Gruchegnka, Agrafena Alejandrovna: «Tú no comprendes nuestros sentimientos. (...) Ahora, Aliocha, voy a confesarme a ti, a ti solo, para que sepas quién soy.»

viernes, mayo 08, 2015



«Gruchegnka vivía en el barrio más animado de la ciudad, cerca de plaza de la Iglesia, en casa de la viuda del comerciante Morozov, en cuyo patio ocupaba un reducido pabellón de madera. El edificio Morozov era una construcción de piedra de dos pisos, vieja y fea. Su propietaria era una mujer de edad que vivía con dos sobrinas solteras y ya entradas en años. No tenía necesidad de alquilar ninguna habitación, pero había admitido a Gruchegnka como inquilina (cuatro años atrás) para complacer al comerciante Samsonov, pariente suyo y protector oficial de la muchacha.

Se decía que el celoso viejo había instalado allí a su protegida para que la viuda de Morozov vigilara su conducta. Pero esta vigilancia fue muy pronto inútil, ya que la viuda no veía casi nunca a Gruchegnka; de aquí que dejase de importunarla con su espionaje.

Cuatro años habían transcurrido ya desde que el viejo había sacado de la capital del distrito a aquella muchacha de dieciocho años, tímida, delicada, flacucha, pensativa y triste, y desde entonces había pasado mucha agua por debajo de los puentes. En nuestra ciudad no se sabía nada de ella con exactitud,y siguió sin saberse, a pesar de que muchos empezaron a interesarse por la espléndida belleza de la mujer en que se había convertido Agrafena Alejandrovna. Se contaba que a los diecisiete años había sido seducida por un oficial que la había abandonado en seguida para casarse, dejando a la desgraciada con su vergüenza y su miseria. También se decía que Gruchegnka procedía de una familia honorable y de profundo espíritu religioso. Era hija de un diácono que no ejercía, o algo parecido. En cuatro años, la desgraciada, tímida y enfermiza se había convertido en una belleza rusa, espléndida y sonrosada; en una persona de carácter enérgico, altivo, audaz; en una mujer avara y astuta que manejaba con habilidad el dinero y había conseguido reunir cierto capital con más o menos escrúpulos. De lo que no había ninguna duda era de que Gruchegnka se mantenía inexpugnable, de que, aparte el viejo, nadie había podido envanecerse durante aquellos cuatro años de haber conseguido sus favores. El hecho era indudable. Sobre todo en los dos últimos años, había tenido muchos galanteadores, pero todos fracasaron, y algunos hubieron de batirse en retirada, envueltos en el ridículo, ante la resistencia de la enérgica joven.

Se sabía también que se dedicaba a los negocios, especialmente desde hacía un año, y que demostraba tal aptitud para este trabajo, que algunos habían llegado a tacharla de judía. No prestaba dinero con usura, pero se sabía que durante algún tiempo se había dedicado, en compañía de Fiodor Pavlovitch Karamazov, a comprar pagarés por un precio insignificante, incluso por la décima parte de su valor, y que había conseguido cobrar algunos por la totalidad al cabo de poco tiempo. Desde hacia un año, el viejo Samsonov apenas se sostenía sobre sus hinchados pies. Era viudo y trataba tiránicamente a sus hijos, que eran ya hombres hechos y derechos. Poseía una fortuna y la avaricia le cegaba. Sin embargo, había caído bajo el dominio de su protegida, a la que al principio pasaba una cantidad irrisoria, tanto que algunos bromistas decían que la tenía a pan y agua. Gruchegnka había conseguido emanciparse sin dejar de inspirarle una confianza sin limites acerca de su fidelidad. Este viejo y consumado hombre de negocios poseía un carácter inflexible. En su avaricia, era duro como la piedra. A pesar de que estaba subyugado por Gruchegnka hasta el punto de que no podía pasar sin ella, nunca le había dado sumas de dinero importantes. Aunque su amada protegida le hubiera amenazado con dejarlo, él no se habría ablandado. Al fin, le entregó ocho mil rublos, cosa que sorprendió a todo el que lo supo.

-No eres tonta -le dijo-. Negocia con este dinero. Pero te prevengo que de ahora en adelante sólo recibirás la asignación anual de siempre y no heredarás de mí un solo céntimo.

Y mantuvo su palabra. Cuando murió, sus hijos, a los que había tenido siempre en su casa con sus mujeres y sus niños, se repartieron toda la herencia. A Gruchegnka no se la mencionó para nada en el testamento.

Para la joven fueron de gran valor los consejos que le dio Samsonov acerca del modo de sacar provecho de sus ocho mil rublos. El viejo incluso le recomendó ciertos «negocios».

Cuando Fiodor Pavlovitch Karamazov, que había conocido a Gruchegnka con motivo de una de sus operaciones comerciales, se enamoró de ella hasta el punto de perder la razón, Samsonov, que tenía ya un pie en la tumba, se echó a reír de buena gana. Pero cuando apareció en escena Dmitri Fiodorovitch se le cortó la risa.

-Si has de escoger entre los dos -dijo, muy serio, a la jo- ven-, quédate con el padre; pero siempre que este viejo granuja se case contigo y, antes de hacerlo, te asigne cierto capital. No hagas caso al capitán. Si lo eliges a él, no obtendrás ningún provecho.

