Dostoievski, Sobre el suicidio: «Estoy dispuesto a expiar mi crimen hasta el fin con tal que no repercuta en mi mujer y mis hijos.» «Entonces Dios entregó a Satán a aquel hombre (Job) justo y amado por Él.» «y que Dios permitiera la ruina de su siervo»
lunes, abril 27, 2015
«Dirigió una amable sonrisa a sus huéspedes y continuó:
-Padres míos, yo no he dicho nunca, ni siquiera a este joven, por qué su rostro ha despertado en mí tan gran afecto. Ha sido para mí como un recuerdo y como un presagio.
En la aurora de mi vida, yo tenía un hermano que murió ante mis ojos apenas cumplió los diecisiete años.
Después, en el curso del tiempo, me fui convenciendo poco a poco de que este hermano fue en mi destino como una indicación,
como un decreto de la providencia,
pues estoy seguro de que sin él yo no habría sido religioso,
no habría emprendido esta preciosa ruta.
Aquella primera revelación
se produjo en mi infancia, y ahora, en el término de mi carrera,
me parece estar presenciando
una repetición de aquel hecho.
Lo notable es, padres míos, que, sin que exista entre Aliocha y mi hermano un verdadero parecido de cara, la semejanza espiritual llega al extremo de que
más de una vez he creído que Alexei era mi hermano mismo,
que venía a verme al final de mi carrera para recordar el pasado.
Y esta extraña ilusión ha sido tan vivida,
que incluso a mí me ha llenado de asombro. Se volvió hacia el novicio que le servía y continuó:
-¿Comprendes, Porfirio? Más de una vez te he visto apenado por mi evidente preferencia por Aliocha. Ya conoces el motivo. Pero también a ti te quiero, puedes creerme, y tu pena me ha apenado a mi.
Quiero hablaros, mis buenos amigos, de este hermano mío,
pues en mi vida no ha habido nada más significativo ni más conmovedor.
En este momento veo toda mi existencia como si la reviviese.
Debo advertir que esta última conversación del starets con sus visitantes el día de su muerte, se conservó en parte por escrito. Alexei Fiodorovitch Karamazov la escribió de memoria algún tiempo después. Ignoro si Aliocha se limitó a reproducir lo dicho en aquella conversación por el starets o si tomó algo de otras charlas con su maestro. Por otra parte, en el manuscrito de Aliocha, el discurso del starets es continuo, sólo él habla contando a sus amigos su vida, siendo así que, según referencias posteriores, la charla fue general y sus colegas le interrumpieron con sus intervenciones, para exponer sus propios recuerdos. Además, el discurso no pudo ser ininterrumpido, ya que el starets se ahogaba a veces y perdía la voz. Entonces tenía que echarse en la cama para descansar, aunque permanecía despierto, mientras los visitantes no se movían de donde estaban. En estos intervalos, el padre Paisius leyó dos veces el Evangelio. Detalle curioso: nadie esperaba que el starets muriese aquella noche. Después de haber pasado el día durmiendo profundamente, parecía haber extraído de su propio cuerpo una energía que le sostuvo durante esta larga conversación con sus amigos. Pero esta animación sorprendente debida a la emoción fue pasajera: el starets se extinguió de pronto. He preferido no entrar en detalles y limitarme a reproducir el relato del starets según el manuscrito de Alexei Fiodorovitch Karamazov. Así será más breve y menos fatigoso, aunque, como ya he dicho, tal vez Aliocha tomó muchas cosas de conversaciones anteriores.
CAPITULO II
BIOGRAFÍA DEL STARETS ZÓSIMO, QUE DESCANSA EN EL SEÑOR, ESCRITA, SEGÚN SUS PROPIAS PALABRAS, POR ALEXEI FIODOROVITCH KARAMAZOV
a) El hermano del starets Zósimo
Mis queridos padres: nací en una lejana provincia del norte, en V... Mi padre era noble, pero de condición modesta. Como murió cuando yo tenía dos años, no me acuerdo de él. Dejó a mi madre una casa de madera y un capital suficiente para vivir con sus hijos sin estrechez.
Los hijos éramos dos: mi hermano mayor, Marcel, y yo, Zenob.
Marcel tenía ocho años más que yo y era un joven impulsivo, irascible,
pero bondadoso, sin ninguna malicia, extrañamente taciturno,
sobre todo cuando estaba en casa con mi madre, los sirvientes y yo.
En el colegio era buen alumno.
No alternaba con sus compañeros, pero tampoco reñía con ellos,
según me decía mi madre. Seis meses antes de cumplir los diecisiete años, edad en la que entregó su alma a Dios, empezó a tratar a un
deportado de Moscú, desterrado a nuestra ciudad por sus ideas liberales.
Era éste un sabio, un filósofo que gozaba de gran prestigio en el mundillo universitario.
Tomó afecto a Marcel y lo recibía de buen grado en su casa. Mi hermano
pasó largas veladas en su compañía. Esto duró todo el invierno, hasta que el deportado, que había solicitado un cargo oficial en Petersburgo, donde tenía protectores, lo obtuvo.
Al llegar la Cuaresma, Marcel se negó a ayunar. De su boca salían frases de burla como ésta:
-Todo eso es absurdo. Dios no existe.
