese infierno?... Dudo de ello, más aún, sé algo distinto: –nada es más extraño a estos incondicionales de una sola cosa, a estos así llamados «espíritus libres», que la libertad y la liberación en aquel sentido, en ningún otro aspecto están más firmemente atados, justo en la fe en la verdad están firmes e incondicionales como ningún otro. Yo conozco todo esto tal vez desde demasiado cerca: aquella loable continencia de filósofos a la que tal fe obliga, aquel estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan rigurosamente el no como el sí, aquel querer detenerse ante lo real, 
ante el factum brutum [hecho bruto], aquel fatalismo de los petits faits [hechos pequeños] (ce petit faitalisme, como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una especie de primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación (al violentar, 
reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear, y a todo lo demás que pertenece a la esencia del interpretar) –esto es, hablando a grandes rasgos, expresión tanto de un ascetismo de la virtud como de una incondicional voluntad de verdad, es la fe en el ideal ascético mismo, 
si bien en la forma de su imperativo inconsciente, no nos engañemos sobre esto, 

es la fe en un valor metafísico, en un valor en sí de la verdad, 

tal como sólo en aquel ideal se encuentra garantizado y confirmado (subsiste y desaparece juntamente con él). 

No existe, juzgando con rigor, una ciencia «libre de supuestos», 

el pensamiento de tal ciencia es impensable, es paralógico: siempre tiene que haber allí una filosofía, una «fe», para que de ésta extraiga la ciencia una dirección, un sentido, un límite, un método, un derecho a existir. 

(Quien lo entiende al revés, quien, por ejemplo, se dispone a asentar la filosofía «sobre una base rigurosamente científica», necesita primero, para ello, poner cabeza abajo no sólo la filosofía, sino también la misma verdad: 

¡la peor ofensa al decoro que puede cometerse con dos damas tan respetables!) Sí, no hay duda –y aquí dejo hablar a mi Gaya ciencia, véase el libro quinto –«el hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone, 

afirma con ello otro mundo distinto del de la vida, de la naturaleza 
y de la historia; 

y en la medida en que afirma ese ‘otro mundo’, ¿cómo?, ¿no tiene que negar, precisamente por ello, su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... 

Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica 

–también nosotros los actuales hombres del conocimiento, nosotros 
los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por 


aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, 

la creencia de que Dios es la verdad, 

de que la verdad es divina... 

¿Pero cómo es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la mentira, –si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?» –En este punto es necesario detenerse y reflexionar largamente. La ciencia misma necesita en adelante una justificación (con lo cual no se ha dicho en absoluto que exista una justificación para ella). Examínense, con respecto a esta cuestión, las filosofías más antiguas y las más recientes: 

falta en todas ellas una conciencia de hasta qué punto la misma voluntad de verdad necesita una justificación, hay aquí una laguna en toda filosofía 

–¿a qué se debe? A que el ideal ascético ha sido hasta ahora dueño de toda filosofía, a que la verdad misma fue puesta como ser, como Dios, como instancia suprema, 

a que a la verdad no le fue lícito en absoluto ser problema. 


¿Se entiende este «fue lícito»? –Desde el instante en que la fe en Dios del ideal ascético es negada, hay también 

un nuevo problema: el del valor de la verdad. 

–La voluntad de verdad necesita una crítica 

–con esto definimos nuestra propia tarea–, 


el valor de la verdad debe ser puesto en entredicho 


alguna vez, por vía experimental... (A quien esto le parezca demasiado sucinto se le recomienda volver a leer el apartado de La gaya ciencia titulado: «En qué medida somos nosotros todavía piadosos», y, mucho mejor aún, el libro quinto entero de la mencionada obra, así como el prólogo a Aurora.)