Así habló el viejo libertino, presintiendo su próximo fin. No se equivocaba, pues murió al cabo de cinco meses. Digamos de paso que, aunque la grotesca y absurda rivalidad entre Dmitri y su padre no fue ningún secreto para buena parte de los habitantes de la ciudad, muy pocos sabían la clase de relaciones que padre a hijo sostenían con Gruchegnka. Incluso las sirvientas (tras el drama de que hablaremos) atestiguaron, como era justo, que Agrafena Alejandrovna recibía a Dmitri Fiodorovitch sólo por temor, ya que él la había amenazado de muerte. Las domésticas eran dos: una cocinera de edad avanzada, que estaba desde hacía mucho tiempo al servicio de la familia, mujer llena de achaques y sorda, y la nieta de ésta, avispada doncella de veinte años.

Gruchegnka habitaba en un modesto interior compuesto de tres piezas, en las que todos los muebles eran de caoba y de estilo 1820. Cuando llegaron Rakitine y Aliocha, era ya casi de noche, pero aún no se había encendido ninguna luz en la casa. La joven estaba en la salita, tendida en su canapé de cabecera de caoba forrada de un cuero ya desgastado y agujereado, y apoyada la cabeza en dos almohadas. Echada boca arriba y con las manos en la nuca, permanecía inmóvil. Llevaba una bata de seda negra y en la cabeza un gorro de encajes que le sentaba a maravilla. Cubría sus hombros con un pañuelo sujeto por un broche de oro macizo. Esperaba a alguien con visible impaciencia, pálida la tez, los labios y los ojos ardientes, y golpeando con su piececito el canapé como para medir el tiempo. Al oír entrar a los visitantes, saltó al suelo, a la vez que profería un grito de terror.

-¿Quién es? La doncella se apresuró a tranquilizarla.
-No es él; no se asuste.
«¿Qué le habrá pasado?», se dijo Rakitine, mientras cogía del brazo a Aliocha y lo conducía a la sala.

Gruchegnka permanecía de pie. Aún quedaba un gesto de pánico en su semblante. Un grueso mechón de su cabello castaño se había escapado del gorro y le caía sobre el hombro derecho; pero ella ni lo advirtió ni volvió él mechón a su sitio hasta que reconoció a sus visitantes.

-¡Ah! ¿Eres tú, Rakitka? ¡Qué susto me has dado! ¿Con quién vienes...? ¡Válgame Dios! -exclamó al ver a Aliocha.
-Di que enciendan la luz -dispuso Rakitine, con el acento de quien es de casa y tiene derecho a dar órdenes.
-Ahora mismo. Fenia, trae una bujía. Ahora ya puedes ir por ella.

Saludó a Aliocha con un movimiento de la cabeza y se arregló el pelo en el espejo. Parecía contrariada.
-¿He sido inoportuno? -preguntó Rakitine, sintiéndose de pronto ofendido.
-Me has asustado, Rikitka: eso es todo.
Gruchegnka se volvió hacia Aliocha. Sonreía.
-No me tengas miedo, querido Aliocha. Estoy encantada de tu inesperada visita. Creí que era Mitia; me pareció que quería entrar a la fuerza. Lo he engañado; me ha jurado que me creía y yo le he mentido. Le he dicho que iba a la casa del viejo Kuzma Kuzmitch para ayudarle a hacer sus cuentas y que estaría con él toda la tarde. En efecto, voy una vez por semana. Cerramos con llave y él hace números y yo escribo en los libros. No se fía de nadie más que de mi. Me extraña que Fenia os haya dejado entrar. Fenia, ve a la puerta de la calle y mira si el capitán ronda por aquí. Puede estar escondido, espiándonos. Estoy muerta de miedo.
-No hay nadie cerca de la casa, Agrafena Alejandrovna. Lo he mirado todo bien. Voy a cada momento a atisbar por las rendijas. Yo también tengo miedo.
-¿Están cerrados los postigos? Fenia, corre las cortinas para que no pueda ver que hay luz en la casa. Hoy tengo verdadero pánico a tu hermano Mitia, Aliocha.

Gruchegnka hablaba con voz estridente. Estaba inquieta, nerviosa.
-¿A qué viene ese pánico? -preguntó Rakitine-. Nunca has temido a Mitia. Lo tienes dominado.
-Hoy espero algo que lo hará cambiar todo. Estoy segura de que Mitia no cree que me haya quedado en casa de Kuzma Kuzmitch. Ahora debe de estar al acecho en el jardín de Fiodor PavIovitch. Bien mirado, esto es una suerte, pues, mientras vigile, no pensará en venir. He ido a casa del viejo, y Mitia lo sabe, porque me ha acompañado. Le he dicho que fuera a buscarme a la medianoche y él me lo ha prometido. Diez minutos después, salí de la casa y vine aquí corriendo. Temblaba sólo de pensar que podía encontrarme con él.
-¿Por qué estás tan arreglada? Llevas un gorro curiosísimo.
-Más curioso eres tú, Rakitka. Te repito que estoy esperando algo. Apenas lo reciba, saldré como un rayo y ya no me volverás a ver. Por eso estoy arreglada.
-¿Adónde piensas ir?
-Si alguien te lo pregunta, le contestarás que no lo sabes.
-¡Qué alegre eres! Nunca te había visto así. Estás tan compuesta como si tuvieras que ir a un baile.
Mientras hablaba así, Rakitine la miraba boquiabierto.
-¿De modo que sabes lo que son los bailes?
-¿Tú no?
-Sólo he visto uno. De esto hace tres años. Fue cuando se casó un hijo de Kuzma Kuzmitch. Yo asistí como espectadora... Pero no sé por qué demonio estoy hablando contigo cuando tengo un príncipe en mi casa... Querido Aliocha, no puedo creer lo que veo. Me parece mentira que hayas venido. Francamente, no lo esperaba: nunca creí que vinieras. Has elegido un mal momento.