Mi madre se estremecía al oírlo. Y también los criados, e incluso yo, pues, aunque era un niño de nueve años, estas ideas me aterraban. Teníamos cuatro criados, todos siervos, que compramos a un terrateniente amigo nuestro. Recuerdo que mi madre vendió por sesenta rublos uno de ellos, la cocinera, que era vieja y coja, y tomó para sustituirla a una sirvienta libre. En la Semana Santa, mi hermano se sintió de pronto peor. Era un muchacho propenso a la tuberculosis, de talla media, delgado y débil, aunque en su rostro había un sello de distinción. Se enfrió y, poco después, el médico dijo en voz baja a mi madre que Marcel sufría una tisis galopante y que no pasaría de la primavera. Mi madre se echó a llorar y, con grandes precauciones, rogó a mi hermano que cumpliera con la Iglesia, pues Marcel estaba en pie todavía. Al oír esto, mi hermano se enfadó y empezó a despotricar contra la Iglesia; pero, al mismo tiempo, comprendió que estaba enfermo de gravedad y que ésta era la causa de que mi madre le enviara a cumplir con la religión.
Él sabía desde hacía mucho tiempo que estaba condenado a muerte.
Hacía un año, nos había dicho una vez en la mesa:
-Mi destino no es convivir con vosotros en este mundo.
Tal vez no dure ni siquiera un año. Fue como una profecía.
Al año siguiente, tres días después de haberle dicho mi madre que cumpliera con sus deberes religiosos, empezó la Semana Santa.
Desde el martes, mi hermano fue a la iglesia.
-Hago esto por ti, madre -le dijo-: quiero tranquilizarte y verte contenta. Mi madre lloró de alegría y de pesar a la vez.
«Para que se haya producido en él semejante cambio -pensó- es necesario que su fin esté próximo.»
Pronto hubo de guardar cama, de modo que confesó y comulgó en casa. Los días eran claros y serenos; el aire estaba cargado de perfumes. La Pascua había caído demasiado tarde aquel año. Mi hermano se pasaba la noche tosiendo. Apenas dormía. Por las mañanas se vestía y probaba a estar sentado en un sillón. Me parece estar viéndole en su butaca, sonriente, lleno de paz y dulzura, enfermo, pero con el semblante alegre.
Había cambiado por completo: era aquélla una transformación sorprendente.
La vieja sirvienta entraba en la habitación.
-Déjeme encender la lámpara de la imagen, querido.
-Enciéndela.
Antes te lo prohibía porque era un monstruo.
Lo que tú haces, lo mismo que la alegría que yo siento, es como una plegaria. Por lo tanto, los dos oramos al mismo Dios.
Estas palabras eran incomprensibles. Mi madre se fue a llorar a su habitación. Al volver junto a mi hermano, se enjugó las lágrimas.
-No llores, madre mía -decía a veces-. Viviré todavía mucho tiempo,
y tú y yo nos divertiremos juntos. ¡Es tan alegre la vida!
-¿Alegre? ¿Cómo puedes decir eso cuando pasas las noches con fiebre
y tosiendo con una tos que parece que el pecho se te va a romper?
-No llores, mamá.
La vida es un paraíso.
Lo que pasa es que no queremos verlo.
Si quisiéramos verlo, la tierra entera sería un paraíso para todos.
Estas palabras sorprendieron a cuantos las escucharon, por su extraño sentido y su acento de resolución. Los oyentes estaban tan conmovidos, que les faltaba poco para echarse a llorar. Nuestras amistades venían a casa.
-Mis queridos amigos -les decía mi hermano-, ¿qué he hecho yo para merecer vuestro afecto? ¿Cómo podéis quererme tal como soy? Antes yo ignoraba vuestra estimación: no sabía apreciarla. A los sirvientes que entraban en su habitación les decía:
-Amigos míos, ¿por qué me servís? Si Dios me concediera la gracia de vivir, os serviría yo a vosotros, pues todos debemos servirnos mutuamente. Mi madre, al oírle, movía la cabeza.
-Es tu enfermedad, hijo mío, lo que te hace hablar de esta manera.
-Mi querida madre, ya sé que ha de haber amos y servidores, pero yo quiero servir a mis criados como ellos me sirven a mi. Y aún te diré más, madre mía:
todos somos culpables ante los demás por todos y por todo,
y yo más que nadie.
Al oír esto, mi madre sonrió a través de sus lágrimas.
-¿Cómo puedes tener tú más culpa que todos ante los demás? Hay asesinos, bandidos...
¿Qué pecados has cometido tú que sean más graves que los de todos tus semejantes?
-Mi querida mamá, mi adorada madrecita -solía decir entonces estas cosas dulces, inesperadas-, te aseguro que todos somos culpables ante todos y por todo. No sé explicarme bien, pero veo claramente que es así, y esto me atormenta. ¿Cómo se puede vivir sin comprender esta verdad?
Cada día se despertaba más enternecido, más feliz, más vibrante de amor. El doctor Eisenschmidt, un viejo alemán, lo visitaba.
-Dígame, doctor -bromeaba a veces-, ¿viviré un día más?
-Vivirá usted mucho más de un día -respondía el médico-: vivirá meses, años... Y él exclamaba: -¿Meses, años?
Al hombre le basta un día para conocer la felicidad...
Mis queridos y buenos amigos: ¿por qué hemos de reñir, por qué guardarnos rencor? Vamos al jardín a pasear, a solazarnos.
Bendeciremos la vida y nos abrazaremos.
-Su hijo no puede vivir -decía el médico a mi madre cuando ella le acompañaba a la puerta-. La enfermedad le hace desvariar. Su habitación daba al jardín, donde crecían árboles añosos. Los retoños habían brotado; llegaban bandadas de pájaros; algunos cantaban ante su ventana, y para él era un placer contemplarlos. Un día empezó a pedirles perdón también a ellos.
-Pájaros de Dios, alegres pájaros: perdonadme, pues también contra vosotros he pecado. Nosotros no lo comprendimos. Él lloraba de alegría. -La gloria de Dios me rodeaba: los pájaros, los árboles, los prados, el cielo...
Y yo llevaba una vida vergonzosa, insultando a la creación, sin ver su belleza ni su gloria.