¡No! No se me venga con la ciencia cuando 

yo busco el antagonista natural del ideal ascético, 

cuando pregunto: «¿dónde está la voluntad opuesta, en la que se exprese su ideal opuesto?» Ni de lejos se apoya en sí misma la ciencia lo suficiente como para poder ser esto, ella necesita primero, en todos los sentidos, un ideal del valor, un poder creador de valores, al servicio del cual le es lícito a ella creer en sí misma, –ella como tal no es nunca creadora de valores. Su relación con el ideal ascético no es ya en sí, de ningún modo, una relación antagonística; incluso representa más bien, en lo principal, la fuerza propulsora en la configuración interna de aquél. Su contradicción y su lucha, examinadas de modo más sutil, no apuntan de ningún modo al ideal mismo, sino sólo a las avanzadas de éste, a su disfraz, a su juego de máscaras, a sus ocasiona- les endurecimiento, desecación, dogmatización –la ciencia devuelve la libertad a la vida que hay en el ideal ascético, negando lo exotérico en él. Ambos, ciencia e ideal ascético, se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno –ya di a entender esto–: a saber, 

sobre la misma fe en la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad, 
y por esto mismo son necesariamente aliados, –de modo que, en el supuesto de que se los combata, no se los puede combatir y poner en entredicho nunca más que de manera conjunta. Una apreciación del valor del ideal ascético trae consigo inevitablemente también una apreciación del valor de la ciencia: ¡ábranse los ojos y agúcense los oídos para percibir tal cosa en todos los tiempos! (El arte, dicho sea de manera anticipada, pues alguna vez volveré sobre el tema con más detenimiento, 


–el arte, en el cual precisamente la mentira se santifica, 
y la voluntad de engaño tiene a su favor la buena conciencia, 
se opone al ideal ascético mucho más radicalmente que la ciencia: 


así lo advirtió el instinto de Platón, el más grande enemigo del arte producido hasta ahora por Europa. 


Platón contra Homero: éste es el antagonismo total, genuino 

–de un lado el «allendista» con la mejor voluntad, el gran calumniador de la vida, de otro el involuntario divinizador de ésta, la áurea naturaleza. 

Una sujeción del artista al servicio del ideal ascético es por ello la más propia corrupción de aquel que pueda haber, y, por desgracia, una de las más frecuentes: pues nada es más corruptible que un artista.) 

También consideradas las cosas desde un punto de vista fisiológico descansa la ciencia sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento de la vida constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto, 

–los afectos enfriados, el tempo retardado, 


la dialéctica ocupando el lugar del instinto, 

la seriedad grabada en los rostros y los gestos (la seriedad, ese inequívoco indicio de un metabolismo más trabajoso, de una vida que lucha, que trabaja con más dificultad). Examinense las épocas de un pueblo en las que el hombre docto aparece en el primer plano: son époas de cansancio, a menudo de crepúsculo, de decadencia, 

–la fuerza desbordante, la certeza vital, la certeza de futuro, han desaparecido. 

La preponderancia del mandarín no significa nunca algo bueno: como tampoco la aparición de la democracia, de los arbitrajes de paz en lugar de las guerras, de la igualdad de derechos de las mujeres, de la religión de la compasión y de todos los demás síntomas que hay de la vida declinante. (La ciencia concebida como problema; ¿qué significa ciencia? –véase sobre esto el prólogo a El nacimiento de la tragedia). 
– ¡No!, esta «ciencia moderna» –¡basta abrir los ojos!– es por el momento la mejor aliada del ideal ascético, ¡y lo es justo por ser la ciencia más inconsciente, más involuntaria, más secreta y más subterránea! Hasta ahora han jugado un mismo juego los «pobres de espíritu» y los adversarios científicos de aquel ideal (guardémonos de pensar, dicho sea de paso, que éstos sean la antítesis de aquellos, algo así como los ricos de espíritu: –no lo son, yo los he denominado hécticos del espíritu). Esas famosas victorias de los últimos: indudablemente son victorias, –¿pero sobre qué? 

El ideal ascético no fue vencido de ningún modo en ellas, antes bien se volvió más fuerte, es decir, más inaprensible, más espiritual, más capcioso, por el hecho de que, una y otra vez, la ciencia eliminó, derribó sin compasión un muro, un bastión que se había adosado a aquél y que había vuelto más grosero su aspecto. ¿Se piensa en serio que, por ejemplo, la derrota de la astronomía teológica fue una derrota de tal ideal?... 

¿Es que acaso el hombre se ha vuelto menos necesitado de una solución allendista de su enigma del existir, por el hecho de que, a partir de entonces, ese existir aparezca ahora más gratuito aún, más arrinconado, más superfluo en el orden visible de las cosas? 

¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el autoempequeñecimiento del hombre, 

su voluntad de autoempequeñecimiento? 

Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad, singularidad, insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres, 

–el hombre se ha convertido en un animal, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios («hijo de Dios», «hombre Dios»)... 

A partir de Copérnico el hombre parece haber caído en un plano inclinado, –rueda cada vez más rápido, alejándose del punto central– ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el «horadante sentimiento de su nada»?... ¡Bien!, éste precisamente sería el camino derecho –¿hacia el antiguo ideal?... Toda ciencia (y no sólo la astronomía, sobre cuyo humillante y degradador influjo hizo Kant una notable confesión, «ella aniquila mi importancia ...»), toda ciencia, tanto la natural como la innatural –así llamo yo a la autocrítica del conocimiento– tiende hoy a disuadir al hombre del aprecio en que hasta ahora se tenía a sí mismo, como si tal aprecio no hubiera sido otra cosa que una extravagante presunción; incluso podría decirse que 

la ciencia pone su propio orgullo, su propia áspera forma de ataraxia estoica en mantener en pie en sí misma ese difícilmente conseguido autodesprecio del hombre, como su última y más seria reivindicación de aprecio (con razón, de hecho: pues quien desprecia es siempre todavía alguien que «no ha olvidado el apreciar...»). 

¿Se trabaja en verdad así en contra del ideal ascético? ¿Acaso se piensa aún, con toda seriedad (como se imaginaron algún tiempo los teólogos), que, por ejemplo, la victoria de Kant sobre la dogmática de los conceptos teológicos («Dios», «alma», «libertad», «inmortalidad») ha demolido aquel ideal? –a este respecto nada debe importarnos por el momento si Kant mismo tuvo siquiera el propósito de hacer algo de ese tipo. Lo cierto es que, a partir de Kant, los trascendentalistas de toda especie han tenido de nuevo ganada la partida, –se han emancipado de los teólogos: ¡qué felicidad! –Kant les ha descubierto un camino secreto en el que ahora les es lícito entregarse, con sus propios medios y con el mejor decoro científico, a los «deseos de su corazón». 

Asimismo: ¿quién podría tomar a mal ya a los agnósticos el que éstos, en cuanto veneradores de lo desconocido y misterioso en sí, adoren ahora como Dios el signo mismo de interrogación? 

(Xaver Doudan habla en una ocasión de los ravages [estragos] producidos por l’habitude d’admirer l’inintelligible au lieu de rester tout simplement dans I’inconnu [el hábito de admirar lo ininteligible 

en lugar de quedarse simplemente en lo desconocido]; 

él piensa que los antiguos habrían prescindido de ello). Suponiendo que nada de lo que el hombre «conoce» satisfaga sus deseos, sino que más bien los contradiga y espante, ¡qué divina escapatoria el que sea lícito buscar la culpa de ello no en el «desear», sino en el «conocer»!... 

«No existe ningún conocer: en consecuencia –existe Dios»: 

¡qué nueva elegantia syllogismi [elegancia del silogismo], ¡qué triunfo del ideal ascético! –.

–¿O es que acaso la historiografía moderna, en su totalidad, ha mostrado una actitud más cierta de vida, más cierta de ideal? 
Su pretensión más noble se reduce hoy a ser espejo: rechaza toda teleología; ya no quiere «demostrar» nada: desdeña el desempeñar el papel de juez, y tiene en ello su buen gusto, 

–ni afirma ni niega, hace constar, «describe»... Todo esto es ascético en alto grado; 

pero a la vez es, en un grado más alto todavía, nihilista, 

¡no nos engañemos sobre este punto! Vemos una mirada triste, dura, pero resuelta, –un ojo que Mira a lo lejos, como mira a lo lejos un viajero del Polo Norte que se ha quedado aislado (¿tal vez para no mirar adentro?, ¿tal vez para no mirar atrás? ...) Aquí hay nieve, aquí la vida ha enmudecido; las últimas cornejas cuya voz aquí se oye dicen: «¿Para qué?» «¡En vano!», «¡Nada!» –aquí ya no florece ni crece nada, a lo sumo 


metapolítica petersburguesa y «compasión» tolstoiana. 