Sin embargo, estoy muy satisfecha de verte aquí. Siéntate en el canapé, querido... Aún no he salido de mi sorpresa... ¡Ah, Rakitka! ¿Por qué no lo trajiste ayer o anteayer...? En fin, el caso es que me alegro de verte aquí... y tal vez sea mejor que hayas llegado en este momento... Se sentó al lado de Aliocha y se quedó mirándole con una expresión de éxtasis. No mentía: estaba verdaderamente contenta. Sus ojos fulguraban y en sus labios había una sonrisa llena de bondad. Aliocha no esperaba que Gruchegnka le recibiera con aquella bondadosa simpatía. Tenía de ella un pésimo concepto. Dos días atrás, la terrible réplica de Gruchegnka a Catalina Ivanovna le había producido una ingrata impresión. Estaba asombrado al verla tan distinta. Aun sin querer, y pese a las penas que lo abrumaban, la observó atentamente. Sus maneras habían mejorado. Las palabras dulzonas y los movimientos indolentes habían desaparecido casi por completo, cediendo su puesto a la simpatía, a los gestos espontáneos y sinceros. Sin embargo, era presa de gran excitación.

-¡Qué cosas tan extrañas me pasan hoy! ¿Por qué me hace tan feliz tu presencia, Aliocha? Lo ignoro.
-¿De veras? -dijo Rakitine, sonriendo-. Pues antes no cesabas de insistir en que te lo trajera. Para algo querrías verle.
-Sí, pero el motivo ya no existe. Ha pasado el momento. Ahora voy a darte el buen trato que mereces. Soy mejor de lo que era, Rakitka. Siéntate. Pero ya no es posible rectificar. Ya lo ves, Aliocha: está resentido porque no le he invitado a sentarse antes que a ti. Es muy susceptible. No te enfades, Rakitka. Ya te he dicho que ahora soy buena. ¿Por qué estás triste, Aliocha? ¿Me tienes miedo?
Gruchegnka sonreía maliciosamente, mirándole a los ojos.

-Está apenadísimo. Ha sufrido una decepción.
-¿Una decepción?
-Sí; su starets huele mal.
-Tú siempre con tus bromas. Aliocha, deja que me siente en tus rodillas. Así.
Se sentó. Como una gata mimosa, rodeó el cuello de Aliocha con su brazo derecho.
-Ya verás como consigo hacerte reír, mi piadoso amigo. ¿Puedo seguir sentada en tus rodillas? ¿No te disgusta? Si te molesta, no tienes más que decirlo y me levanto en seguida.

Aliocha guardaba silencio. Permanecía inmóvil y no respondía a las palabras de Gruchegnka. Pero sus sentimientos no eran los que suponía Rakitine, que lo observaba con ojos suspicaces. Su profunda aflicción ahogaba todas las demás sensaciones. Si le hubiera sido posible analizar las cosas, habría advertido que estaba acorazado contra las tentaciones.

A pesar de la insensibilidad en que le tenía sumido su abrumadora tristeza, experimentó una sensación extraña que le produjo gran asombro: aquella desenvuelta joven no le inspiraba el temor que en su alma iba siempre unido a la imagen de la mujer; por el contrario tenerla sentada en sus rodillas y rodeándole el cuello con el brazo despertaba en él un sentimiento inesperado, una cándida curiosidad que no tenía relación alguna con el temor. Esto era lo que le sorprendía.

-¡Bueno, basta de hablar por hablar! -exclamó Rakitine-. Ahora venga el champán. Me lo prometiste.
-Es verdad, Aliocha: le prometí invitarle a champán si te traía... Fenia, trae la botella que nos ha dejado Mitia. Date prisa. Aunque no soy despilfarradora, los invitaré. No lo hago por ti, Rakitine, pues tú sólo eres un pobre diablo, sino por Aliocha. No tengo humor para nada, pero beberé con vosotros.
-¿Qué es lo que esperas, si puede saberse? -preguntó Rakitine, como si no advirtiese la mordacidad de Gruchegnka.
-Es un secreto, pero tú estás al corriente -repuso Gruchegnka, preocupada-. Mi oficial está a punto de llegar.
-Eso he oído decir. ¿Está ya cerca de aquí?
-En Mokroie. Desde allí me enviará un mensajero. Acabo de recibir una carta suya y espero su mensaje.
-¿Y qué hace en Mokroie?
-La explicación es larga. Confórmate con lo que te he dicho.
-¿Lo sabe Mitia?
-No sabe ni una palabra. Si lo supiera, me mataría. Por lo demás, ya no le tengo miedo. Bueno, Rakitka; no quiero oír hablar de Mitia. Me ha hecho demasiado daño. Preflero dedicar todos mis pensamientos y miradas a Aliocha... Sonríe, querido; no pongas esa cara de mal humor... ¡Oh! Ha sonreído. ¡Y con qué dulzura me mira! Yo creía que me detestabas por mi escena de ayer con esa... esa señorita. Estuve muy grosera. En fin, eso ya ha pasado -añadió Gruchegnka pensativa y con una sonrisita perversa-. Mitia me ha dicho que esa joven gritaba: «¡Merecería que la azotasen!» La ofendí gravemente. Quiso seducirme con sus golosinas... En fin, sucedió lo mejor que podía suceder. Volvió a sonreír.