-Exageras tus pecados -suspiraba a veces su madre.
-Mi querida madre, lloro de alegría, no de pesar.
Quiero ser culpable ante ellos...
No sé cómo explicártelo... Si he pecado contra todos, todos me perdonarán, y esto será el paraíso.
¿Acaso no estoy ya en él?
Y aún dijo muchas cosas más que he olvidado. Recuerdo que un día entré solo en su habitación. Era el atardecer; el sol poniente iluminaba el aposento con sus rayos oblicuos. Me dijo por señas que me acercara, apoyó sus manos en mis hombros, estuvo mirándome en silencio durante un minuto y al fin dijo:
-Ahora vete a jugar. Vive por mí. Yo salí de la habitación y me fui a jugar. Andando el tiempo, me acordé muchas veces de estas palabras llorando. Todavía dijo muchas más cosas desconcertantes, admirables, que no pudimos comprender entonces. Murió tres semanas después de Pascua, con todo el conocimiento, y aunque últimamente ya no hablaba, siguió siendo el mismo hasta el fin. La alegría brillaba en sus ojos, nos buscaba con ellos, nos sonreía, nos llamaba. Incluso en la ciudad se habló mucho de su muerte.
Yo era un niño entonces, pero todo esto dejó en mi corazón una huella imborrable que se había de manifestar posteriormente.
b) Las Sagradas Escrituras en la vida del starets Zósimo
Mi madre y yo quedamos solos. Buenos amigos de casa le hicieron ver que debía enviarme a Petersburgo, que si me retenía a su lado entorpecería mi carrera. Le aconsejaron mi ingreso en el cuerpo de cadetes, a fin de que pudiera entrar en seguida en la guardia. Mi madre dudó largamente; no se decidía a separarse de su único hijo. Al fin se avino a ello, por considerar que obraba en beneficio mío, pero no sin derramar abundantes lágrimas. Me llevó a Petersburgo y consiguió para mí el puesto que le habían dicho.
No la volví a ver: murió después de tres años de tristeza y ansiedad.
Sólo recuerdos excelentes conservo de la casa paterna. Estos recuerdos son los más preciosos para el hombre, con tal que un mínimo de amor y concordia hayan reinado en la familia. Es más: puede conservarse un buen recuerdo de la peor familia, siempre que se tenga un alma sensible. Entre estos recuerdos ocupan un puesto importante las historias santas, que me interesaban extraordinariamente a pesar de mis pocos años. Poseía entonces un libro de magníficos grabados titulado Ciento cuatro historias santas extraídas del Antiguo Testamento y del Nuevo. Este libro, en el que aprendí a leer, lo conservo todavía como una reliquia. Pero aun antes de saber leer, cuando sólo tenía ocho años, experimentaba -lo recuerdo perfectamente- cierta sensación de las cosas espirituales. El Lunes Santo, mi madre me llevó a misa. Era un día despejado. Me parece estar viendo aún el incienso que subía lentamente hacia la bóveda, mientras a través de una ventana que había en la cúpula bajaban hasta nosotros los rayos del sol, que parecían fundirse con las nubes de incienso. Yo lo miraba todo enternecido,
y por primera vez mi alma recibió conscientemente la semilla de la palabra divina.
Un adolescente avanzó hasta el centro del templo con un gran libro; tan grande era, que me pareció que al chico le costaba trabajo transportarlo. Lo colocó en el facistol, lo abrió, empezó a leer..., y yo comprendí que la lectura se realizaba en un templo consagrado a Dios.
Había en el país de Hus un hombre justo y piadoso que poseía cuantiosas riquezas: infinidad de camellos, ovejas y asnos. Sus hijos se solazaban; él los quería mucho y rogaba a Dios por ellos, pensando que tal vez en sus juegos pecaran.
Y he aquí que el diablo subió hasta Dios al mismo tiempo que los hijos de Dios y le dijo que había recorrido la tierra de un extremo a otro.
-¿Has visto a mi siervo Job? -preguntó el Señor. E hizo ante el diablo un gran elogio de su noble siervo. El diablo sonrió al oírle.
-Entrégamelo y verás como tu siervo murmura contra ti y maldice tu nombre.
Entonces Dios entregó a Satán a aquel hombre justo y amado por Él.
El diablo cayó sobre los hijos de Job y aniquiló sus riquezas en un abrir y cerrar de ojos.
Entonces Job desgarró sus vestidos, se echó de bruces al suelo y gritó:
-Salí desnudo del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra.
Dios me lo había dado todo; Dios todo me lo ha quitado. ¡Bendito sea su nombre ahora y siempre!
Padres míos, perdonadme estas lágrimas, pero toda mi infancia resurge ahora ante mí. Me parece que vuelvo a tener ocho años y que, como entonces, estoy asombrado, turbado, pensativo. Los camellos se grabaron en mi imaginación, y me impresionó profundamente
que Satán hablase a Dios como le habló,
y que Dios permitiera la ruina de su siervo,
y que éste exclamara:
«¡Bendito sea tu nombre, a pesar de tu rigor!»
Y también los dulces y suaves cánticos que después se elevaron en el templo... «¡Escucha mi ruego, Señor!» Y otra vez el incienso y los rezos de rodillas. Desde entonces -y esto me ocurrió ayer mismo- no puedo leer esta historia santa sin echarme a llorar. ¡Qué grandeza, qué misterio tan profundo hay en ella! He oído decir a los detractores y a esos que de todo se burlan:
-¿Cómo pudo entregar el Señor al diablo a un hombre justo y querido por Él, quitarle los hijos, cubrirle de llagas, reducirlo a limpiar sus úlceras con un cascote, todo ello para decir vanidosamente a Satán: «Ahi tienes lo que es capaz de soportar por mí un hombre santo»? Pero en esto estriba precisamente la grandeza del drama: en el misterio, en que la apariencia terrenal se confronta con la verdad eterna y aquélla ve como ésta se cumple. El Creador, aprobando su obra como en los primeros días de la Creación, mira a Job y se enorgullece de nuevo de su fiel criatura. Y Job, al alabarlo, presta un servicio no sólo al Señor, sino a la Creación entera, generación tras generación y siglo tras siglo.
