Y ante el implacable secreto adoraban mientras al dios de la noche
sábado, mayo 09, 2015
Allí hubo un lugar sin fronteras, el lugar de un hombre nuevo, un lugar de todos los imposibles. Se hicieron en un sueño. Fue una decisión del calor de sus cuerpos, un amor desordenado entre los hombres. Fue el olor de las gargantas, los llantos extinguidos. Encontraron el camino del invento, la pegajosa peste de la existencia, el animal de las primeras vueltas. Salieron del cansancio del olvido. Estuvieron algunos días soñando mientras otros hacían el mundo. Sorprendidos de esta nueva vida que brotaba de boca en boca, se contaminaban inocentes. Dios les dio de beber; y escribieron. Eso fue en una fecha imaginaria, en aquella de todos los nacimientos simultáneos. Fue el último vuelo de los pájaros. Se redujo el tiempo y la memoria. Se hizo una ciénaga omnipresente. Desaparecieron todas las puertas, y los muros de todas las casas. En sus manos se cosieron el olvido, allí donde la soledad había estado. Desapareció el salón de la muerte, solo quedó su boca. Solo quedaban pasos. Se ablandó el mundo. Poco después vinieron los fusilamientos; en la languidez quedó la vida. Se había perdido el sentido y las nubes. El cielo se extendía desde el suelo como una espesura gris-negra. Se hizo el suelo difuso. Anulado el color se transfiguró la tierra. Era un solo lugar sin rumbo, sin sitios. Nada estaba dispuesto. La oscuridad había vuelto. Andaban todos juntos, pegados, en la misma dirección, en silencio, sin necesidad de alimento, en la cadencia de los pasos. Sus brazos y sus manos no hacían movimientos. Desaparecieron los ciclos. El horizonte era las espaldas de los que andaban por delante. Se perdieron los contactos entre los cuerpos. Ya no volvería el sol en el tiempo del cataclismo. El suelo era como una expedición del silencio para esos hombres del final, sonámbulos de pesadumbre. Avanzaban en la oscura reverberación de la noche como una extensión de insectos. Parecían mineros subterráneos. Sus ojos apagados no necesitaban el fuego. No dormían, no comían, caminaban. Todo era casi imperceptible. Desapareció lo arbitrario. Y ante el implacable secreto adoraban mientras al dios de la noche.
Carlos del Puente
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