-Lo que sentiría es haberte disgustado a ti.
-Ya lo ves, Aliocha -dijo Rakitine, sinceramente sorprendido-. Te teme, teme a un tierno polluelo como tú.
-Como un tierno polluelo lo tratarás tú, que no tienes conciencia. Yo lo quiero. Créelo, Aliocha: te quiero con toda mi alma.
-¿Has visto qué desvergonzada? Se te ha declarado, Aliocha.
-Bueno, ¿y qué? Lo quiero.
-¿Y el oficial? ¿Y esa feliz noticia que esperas de Mokroie?
-Son cosas muy distintas.
-Ésta es la lógica de las mujeres.
-No seas pesado, Rakitine. Ya te he dicho que son cosas diferentes. Quiero a Aliocha de otro modo. Te confieso, Aliocha, que no me eras simpático. Soy mala y violenta. Pero, a veces, veía en ti mi conciencia. En ciertos momentos, me decía: «¡Cómo debe de despreciarme! » Esto es lo que pensaba cuando salí de casa de esa señorita. Hace mucho tiempo que me fijé en ti, Aliocha. Mitia lo sabe y me comprende. Te aseguro que a veces me avergüenzo al mirarte. ¿Cuándo y por qué empecé a pensar en ti? No lo sé.

En esto apareció Fenia y depositó en la mesa una bandeja con una botella descorchada y tres vasos llenos.
-¡Ha llegado el champán! -exclamó Rakitine-. Estás excitada, Agrafena Alejandrovna. Cuando bebas, empezarás a bailar. Luego exclamó:
-¡Qué contrariedad! Las copas están llenas y el champán se ha calentado. Además, la botella no tiene tapón.
Vació su vaso de un trago y lo volvió a llenar.
-¡Hay que aprovechar las ocasiones! -dijo, limpiándose los labios-. ¡Hala, Aliocha; coge tu vaso y bebe! ¿Pero por quién o por qué brindaremos? Levanta tu vaso, Grucha, y bebamos a las puertas del paraíso.
-¿Qué paraíso? Alzó su vaso. Aliocha hizo lo mismo; pero tomó un sorbo y volvió a depositar el vaso en una bandeja.
-Prefiero no beber -dijo con una dulce sonrisa.
-Entonces, tu resolución de antes ha sido pura jactancia -exclamó Rakitine.
-Si no bebe Aliocha, tampoco yo beberé. Puedes acabar con la botella, Rakitka.
-Empiezan las efusiones -dijo Rakitine con sorna-. ¡Y la niña, sentada en sus rodillas! Él está afligido, y es natural; ¿pero a ti qué te pasa? Aliocha se ha rebelado contra Dios: ¡iba a comer salchichón!
-¿Por qué?
-Porque su starets, el viejo Zósimo, el santo, ha muerto.
-¿Ha muerto? -exclamó Gruchegnka, santiguándose-. ¡Dios mío! ¡Y yo sentada aquí!
Se levantó de un salto y se sentó en el canapé. Aliocha la miró sorprendido. Su semblante se iluminó.
-No me irrites, Rakitine -dijo enérgicamente-. Yo no me he rebelado contra Dios. Yo no tengo ninguna animosidad contra ti. Sé más comprensivo; correspóndeme. He sufrido una pérdida que me afecta profundamente y tú no eres quién para juzgarme en estos momentos. Toma ejemplo de Gruchegnka. Ya ves lo noble que ha sido conmigo. Yo, dejándome llevar de mis peores sentimientos, he venido aquí convencido de que me enfrentaría con un alma perversa, y me he encontrado con un ser lleno de bondad, con una verdadera hermana... A ti me refiero, Agrafena Alejandrovna. Has regenerado mi alma.

Aliocha hubo de detenerse: estaba tan conmovido, que le temblaban los labios.
-Cualquiera diría que Gruchegnka te ha salvado -dijo Rakitine con una sonrisa burlona-. ¿Pero sabes que quería perderte?
-¡Basta, Rakitka! ¡Silencio los dos! Te lo digo a ti, Aliocha, porque tus palabras me sonrojan: me crees buena y soy mala. Y quiero que tú te calles, Rakitka, porque mientes. Yo me había propuesto perderlo, pero eso ya ha pasado. ¡No quiero volverte a oír hablar así, Rakitka!

Gruchegnka se había expresado con viva emoción.
-Están furiosos -murmuró Rakitine, mirándolos, perplejo-. Esto parece un manicomio. Pronto se echarán a llorar, no me cabe duda.
-Sí, lloraré -dijo Gruchegnka-. Me ha llamado hermana, y eso nunca lo podré olvidar. A pesar de lo mala que soy, Rakitka, he dado una cebolla.
-¿Una cebolla? ¡Demonio, están locos de verdad!
La exaltación de sus dos amigos asombraba a Rakitine. Sin embargo, era evidente que en aquellos momentos todo contribuía a impresionarlos mucho más de lo normal, cosa que Rakitine debía haber advertido. Pero Rakitine, que poseía gran agudeza para interpretar sus propios sentimientos y sensaciones, era incapaz de descubrir los ajenos, tanto por egoísmo como por inexperiencia juvenil.