Y es que era un predestinado.
¡Qué libro, qué lecciones, Señor! ¡Qué fuerza milagrosa dan al hombre las Escrituras! Son como una representación del mundo, del ser humano y de su carácter. ¡Cuántos misterios se resuelven y se desvelan en ellas! Dios vuelve a proteger a Job y le restituye sus riquezas. Pasan los años. Job tiene más hijos y los quiere... ¿Cómo podía amar a estos nuevos hijos después de haber perdido a los primeros? ¿Podía ser completamente feliz recordando a aquéllos, por mucho que amase a éstos?... Pues si, podía ser feliz. El antiguo dolor se convierte poco a poco, misteriosamente, en una dulce alegría; al ímpetu juvenil sucede la serenidad de la vejez. Bendigo todos los días la salida del sol y mi corazón le canta un himno como antaño; pero prefiero el sol poniente, con sus rayos oblicuos, evocadores de dulces y tiernos recuerdos, de queridas imágenes de mi larga y venturosa vida. Y, por encima de todo, la verdad divina que calma, reconcilia y absuelve. Estoy en el término de mi existencia, lo sé, y día tras día noto como mi vida terrenal se va enlazando con la vida eterna, desconocida, pero muy cercana, tanto que, al percibirla, vibra mi alma de entusiasmo, se ilumina mi pensamiento y se enternece mi corazón... Amigos y maestros, he oído decir, y ahora se afirma con más insistencia que nunca, que los sacerdotes, sobre todo los del campo, se quejan de
su estrechez, de la insuficiencia de su sueldo. Incluso dicen que no pueden explicar a gusto las Escrituras al pueblo debido a sus escasos recursos, pues si llegan los luteranos y estos heréticos empiezan a combatirlos, ellos no podrán defenderse por carecer de medios para luchar. Su queja está justificada, y yo deseo que Dios les conceda el sueldo que tan importante es para ellos, ¿pero no tenemos nosotros nuestra parte de culpa en este estado de cosas? Aun admitiendo que el sacerdote tenga razón, que esté abrumado de trabajo y también bajo la responsabilidad de su ministerio, bien tendrá una hora libre a la semana para acordarse de Dios. Además, no está ocupado todo el año. Una vez por semana, al atardecer, puede reunir en su casa primero a los niños. Pronto se enterarán sus padres y acudirán también. No hace falta tener un local especial para esto: el sacerdote puede recibirlos a todos en su casa. No se la ensuciarán por estar una hora en ella.
Leedles la Biblia sin fruncir el ceño ni adoptar actitudes doctorales, con amable sencillez, con la alegría de ser comprendidos y escuchados, haciendo una pausa cuando convenga explicar un término oscuro para las gentes incultas. Podéis estar seguros de que acabarán por comprenderos, pues los corazones ortodoxos todo lo comprenden. Leedles la vida de Abraham y de Sara, de Isaac y de Rebeca; leedles el episodio de Jacob, que fue a casa de Labán
y luchó en sueños con el Señor, al que dijo: «Este sitio es horrible.»
Y así llegaréis al corazón piadoso del pueblo. Contad, sobre todo a los niños, que José, futuro intérprete de sueños y gran profeta, fue vendido por sus hermanos, que mostraron sus ropas ensangrentadas a su padre y le dijeron que lo había destrozado una fiera. Explicadles que después los impostores fueron a Egipto en busca de trigo, y que José, al que no reconocieron y que desempeñaba allí un alto cargo, los persiguió, los acusó de robo y retuvo a su hermano Benjamín, pues recordaba que sus hermanos le habían vendido a unos mercaderes junto a un pozo, en el desierto ardiente, a pesar de que él lloraba y les suplicaba, enlazando las manos, que no le vendieran como esclavo en tierra extranjera. Al verlos tantos años después, de nuevo sintió por ellos un profundo amor fraternal,
pero, a pesar de quererlos, los persiguió y los mortificó.
Se retiró al fin, incapaz de seguir conteniéndose, se arrojó sobre su lecho y rompió a llorar. Después se secó las lágrimas, volvió al lado de ellos y les dijo, alborozado: -Soy vuestro hermano José. ¡Qué alegría la del viejo Jacob al enterarse de que su querido hijo vivía! Se fue a Egipto, abandonando a su patria, y murió en tierra extranjera, legando al mundo una gran noticia que, con el mayor misterio, había llevado guardada durante toda su vida en su tímido corazón. Y este secreto era que sabía que de su raza, de la tribu de Judá, saldría la esperanza del mundo, el Reconciliador, el Salvador. Padres y maestros, perdonadme que os cuente como un niño lo que vosotros me podríais explicar con mucho más arte. El entusiasmo me hace hablar así. Perdonad mis lágrimas.
¡Es tanto mi amor por la Biblia! Si el sacerdote derrama lágrimas también, verá que sus oyentes comparten su emoción. La semilla más insignificante produce su efecto: una vez sembrada en el alma de las personas sencillas, ya no pérece, sino que vive hasta el fin entre las tinieblas y la podredumbre del pecado, como un punto luminoso y un sublime recuerdo. Nada de largos comentarios ni de homilías: si habláis con sencillez, vuestros oyentes lo comprenderán todo. ¿Lo dudáis? Leedles la conmovedora historia de la hermosa Ester y de la orgullosa Vasti, o el maravilloso episodio de Jonás en el vientre de la ballena.