Mas en lo que se refiere a esa otra especie de historiadores, una especie acaso «más moderna» aún, una especie gozadora, voluptuosa, que coquetea tanto con la vida como con el ideal ascético, que usa como guante la palabra «artista» y que hoy monopoliza totalmente la loa de la contemplación: ¡oh, qué sed tan grande de ascetas y de paisajes invernales provocan esos dulces ingeniosos! ¡No! ¡Que el diablo se lleve a ese pueblo «contemplativo»! ¡Prefiero con mucho caminar junto con aquellos nihilistas históricos a través de las más sombrías, grises y frías brumas! –más aún, en el supuesto de que tuviera que elegir, no me habría de importar prestar oídos incluso a alguien del todo y en verdad ahistórico, anti-histórico (como ese Dühring, con cuyos acentos se embriaga, en la Alemania actual, una especie hasta hoy todavía tímida, todavía inconfesada de «almas bellas», la species anarchistica dentro del proletariado culto). 

Cien veces peores son los «contemplativos» : ¡yo no conozco nada que me cause más náusea que una de esas poltronas «objetivas», que uno de esos perfumados gozadores de la historia, medio curas, medio sátiros, parfum Renan, los cuales delatan ya, con el falsete agudo de su aplauso, qué es lo que les falta, en qué lugar les falta, en qué sitio ha manejado en este caso la Parca su cruel tijera, de un modo, ¡ay!, demasiado quirúrgico! Esto subleva mi gusto y también mi paciencia: conserve su paciencia ante tales visiones quien nada tenga que perder con ella, 
–a mí tal visión me exaspera, esos «espectadores» me enfurecen contra el «espectáculo» más aún que éste (la historia misma, entiéndaseme), sin querer me vienen a la mente, al contemplarlo, bromas anacreónticas. La naturaleza que dio al toro sus cuernos y al león el χάσµ όδόυτωυ [abertura de los dientes], ¿para qué me dio a mí el pie?... Para pisotear, ¡por San Anacreonte!, y no sólo para huir: ¡para pisotear las poltronas apolilladas, la contemplación cobarde, el lascivo eunuquismo ante la historia, el coqueteo con ideales ascéticos, la tartufería de justicia, usada por la impotencia! 

¡Todo mi respeto para el ideal ascético, en la medida en que sea honesto!, ¡mientras crea en sí mismo y no nos dé el chasco! Pero no soporto a todas esas chinches coquetas, cuya ambición es insaciable en punto a oler a infinito, hasta que por fin lo infinito acaba por oler a chinches; 
no soporto los sepulcros blanqueados que parodian la vida; no soporto 
a los fatigados y acabados que se envuelven en sabiduría y miran «objetivamente»; no soporto a los agitadores ataviados de héroes, que colocan el manto de invisibilidad del ideal en torno a ese manojo de paja que es su cabeza; 

no soporto a los artistas ambiciosos, que quisieran representar el papel de ascetas y de sacerdotes y que no son en el fondo más que trágicos bufones; 

tampoco soporto a ésos, a los recentísimos especuladores en idealismo, a los antisemitas, que hoy entornan sus ojos a la manera del hombre de bien cristianoario y que intentan excitar todos los elementos de animal cornudo propios del pueblo mediante un abuso, que acaba con toda paciencia, del medio más barato de agitación, la afectación moral (el hecho de que en la Alemania actual no deje de obtener éxito toda especie de espíritus fraudulentos es algo que guarda relación con el deterioro poco a poco innegable y ya palpable del espíritu alemán, cuya causa yo la busco en una alimentación compuesta, con demasiada exclusividad, de periódicos, política, cervezas y música de Wagner, a lo que hay que añadir lo que constituye el presupuesto de esa dieta: primero, la clausura y la vanidad nacionales, el fuerte, pero angosto principio de Deutschland, Deutschland über Alles [Alemania, Alemania sobre todo], y después la paralysis agitans de las «ideas modernas»). Hoy Europa es rica 
e ingeniosa, sobre todo en punto a inventar estimulantes; parece que ninguna otra cosa necesita más que los «estimulantes», que el aguardiente: de aquí viene también la gigantesca falsificación en ideales, esos máximos aguardientes del espíritu, y asimismo el aire repugnante, maloliente, falaz y seudoalcohólico que se extiende por todas partes. Quisiera saber cuántos cargamentos de idealismo imitado, de atavíos de héroes y cencerreante hojalata de grandes palabras, cuántas toneladas de compasión azucarada y alcohólica (razón social: la religión de la souffrance [la religión del sufrimiento]) cuántas patas de palo de «noble indignación», para ayuda de los pies planos del espíritu; cuántos comediantes del ideal moral cristiano sería necesario exportar hoy fuera de Europa, para que de nuevo su aire volviese a tener un olor más limpio... Es evidente que esa superproducción abre una nueva posibilidad de comercio; es evidente que se puede hacer un nuevo «negocio» con pequeños ídolos del ideal y con los «idealistas» correspondientes –no se pase por alto esta clara alusión. ¿Quién tiene suficientes ánimos para ello? –¡en nuestras manos está el «idealizar» 
la tierra entera!... Mas qué digo ánimos, aquí hace falta una sola cosa, precisamente la mano, una mano sin prevenciones, completamente libre de prevenciones...»