-¿Has oído, Aliocha? -continuó Gruchegnka, con una risita nerviosa-. Me he jactado ante Rakitine de haber dado una cebolla. Voy a explicaros esto con toda humildad. Se trata de una leyenda que la cocinera me contaba cuando yo era niña... Había una mala mujer que murió sin dejar a su espalda la menor sombra de virtud. El demonio se apoderó de ella y la arrojó al lago de fuego. Su ángel guardián se devanaba los sesos para recordar alguna buena obra de la condenada y poder referírsela a Dios. Al fin, se acordó de una y le dijo al Señor: «Arrancó una cebolla de su campo para dársela a un mendigo.» Dios le contestó. «Toma esta cebolla y tiéndesela a la mujer del lago para que se aferre a ella. Si consigues sacarla, irá al paraíso; si la cebolla se rompe, la pecadora se quedará donde está.» El ángel corrió hacia el lago y le tendió la cebolla a la mujer. « Toma -le dijo-. Cógete fuerte.» Empezó a tirar con cuidado y pronto estuvo la mujer casi fuera. Los demás pecadores, al ver que sacaban a la mujer del lago, se aferraron a ella para aprovecharse de su suerte. Pero la mujer, en su maldad, empezó a darles puntapiés. «Es a mi a quien sacan y no a vosotros; la cebolla es mía y no vuestra.» En este momento, el tallo de la cebolla se rompió y la mujer volvió a caer en el ardiente lago, donde está todavía. El ángel se marchó llorando... Ésta es la leyenda, Aliocha. No me creas buena; soy todo lo contrario. Tus elogios me sonrojan. Deseaba tanto que vinieras, que prometí veinticinco rublos a Rakitka si te traía.

Perdona un momento. Fue a abrir un cajón, sacó su portamonedas y extrajo de él un billete de veinticinco rublos.
-No hagas tonterías -dijo Rakitine, avergonzado.
-Toma, Rakitka, quiero quedar en paz contigo. No rechaces lo que me pediste. Y le arrojó el billete.
-De acuerdo -dijo Rakitine, tratando de ocultar su confusión-. Los tontos existen para provecho de los listos.
-Cállate ya, Rakitka. Lo que tengo que decir no te interesa. Tú no nos quieres.
-¿Por qué he de quereros? -repuso Rakitine brutalmente.

Confiaba en que Gruchegnka le pagase sin que lo viese Aliocha. La presencia del joven lo abochornaba y lo irritaba. Hasta entonces, por pura conveniencia, había aceptado la actitud dominadora de Gruchegnka, a pesar de sus ironías. Pero ya no podía sobreponerse a su cólera.
-Se quiere por alguna razón. ¿Qué habéis hecho vosotros por mí?
-Se puede amar por nada, como hace Aliocha.
-¿De modo que él te ama? ¡Es chocante! Gruchegnka estaba de pie en medio de la sala. Se expresaba con calor, con exaltación.
-¡Calla, Rakitka! Tú no comprendes nuestros sentimientos. Y no me tutees; te lo prohíbo. Siéntate en un rincón y no abras la boca. Ahora,

Aliocha, voy a confesarme a ti, a ti solo, para que sepas quién soy. Yo quería perderte. Tanto lo deseaba, que compré a Rakitine para que te trajera. ¿Por qué tenía yo este deseo? Tú, ni sabías nada ni querías nada conmigo. Cuando pasabas por mi lado, bajabas los ojos. Yo preguntaba a la gente por ti. Tu imagen me perseguía. Yo pensaba: «Me desprecia. Ni siquiera quiere mirarme. Al fin, me pregunté, sorprendida: «¿Por qué temer a ese jovenzuelo? Haré de él lo que se me antoje.» Nadie podía faltarme al respeto, porque no tenía a nadie: sólo a ese viejo al que me vendí. No cabe duda de que fue Satán el que me unió a él. Estaba decidida a que fueses mi presa. Lo tomaba como un juego. Ya ves a qué detestable criatura has llamado hermana. Mi seductor ha llegado. Espero noticias suyas. Hace cinco años, cuando Kuzma me trajo aquí, el hombre que me sedujo lo era todo para mí. A veces me ocultaba para que nadie me viera ni me oyese. Lloraba como una tonta, me pasaba las noches en vela, diciéndome: «¿Dónde estará el monstruo? Debe de estar con otra, riéndose de mí. ¡Ah, si lo encuentro! Mi venganza será terrible.» Lloraba en la oscuridad, con la cabeza en la almohada, complaciéndome en torturarme. «¡Me las pagará!», gritaba. Y al pensar en mi impotencia, en que él se burlaba de mí, en que acaso me había olvidado por completo, saltaba del lecho y bañada en lágrimas, presa de una crisis nerviosa, empezaba a ir y venir por la habitación. Todo el mundo se me hizo odioso. Luego amasé un capital, me endurecí, engordé. Creerás que entonces era más comprensiva. Pues no. Aunque nadie lo sabe, muchas noches, como hace cinco años, rechino los dientes y exclamo entre sollozos: «¡Me vengaré!»... Ya lo sabes todo. ¿Qué piensas de mi? Hace un mes recibí una carta de él, anunciándome su llegada. Se ha quedado viudo y quiere verme. Esto me trastornó. ¡Dios mío, va a venir! Me llamará y yo acudiré, arrastrándome como un perro azotado, como quien ha cometido una falta. Pero ni yo misma estoy segura de que obraré así. ¿Cometeré la bajeza de correr hacia él? Ultimamente he sentido contra mí misma una cólera más violenta que la que sentí hace cinco años. Ya ves lo desesperada que estoy, Aliocha. Te lo he confesado todo. Mitia sólo era para mi una diversión... Calla, Rakitka. Tú no eres quién para juzgarme. Antes de vuestra llegada, yo os estaba esperando y pensaba en mi porvenir. Nunca podréis imaginar cuál era mi estado de ánimo. Aliocha, dile a esa joven que no me tenga en cuenta lo que le dije. Nadie sabe lo que pasaba por mí entonces... A lo mejor, voy a verlo armada con un cuchillo. Aún no estoy segura.