No os olvidéis de las parábolas del Señor, sobre todo de las que nos relata el evangelio de San Lucas, que son las que yo he preferido siempre, ni la conversión de Saúl (esto sobre todo), que se refiere en los Hechos de los Apóstoles. Y tampoco debéis olvidar las vidas del santo varón Alexis y la sublime mártir María Egipcíaca. Estos ingenuos relatos llegarán al corazón del pueblo y sólo habréis de dedicarles una hora a la semana. Entonces el sacerdote advertirá que nuestro piadoso pueblo, reconocido, le devuelve centuplicados los bienes recibidos de él. Recordando el celo y las palabras emocionadas de su pastor, le ayudará en su campo y en su casa, lo respetará más que antes, y con ello aumentarán sus emolumentos. Esto es una verdad tan evidente, que a veces no se atreve uno a exponerla por temor a las burlas. El que no cree en Dios, no cree en su pueblo. Quien cree en el pueblo de Dios, verá su santuario, aunque antes no haya creído. Sólo el pueblo y su fuerza espiritual futura pueden convertir a nuestros ateos separados de su tierra natal. Además, ¿qué es la palabra de Cristo sin el ejemplo? Sin la palabra de Dios, el pueblo perecerá, pues su alma anhela esta palabra y toda noble idea.
En mi juventud -pronto hará de esto cuarenta años-, el hermano
Antimio y yo recorrimos Rusia pidiendo limosna para nuestro monasterio. En cierta ocasión, pasamos la noche con unos pescadores a la orilla de un gran río navegable. Un joven campesino de mirada dulce y límpida, que era un buen mozo y tenía unos dieciocho años, vino a sentarse a nuestro lado. Había de llegar a la mañana siguiente a su puesto, donde tenía que halar una barca mercante. Era una hermosa noche de julio, apacible y cálida. Las emanaciones del río nos refrescaban. De vez en cuando, un pez aparecía en la superficie. Los pájaros habían enmudecido y en torno de nosotros todo era como una plegaria llena de paz. El joven campesino y yo éramos los únicos que no dormíamos. Hablábamos de la belleza y del misterio del mundo. Las hierbas, los insectos, la hormiga, la dorada abeja, todos conocen su camino con asombrosa seguridad, por instinto; todos atestiguan el misterio divino y lo cumplen continuamente. Vi que el corazón de aquel joven se inflamaba. Me dijo que adoraba los bosques y los pájaros que los habitan. Era pajarero y distinguía los cantos de todas las aves. Además, sabía atraerlas.
-Nada vale tanto como la vida en el bosque -dijo-, aunque a mi entender todo es perfecto.
-Cierto -le respondí-; todo es perfecto y magnífico, pues todo es verdad.
Observa al caballo, noble animal que convive con el hombre; o al buey, que lo alimenta y trabaja para él, encorvado, pensativo. Mira su cara; ¡qué dulzura hay en ella, qué fidelidad a su dueño, a pesar de que éste le pega sin piedad; qué mansedumbre, qué conflanza, qué belleza! Es conmovedor saber que están libres de pecado,
pues todo es perfecto, inocente, excepto el hombre.
Y Jesucristo es el primero que está con los animales.
-¿Es posible -pregunta el adolescente- que Cristo esté también con los animales?
-¿Cómo no ha de estar? -repuse yo-. El Verbo es para todos. Todas las criaturas, hasta la más insignificante hoja, aspiran el Verbo y cantan la gloria de Dios, y se lamentan inconscientemente ante Cristo.
Éste es el misterio de su existencia sin pecado.
Allá en el bosque habita un oso terrible, feroz, amenazador. Sin embargo, está libre de culpa. Y le conté que un gran santo que tenía su celda en el bosque recibió un día la visita de un oso. El ermitaño se enterneció al ver al animal, lo abordó sin temor alguno y le dio un trozo de pan. «Vete -le dijo- y que Dios te acompañe.» Y el animal se retiró dócilmente, sin hacerle ningún daño. El joven se conmovió al saber que el ermitaño salió indemne del encuentro y que Jesús estaba también con los osos.
-¡Todas las obras de Dios son buenas y maravillosas! Y se sumió en una dulce meditación. Advertí que había comprendido. Y se durmió a mi lado con un sueño ligero a inocente. ¡Que Dios bendiga a la juventud! Rogué por mi joven amigo antes de que se durmiera. ¡Señor, envía la paz y la luz a los tuyos!
c) Recuerdos de juventud del starets Zósimo. El duelo
Pasé casi ocho años en Petersburgo, en el Cuerpo de
Cadetes. Esta nueva educación ahogó en mi muchas
impresiones de la infancia, pero sin hacérmelas olvidar.
En cambio, adquirí un tropel de costumbres y opiniones nuevas que
hicieron de mí un individuo casi salvaje, cruel y ridículo.
Adquirí un barniz de cortesía y modales mundanos, al mismo tiempo que el conocimiento del francés, lo que no impedia que considerásemos a los soldados que nos servían en el Cuerpo como verdaderos animales, y yo más que mis compañeros, pues era el más impresionable de todos. Desde que fuimos oficiales estuvimos dispuestos a verter nuestra sangre por el honor del regimiento. Pero ninguno de nosotros tenía la más remota idea de lo que era el verdadero honor, y si hubiésemos adquirido esta noción de pronto, nos habríamos reído de él.
Nos enorgullecíamos de nuestro libertinaje, de nuestro impudor, de nuestras borracheras.
No es que fuéramos unos pervertidos.