«y esto sucede cuando plantea la pregunta «¿qué significa toda voluntad de verdad?»... Y aquí toco yo de nuevo mi problema, nuestro problema, amigos míos desconocidos (pues todavía no sé de ningún amigo): ¿qué sentido tendría nuestro ser todo, 

a no ser el de que en nosotros aquella voluntad de verdad cobre conciencia de sí misma como problema?... 

Este hecho de que la voluntad de verdad cobre consciencia de sí hace perecer de ahora en adelante –no cabe ninguna duda– la moral: ese gran espectáculo en cien actos, que permanece reservado a los dos próximos siglos de Europa, el más terrible, el más problemático, y acaso también el más esperanzador de todos los espectáculos...

Si prescindimos del ideal ascético, entonces el hombre, el animal hombre, no ha tenido hasta ahora ningún sentido. 

Su existencia sobre la tierra no ha albergado ninguna meta; 

«¿para qué en absoluto el hombre?» 

–ha sido una pregunta sin respuesta; faltaba la voluntad de hombre y de tierra; ¡detrás de todo gran destino humano resonaba como estribillo un «en vano» todavía más fuerte! 

Pues justamente esto es lo que significa el ideal ascético: 

que algo faltaba, que un vacío inmenso rodeaba al hombre, 

– éste no sabía justificarse, explicarse, afirmarse a sí mismo, sufría del problema de su sentido. 

Sufría también por otras causas, en lo principal era un animal enfermizo: pero su problema no era el sufrimiento mismo, sino el que faltase la respuesta al grito de la pregunta: «¿para qué sufrir?» 

El hombre, el animal más valiente y más acostumbrado a sufrir, no niega en sí el sufrimiento: lo quiere, lo busca incluso, presuponiendo que se le muestre un sentido del mismo, un para esto del sufrimiento. 

La falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida sobre la humanidad, 

–¡y el ideal ascético ofreció a ésta un sentido! Fue hasta ahora el único sentido; algún sentido es mejor que ningún sentido; el ideal ascético ha sido, en todos los aspectos, el faute de mieux [mal menor] par excellence habido hasta el momento. 

En él el sufrimiento aparecía interpretado; 

el inmenso vacío parecía colmado; 

la puerta se cerraba ante todo nihilismo suicida. 

La interpretación –no cabe dudarlo– traía consigo un nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo, más venenoso, más devorador de vida: 

situaba todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa... 

Mas, a pesar de todo ello, –el hombre quedaba así salvado, tenía un sentido, en adelante no era ya como una hoja al viento, como una pelota del absurdo, del «sin–sentido», ahora podía querer algo, por el momento era indiferente lo que quisiera, para qué lo quisiera y con qué lo quisiera: la voluntad misma estaba salvada. 

No podemos ocultarnos a fin de cuentas qué es lo que expresa propiamente todo aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: 

ese odio contra lo humano, 

más aún, contra lo animal, 

más aún, contra lo material, 

esa repugnancia ante los sentidos, 

ante la razón misma, 

el miedo a la felicidad y a la belleza, 

ese anhelo de apartarse de toda apariencia, 

cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo 

–¡todo eso significa, atrevámonos a comprenderlo, 

una voluntad de la nada, 

una aversión contra la vida, 

un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida, 

pero es, y no deja de ser, una voluntad!... Y repitiendo al final lo que dije al principio: 


el hombre prefiere querer la nada a no querer...»


Nietzsche, La genealogía de la moral.

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