Incapaz de poner freno a su emoción, Gruchegnka se detuvo, se cubrió el rostro con las manos y se desplomó en el canapé, llorando como un niño. Aliocha se levantó y se acercó a Rakitine.
-Micha -le dijo-, te ha dicho cosas muy duras, pero no te enfades. Ya la has oído. No se puede pedir demasiado a las almas. Hay que ser misericordiosos. Aliocha pronunció estas palabras dejándose llevar de un impulso irresistible. Tenía necesidad de expansionarse y las habría dicho aunque hubiera estado solo. Pero Rakitine lo miró irónicamente y Aliocha enmudeció:
-Alexei, varón de Dios -dijo Rakitine con una sonrisa de odio-, tienes la cabeza llena de las ideas de tu starets y me hablas como me hablaría él.
-No te burles de ese santo, Rakitine -dijo Aliocha con profundo pesar-. Era superior a todos en la tierra. No te hablo como un juez, sino como el último de los acusados. Yo no soy nadie ante esta joven. Yo he venido aquí con viles propósitos, para perderme. Pero a ella, aun después de cinco años de sufrimiento, le ha bastado oír unas palabras sinceras para perdonar, olvidarlo todo y llorar. Su seductor ha vuelto, la ha llamado, y ella, que lo ha perdonado, correrá hacia él alegremente, sin ningún cuchillo. Yo no soy así, Micha, e ignoro si tú lo eres. He recibido una lección. Gruchegnka es superior a nosotros. ¿Sabías lo que me acaba de contar? Estoy seguro de que no, pues, si lo hubieras sabido, te habrías mostrado comprensivo con ella desde hace tiempo. También la perdonará la joven que ha sido ofendida por ella cuando lo sepa todo. Es un alma que no se ha reconciliado con Dios todavía. Hay que guiarla. En ella hay tal vez un tesoro.

Aliocha se detuvo, falto de aliento. A despecho de su irritación, Rakitine lo miraba con un gesto de sorpresa. No esperaba semejante perorata del apacible Aliocha.

-Eres un gran abogado -exclamó entre insolentes carcajadas-. ¿Te habrás enamorado de ella? Agrafena Alejandrovna, has vuelto del revés el alma de nuestro asceta. Gruchegnka levantó la cabeza y sonrió dulcemente a Aliocha. Tenía el rostro hinchado todavía por las lágrimas que acababa de derramar.
-Déjalo, Aliocha. Es un hombre mezquino. No merece que se le hable. Mikhail Ossipovitch, iba a pedirte perdón, pero me vuelvo atrás. Aliocha, ven a sentarte aquí. Lo cogió de la mano mientras le dirigía una mirada radiante.
-Dime: ¿amo a mi seductor o no lo amo? Antes me estaba haciendo esta pregunta en la oscuridad. Ilumina mi pensamiento. Haré lo que tú me digas. ¿Debo perdonarlo?
-Lo has perdonado ya.
-Es verdad -dijo Gruchegnka, pensativa-. Soy cobarde. Voy a beber por mi cobardía. Cogió un vaso, se lo bebió de un trago y después lo arrojó al suelo. Sonreía cruelmente.
-Tal vez no haya perdonado todavía -dijo con acento amenazador, los ojos bajos, y como hablando consigo misma-. Tal vez sea solamente que sueño con perdonar. Aliocha, eran mis cinco años de sufrimiento lo que me enternecía; mi dolor, no él.
-No quisiera estar en su pellejo -dijo Rakitine.
-No podrías estar nunca, Rakitka. Sólo puedes servirme para limpiarme los zapatos. Una mujer como yo no está hecha para ti. Y acaso tampoco para él.
-Entonces, ¿por qué te has compuesto tanto?
-No te burles de mi vestido, Rakitka. Tú no me conoces; tú no sabes por qué me lo he puesto. He pensado que podría ir a decirle: «¿Me has visto alguna vez tan hermosa?» Cuando me dejó, yo era una chiquilla de diecisiete años, enfermiza y llorona. Lo adularé y lo enardeceré. «Ya ves cómo soy ahora, querido. Bueno, basta de charla. Si esto te ha abierto el apetito, ve a saciarlo en otra parte.» Ya sabes, Rakitka, para lo que pueden servir todas estas galas... Estoy ciega de ira, Aliocha. Soy capaz de desgarrar este vestido, de desfigurarme a ir por las calles a mendigar. Soy capaz de quedarme en casa, de devolverle a Kuzma su dinero y sus regalos y ponerme a trabajar por un jornal. ¿Crees que no tendría valor para obrar así, Rakitka? Pues bastaría que me lo propusiera... Al otro lo despreciaré, me burlaré de él. Después de referir estas palabras con vehemencia, se cubrió la cara con las manos y volvió a arrojarse sobre los cojines, llorando convulsivamente. Rakitine se levantó.
-Es ya tarde. Nos exponemos a que no nos dejen entrar en el monasterio. Gruchegnka se sobresaltó.
-¡Oh, Aliocha! ¿Vas a dejarme? -exclamó con amarga sorpresa-. Piensa en mi situación. Me has trastornado, y ahora que llega la noche me quedaré sola.
-No puede pasar la noche en tu casa -dijo Rakitine con maligna intención-. Pero si quiere quedarse, me iré solo.
-¡Calla, miserable! -exclamó Gruchegnka-. Tú no me has hablado jamás como él acaba de hablarme.
-No ha dicho nada extraordinario.
-No sé si ha dicho algo extraordinario o no, pero lo cierto es que me ha llegado al corazón... Ha sido el primero, el único, que me ha compadecido. ¿Por qué no viniste antes, querido? Y, en un arrebato de fervor, cayó de rodillas ante Aliocha.
-Toda la vida he estado esperando que alguien como tú me trajera el perdón. Siempre he creído que se me podía querer a pesar de mi deshonor.
-¿Pero qué he hecho yo por ti? -dijo Aliocha, inclinándose hacia ella y cogiéndole las manos-. Te he tendido una cebolla y de las más pequeñas: esto es todo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. En ese momento se oyó un ruido. Alguien había entrado en la casa. Gruchegnka se puso en pie, atemorizada. Fenia irrumpió en la sala.
-¡Señora, señora mía -dijo alegremente, con respiración anhelante-, ha llegado la diligencia de Mokroie, conducida por Timoteo! Van a cambiar los caballos. ¡Ha traído esta carta, señora!
Y blandía el sobre. Gruchegnka se apoderó de él y lo acercó a la luz. Dentro había un lacónico billete. Gruchegnka lo leyó en un instante.
-¡Me llama! -exclamó. Estaba pálida. En sus labios crispados había una sonrisa morbosa.
-¡Me ha silbado! El perro acudirá arrastrándose. Estuvo un momento indecisa. De pronto, su rostro enrojeció.