Todos teníamos buen fondo. Sin embargo, nos portábamos mal, y yo peor que todos. Como me hallaba en posesión de mi fortuna,
me entregaba a la fantasía con todo el ardor de la juventud, sin freno
alguno. Navegaba a toda vela. Pero me ocurría algo asombroso: a veces leía, y con verdadero placer; no abría la Biblia casi nunca, pero no me separaba de ella en ningún momento; la llevaba conmigo a todas partes; aun sin darme cuenta de ello, conservaba este libro «para el día y la hora, para el mes y el año» precisos. Cuando llevaba cuatro años en el ejército, llegué a la ciudad de K..., donde se estableció mi regimiento para guarnecer la plaza. La sociedad de la población era variada, divertida, acogedora y rica. Fui bien recibido en todas partes, a causa de mi carácter alegre. Además, se me consideraba hombre acaudalado, lo que nunca es un perjuicio para relacionarse con el gran mundo. Entonces ocurrió algo que fue el punto de partida de todo lo demás. Me sentí atraído hacia una muchacha encantadora, inteligente, distinguida y de noble carácter. Sus padres, ricos a influyentes, me dispensaron una buena acogida. Me pareció que esta joven sentía cierta inclinación hacia mí, y ante esta idea mi corazón se inflamaba. Pero pronto me dije que seguramente, más que verdadero amor, lo que yo experimentaba por ella era la respetuosa admiración que forzosamente tenía que inspirarme la grandeza de su espíritu. Un sentimiento de egoísmo me impidió pedir su mano.
Yo no quería renunciar a los placeres de la disipación,
a mi independencia de soltero joven y rico. Deslicé algunas insinuaciones sobre el particular, pero dejé para más adelante dar el paso decisivo. Entonces me enviaron con una misión especial a otro distrito. Al regresar, tras dos meses de ausencia, me enteré de que la muchacha se había casado con un rico hacendado de los alrededores. Este caballero tenía más edad que yo, pero era todavía joven y estaba relacionado con lo mejor de la sociedad, cosa que yo no podía decir. Era un hombre fuerte, amable a instruido, cualídades que yo no poseía tampoco. Tan inesperado desenlace me consternó hasta el punto de trastornarme profundamente, y más cuando supe que aquel hombre era novio de mi adorable amiga desde hacía tiempo. Me había encontrado muchas veces con él en la casa y no me había dado cuenta del noviazgo: la fatuidad me ponía una venda en los ojos. Esto fue lo que más me mortificó. ¿Cómo se explicaba que yo no estuviese enterado de una cosa que sabía todo el mundo? De pronto me asaltó un pensamiento intolerable. Rojo de cólera, recordé que más de una vez había declarado, o poco menos, mi amor a aquella joven, y como ella, ni me había prevenido, ni había hecho nada por detenerme, llegué a la conclusión de que se había burlado de mi. Después, como es natural, me di cuenta de mi error, al recordar que la joven cortaba, bromeando, tales temas de conversación; pero los primeros días fui incapaz de razonar y ardía en deseos de venganza. Ahora recuerdo, sorprendido, que mi animosidad y mi cólera me repugnaban, pues mi carácter ligero no me permitía estar enojado con una persona durante mucho tiempo. Sin embargo, me enfurecía superficialmente hasta la extravagancia. Esperé la ocasión, y un día conseguí ofender a mi rival ante numerosa concurrencia, sin razón alguna, riéndome de su opinión sobre ciertos sucesos entonces importantes -era el año 1826- y burlándome de él con palabras que me parecieron ingeniosas. Acto seguido le exigí una explicación por sus manifestaciones, y lo hice tan groseramente, que él me arrojó el guante, a pesar de que yo era más joven que él, insignificante y de clase inferior. Algún tiempo después supe de buena fuente que aceptó mi provocación, en parte, por celos. Mis relaciones anteriores con la mujer que ya era su esposa le habían molestado, y ahora, ante mi provocación, se dijo que si su mujer se enteraba de que no había replicado debidamente a mis insultos, le despreciaría, aun sin quererlo, y que su amor hacia él sufriría grave quebranto. Pronto encontré un padrino, un compañero de regimiento que tenía el grado de teniente. Aunque los duelos estaban prohibidos entonces, tenían entre los militares el auge de una moda, de tal modo arraigan y se desarrollan los prejuicios más absurdos. El mes de junio llegaba a su fin. El encuentro se fijó para el día siguiente a las siete de la mañana, en las afueras de la capital. Pero antes me ocurrió algo verdaderamente fatidico. Por la noche, al regresar con un humor de perros,
me enfurecí con mi ordenanza, Atanasio, y lo golpeé con tal violencia,
que su cara empezó a sangrar. Hacía poco que estaba a mi servicio y ya le había maltratado otras veces, pero nunca de un modo tan salvaje. Pueden creerme, mis queridos amigos: han pasado cuarenta años desde entonces y todavía recuerdo esta escena con vergüenza y dolor. Me acosté, y cuando desperté, al cabo de tres horas, ya era de día. Como no tenía sueño, me levanté. Me asomé a la ventana, que daba a un jardín. El sol había salido, era un día hermoso, trinaban los pájaros...
«¿Qué me pasa? -me pregunté-. Tengo la sensación de que soy un infame, un ser vil. ¿Se deberá esto a que me dispongo a derramar sangre? No, no es eso. ¿Será el temor a la muerte, el temor a que me maten? No, de ningún modo...»