-¡Me voy! ¡Adiós, mis cinco años de tormento! Adiós, Aliocha. La suerte está echada. ¡Apartad, marchaos todos! ¡No quiero volver a veros! Gruchegnka corre hacia una nueva vida... No me guardes rencor, Rakitka. Tal vez vaya hacia la muerte. ¡Oh, estoy como ebria!
Entró apresuradamente en su dormitorio.
-Ahora ya no nos necesita -gruñó Rakitine-. Vámonos. La monserga podría empezar de nuevo, y ya estoy de ella hasta la coronilla.
Aliocha se dejó conducir maquinalmente. En el patio, todo eran idas y venidas a la luz de una linterna. Se estaba cambiando el tiro de tres caballos. Apenas habían salido los dos jóvenes, se abrió la ventana del dormitorio y se oyó la voz sonora de Gruchegnka.

-Aliocha, saluda de mi parte a tu hermano Mitia. Dile que no guarde mal recuerdo de mi. Repítele estas palabras: «Gruchegnka se ha ido con un hombre vil en vez de quedarse contigo, que eres una persona honorable.» Añade que le he querido durante una hora, sólo durante una hora; pero que se acuerde siempre de esta hora. Y que en lo sucesivo Gruchegnka... mandará en su pensamiento...

Los sollozos le impidieron continuar. Gruchegnka cerró la ventana. Rakitine se echó a reír.
-Deja a Mitia hecho un guiñapo y quiere que la recuerde toda la vida. ¡Qué ferocidad!

Aliocha no dio muestra alguna de haberle oído. Avanzaba a paso rápido al lado de su compañero. En su semblante se leía una profunda confusión. Rakitine tenía la sensación de que le hurgaban en una llaga: al conducir a Aliocha a casa de Gruchegnka, esperaba un resultado muy distinto. Estaba profundamente decepcionado.
-El oficial de Gruchegnka es polaco. Ahora ya no es oficial. Estaba empleado en la aduana de Siberia, en la frontera china. Debe de ser un pobre diablo. Dicen que ha perdido el empleo. Sin duda, se ha enterado de que Gruchegnka tiene sus ahorros y por eso ha venido. Esto lo explica todo. Alioçha seguía, al parecer, sin comprender nada. Rakitine continuó:

-Has convertido a una pecadora; has encauzado por el buen camino a una mujer descarriada. Has expulsado a los demonios. O sea, que los milagros que esperábamos se han cumplido.
-¡Basta, Rakitine! -exclamó Aliocha, con el alma dolorida.
-Me desprecias por los veinticinco rublos que me ha dado Gruchegnka. He vendido a un amigo. Pero ni tú eres Cristo ni yo soy Judas.
-Te aseguro que no pensaba en eso. Lo había olvidado y me lo has recordado tú. Pero Rakitine estaba furioso.
-¡Que el diablo se os lleve a todos! -exclamó-. No sé por qué demonio he hecho amistad contigo. De ahora en adelante, como si no nos conociéramos. Adiós; ya conoces el camino. Dobló por una callejuela y Aliocha quedó solo en la oscuridad de la noche. Pero siguió adelante, salió de la ciudad y se dirigió al monasterio a campo traviesa.»

«Aunque le hubiera amado durante una hora, Gruchegnka lo atormentaba despiadadamente. Al principio no pudo saber nada sobre sus propósitos. No los podía averiguar ni por medio de la dulzura ni mediante la violencia. Si hubiera utilizado uno de esos dos procedimientos, ella se habría enojado y apartado de él inmediatamente. Mitia sospechaba que Gruchegnka se debatía en la incertidumbre, sin conseguir tomar una resolución. Suponía, no sin razón, que ella lo detestaba a veces, y no sólo a él, sino también a su amor apasionado. Tal vez era así, pero Mitia no podía comprender exactamente de dónde procedía la ansiedad de Gruchegnka. En realidad, todas sus inquietudes quedaban dentro de esta alternativa: él o Fiodor Pavlovitch.

Al llegar a este punto, es conveniente anotar un hecho indudable. Dmitri estaba seguro de que su padre ofrecería el matrimonio a Gruchegnka -si no se lo había ofrecido ya- y ni por pienso creía que el viejo libertino confiara en arreglarlo todo con sólo tres mil rublos. Conocía el carácter de Gruchegnka. Por eso consideraba que su inquietud procedía de que no sabía por qué lado inclinarse, al ignorar en cuál de los dos hallaría más ventajas.

En el próximo regreso del «oficial», del hombre que había desempeñado un papel tan implacable en la vida de Gruchegnka, regreso que la joven esperaba con una mezcla de alegría y temor, Mitia -cosa extraña- no pensaba lo más mínimo. Verdad es que Gruchegnka había guardado silencio sobre este punto los últimos días. Sin embargo, Mitia estaba enterado de que, hacía un mes, su pretendida había recibido una carta de su seductor a incluso había leído parte de ella. Gruchegnka se la había enseñado en un momento de indignación, y quedó sorprendida al ver que él no le daba importancia. No es fácil comprender el motivo de esta indiferencia. Acaso era simplemente que, abrumado por la rivalidad con su padre, no podía imaginarse que hubiese nada peor en aquellos momentos. No acababa de creer en un novio salido de no se sabía dónde, después de cinco años de ausencia, ni en su próxima llegada, anunciada en términos muy vagos. La carta era confusa, enfática, sentimental, y Gruchegnka le había ocultado las últimas líneas, que hablaban más claramente del regreso. Además, Mitia recordó después la actitud desdeñosa con que Gruchegnka había recibido este comunicado de Siberia. La joven no había explicado nada más acerca de este nuevo rival. No es, pues, extraño que Mitia acabara por olvidarlo.

Mitia sólo creía en la inminencia de un conflicto con Fiodor Pavlovitch. En el colmo de la ansiedad, esperaba a cada momento la resolución de Gruchegnka, y opinaba que surgiría pronto, como una inspiración. Si Gruchegnka se presentaba a él y le decía: «Aquí me tienes; soy tuya para siempre», todo habría terminado. Se la llevaría lo más lejos posible, si no al fin del mundo, sí al fin de Rusia. Se casarían y vivirían donde nadie les conociera, ignorados de todos. Entonces él empezaría una nueva vida, virtuosa, de regeneración, sueño que acariciaba ávidamente. El cenagal en que se había hundido voluntariamente le producía verdadero horror y, como tantos otros de los que están en su caso, deseaba sobre todo cambiar de ambiente. Alejarse de la gente que lo rodeaba, de la atmósfera en que vivía, perder de vista aquel lugar maldito, sería una renovación completa, una existencia transformada. He aquí los pensamientos que le absorbían. El caso tenía otra solución posible, otro desenlace, éste espantoso para él. Si ella le decía de pronto: «Vete. He escogido a Fiodor Pavlovitch. Me casaré con él. No te necesito...», entonces..., entonces... Mitia ignoraba lo que entonces podría suceder. Y lo ignoró hasta el último momento; hay que reconocerlo, hay que hacerle justicia. No tenía ningún propósito definido: el crimen no fue premeditado. Se conformaba con acechar, con espiar. Se atormentaba, pero preveía un feliz desenlace. Todas las demás ideas las rechazaba. Entonces empezó una nueva tortura, entonces surgió una nueva circunstancia, secundaria, pero fatídica, insoluble... En caso de que Gruchegnka le dijese: «Soy para ti. Llévame contigo», ¿cómo se las compondría para llevársela? Las rentas que obtenía de las entregas que regularmente le hacía su padre se habían agotado. Cierto que Gruchegnka tenía dinero, pero, sobre este particular, Mitia era de un amor propio inflexible. Quería llevársela y empezar una nueva vida con sus propios recursos, no con los de su amada. La simple idea de recurrir al capital de Gruchegnka le producía un profundo malestar.»

«Pero Mitia había desaparecido ya. Corrió como un rayo a casa de Gruchegnka. Ésta había partido para Mokroie hacía un cuarto de hora. Fenia estaba en la cocina con la cocinera cuando llegó el «capitán». Al verle, Fenia lanzó un grito.
-¿Por qué gritas? -preguntó Mitia-. ¿Dónde está tu dueña? Y sin esperar la respuesta de Fenia, que estaba paralizada por el terror, cayó de rodillas a sus pies.
-¡Fenia, por Dios, por nuestro Señor Jesucristo, dime dónde está tu ama! -No lo sé, querido Dmitri Fiodorovitch; no lo sé en absoluto. Aunque me matara usted, no podría decírselo, porque no lo sé. Usted salió con ella de aquí...
-Pero ha vuelto.
-No, no ha vuelto: se lo juro por todos los santos.
-¡Mientes! -rugió Mitia-. Me basta verte temblar, para saber dónde está.

Y echó a correr. Fenia, que aún temblaba de espanto, se felicitó de haber salido tan bien librada, pues comprendía que la cosa habría sido mucho peor para ella si Mitia hubiera dispuesto de tiempo.

Cuando Dmitri se marchó, hizo algo que asombró a las dos mujeres.
En la mesa había un mortero con su mano de cobre. Mitia, cuando ya había abierto la puerta, cogió la mano y se la guardó en el bolsillo. Fenia gimió:

-¡Dios mío! Ese hombre va a matar a alguien.»





Dostoievski, Los hermanos Karamazov


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