Y de pronto advertí que el motivo de mi inquietud eran los golpes que había dado a Atanasio la noche anterior. Mentalmente reviví la escena como si en realidad se repitiese. Vi al pobre muchacho de pie ante mí, en posición de firmes, mientras yo lanzaba mi puño contra su rostro con todas mis fuerzas. Mantenía la cabeza en alto, los ojos muy abiertos, y, aunque se estremecía a cada golpe, ni siquiera levantaba el brazo para cubrirse. ¡Que un hombre permaneciera así mientras le pegaba otro hombre! Esto era sencillamente un crimen. Sentí como si una aguja me traspasara el alma. Estaba como loco mientras el sol brillaba, el ramaje alegraba la vista y los pájaros loaban al Señor. Me cubrí el rostro con las manos, me arrojé sobre el lecho y estallé en sollozos. Me acordé de mi hermano Marcel y de las últimas palabras que dirigió a la servidumbre: «Amigos míos, ¿por qué me servís, por qué me queréis? ¿Merezco que me sirváis?» Y me dije de pronto: «Si, ¿merezco que me sirvan?» Ciertamente, ¿a título de qué merecía yo que me sirviera otro hombre, creado, como yo, a imagen y semejanza de Dios? Fue la primera vez que este pensamiento atravesó mi mente. «Madre querida, en verdad, cada uno de nosotros es culpable ante todos y por todos. Pero los hombres lo ignoran. Si lo supieran, el mundo sería un paraíso.» Y me dije llorando: «Señor, yo soy el más culpable de todos los hombres, el peor que existe.» Y de súbito apareció en mi imaginación, con toda claridad y todo su horror, lo que iba a hacer: iba a matar a un hombre de bien, de corazón noble, inteligente, sin que hubiera recibido de él la menor ofensa. Y, por mi culpa, su mujer sería desgraciada para siempre, viviría en una incesante tortura, moriría... Me hallaba tendido de bruces, con la cara en la almohada, y había perdido toda noción del tiempo. De pronto entró mi compañero, el teniente, que venía a buscarme con las pistolas. «Me alegro de que estés ya despierto -dijo-, pues es la hora. Vamos.» Me sentí trastornado, confundido. Pero seguí a mi padrino y nos encaminamos al coche. «Espera un momento -le dije-. Vengo en seguida. Se me ha olvidado el portamonedas.» Volví a todo correr a mi alojamiento y entré en la habitación de mi asistente. «Atanasio, ayer te di dos tremendos golpes en la cara. ¡Perdóname!» Él se estremeció; parecía asustado. Yo consideré que mis palabras no eran suficientes y me arrodillé a sus pies y volví a pedirle perdón. Mi asistente se quedó petrificado. «¿Cree usted que merezco tanto, señor...?» Y se echó a llorar, como me había echado yo hacía un momento. Se cubrió la cara con las manos y se volvió hacia la ventana, sacudido por los sollozos. Corrí a reunirme con mi compañero y el coche se puso en marcha. -¡Mírame, amigo! -exclamé-.
Tienes ante ti a un vencedor.
Me sentía alborozado. Hablaba continuamente, no sé de qué. El teniente me miraba. -¡Bravo, camarada! Eres un valiente. Ya veo que mantendrás el honor del uniforme. Llegamos al terreno del desafio, donde ya nos esperaban. Nos colocaron a doce pasos uno de otro. Mi adversario dispararía primero. Yo permanecía frente a él, alegremente, sin parpadear y dirigiéndole una mirada afectuosa. Tiró, y el disparo no tuvo más consecuencia que levantarme la piel de la mejilla y la oreja. -¡Alabado sea Dios! -exclamé-. No ha matado usted a un hombre. Acto seguido arrojé al suelo mi pistola y dije a mi adversario: -Caballero, perdone a este estúpido joven que lo ha ofendido y obligado a disparar contra él. Es usted superior a mí. Repita estas palabras a la persona que usted respeta más que a ninguna otra en el mundo. Apenas hube terminado de hablar, mi adversario y los dos padrinos empezaron a lanzar exclamaciones. -Oiga -dijo mi rival, indignado-: si no quería usted batirse, nos podríamos haber ahorrado todas estas molestias. Le respondí alegremente: -Es que ayer era un necio. Hoy soy más razonable. -Creo lo de ayer. En cuanto a lo de hoy, me es más difícil admitirlo.
-¡Bravo! -exclamé; aplaudiendo-. Estoy completamente de acuerdo con usted. Merezco lo que me ha dicho. -Oiga, señor: ¿quiere disparar o no quiere disparar? -No lo haré. Vuelva usted a tirar si quiere. Pero será mejor que no lo haga.
Los padrinos empezaron a vociferar. El mío sobre todo:
-¡Deshonrar a su regimiento pidiendo perdón sobre el terreno! ¡Si yo lo hubiese sabido...! Yo dije entonces gravemente y dirigiéndome a todos: -Pero, señores, ¿tan asombroso resulta en nuestra época encontrar a un hombre que se arrepienta de su necedad y reconozca públicamente sus errores? -No es asombroso, pero eso no debe hacerse en el terreno del
desafío -dijo mi compañero de regimiento. -Mi deber era pedir perdón apenas llegamos aquí, antes de que mi adversario disparase, para evitar que pudiera incurrir en pecado mortal. Pero nuestros hábitos son tan absurdos, que no me era posible obrar de ese modo. Mis palabras sólo podían tener valor para ese caballero dichas después de su disparo a doce pasos de distancia. Si las hubiese pronunciado antes, él me habría creído un cobarde indigno de ser escuchado. Y exclamé con todo mi corazón:
-¡Contemplen las obras de Dios! El cielo es claro; el aire, puro; la hierba, tierna; los pájaros cantan en la naturaleza magnífica e inocente.
Sólo nosotros, impíos y estúpidos, no comprendemos que la vida es un paraíso.
Bastaría que lo quisiéramos comprender para que este paraíso apareciera ante nosotros. Y entonces nos abrazaríamos los unos a los otros llorando... Mi propósito era seguir hablando, pero no pude: la respiración me faltaba; jamás había sentido una felicidad tan grande.
-Discretas y piadosas palabras -dijo mi adversario-. Desde luego, es usted un hombre original.
-¿Se burla usted? -pregunté sonriendo-. Algún día me alabará.
-Lo alabo ahora mismo y le ofrezco mi mano, pues me parece usted verdaderamente sincero.
-No, no me dé la mano ahora; ya lo hará más adelante, cuando yo sea mejor y me haya ganado su respeto. Entonces hará bien en estrechármela.
Volvimos a casa. Mi padrino no cesaba de gruñir, y yo lo abrazaba. Mis compañeros fueron informados aquel mismo día de todo y se reunieron para juzgarme. -Ha deshonrado el uniforme. Debe dimitir. Algunos me defendieron. -Ha esperado a que disparasen contra él. -Sí, pero no ha tenido valor para exponerse a nuevos disparos y ha pedido perdón sobre el terreno. -Si le hubiese faltado valor -dijo uno de mis defensores-, habría disparado antes de perdir perdón. Lejos de hacerlo, arrojó al suelo la pistola cargada. No, no ha sido falta de valor. Ha ocurrido algo que no comprendemos. Yo los escuchaba y los miraba regocijado. -Queridos amigos y compañeros: no os preocupéis por mi dimisión, pues ya la he presentado. Sí, la he presentado esta mañana, y, cuando se me admita, ingresaré en un convento. Sólo con este fin he dimitido. Al oír estas palabras, todos se echaron a reír. -¡Haber empezado por ahí! Así todo se comprende. No se puede juzgar a un monje. No cesaban de reír, pero sin burlarse, con una alegría bondadosa. Todos, sin excluir a mis más implacables acusadores, me miraban con afecto. Luego, durante todo el mes, hasta que pasé a la reserva, me pareció que me paseaban en triunfo. -¡Mirad a nuestro monje! Todos tenían para mí palabras amables. Trataban de disuadirme, incluso me compadecían. -¿Sabes lo que vas a hacer? Otro decía: -Es un valiente. Habían disparado contra él y él podía disparar, pero no lo hizo porque la noche anterior había tenido un sueño que le impulsó a ingresar en un convento. Ésta es la clave del enigma. Algo parecido ocurrió en la sociedad local. Hasta entonces no se me había prestado en ella demasiada atención: me recibían cordialmente y nada más. Ahora todos querían trabar amistad conmigo a invitarme. Se reían de mí, pero con afecto. Aunque se hablaba sin reservas de nuestro duelo, la cosa no había tenido consecuencias, pues mi adversario era pariente próximo de nuestro general, y como no se había derramado sangre y yo había dimitido, se tomó todo a broma. Entonces empecé a hablar en voz muy alta y sin temor alguno, a pesar de las risas que mis palabras levantaban, ya que no había en ellas malicia alguna. Conversaba especialmente con las damas, pues me escuchaban con gusto y obligaban a los hombres a escucharme.
-¿Cómo puedo yo ser culpable ante todos? -me preguntaban, riéndose en mis narices-. Dígame: ¿soy culpable ante usted, por ejemplo? -Es muy natural que no pueda responderse usted a esas preguntas -les contestaba yo-, pues el mundo entero avanza desde hace tiempo por un camino de perdición. Nos parece verdad la mentira y exigimos a los demás que acepten nuestro modo de ver las cosas. Por primera vez he decidido obrar sinceramente, y ustedes me han tomado por loco. Me tienen simpatía, pero se burlan de mí. -¿Cómo no sentir simpatía hacia usted? -dijo la dueña de la casa riendo con amable franqueza. La concurrencia era numerosa. De pronto vi que se levantaba la mujer causante de mi duelo y a la que yo había pretendido hasta hacía poco. No me había dado cuenta de su llegada. Vino hacia mí y me tendió la mano. -Permítame decirle -declaró- que, lejos de reírme de usted, le estoy verdaderamente agradecida y que me inspira respeto su modo de proceder. Su marido se acercó a mí, y todas las miradas se concentraron en mi persona. Se me mimaba y yo me sentía feliz. En este momento me abordó un señor de edad madura, que atrajo toda mi atención. Sólo le conocía de nombre: nunca había hablado con él.
d) El visitante misterioso
Era funcionario y ocupaba desde hacia mucho tiempo un puesto importante en nuestra sociedad local. Gozaba del respeto de todos, era rico y tenía fama de altruista. Había hecho donación de una importante cantidad al hospicio y al orfanato y realizaba en secreto otras muchas obras de caridad, cosa que se supo después de su muerte. Contaba unos cincuenta años, tenía un aspecto severo y hablaba poco. Se había casado hacía diez años con una mujer todavía joven y tenía tres hijos de corta edad. Al día siguiente por la tarde, cuando me hallaba en mi casa, la puerta se abrió y entró el caballero que acabo de describir.
Debo advertir que mi alojamiento no era ya el de antes. Tan pronto como se aceptó mi dimisión me instalé en casa de una señora de edad, viuda de un funcionario, cuya doméstica me servía, pues el mismo día de mi desafio había enviado a Atanasio a su compañía, sin atreverme a mirarle a la cara después de lo sucedido, lo que demuestra que el laico desprovisto de preparación religiosa puede avergonzarse de los actos más justos. -Hace ya varios días -me dijo al entrar- que le escucho con gran curiosidad. Deseo que me honre usted con su amistad y que conversemos detenidamente. ¿Quiere usted hacerme ese gran favor? -Con mucho gusto -le respondí-. Será para mí un verdadero honor. De tal modo me impresionó aquel hombre desde el primer momento, que me sentía un tanto atemorizado. Aunque todos me escuchaban con curiosidad, nadie me había mirado con una expresión tan grave. Además, había venido a mi casa para hablar conmigo. Después de sentarse continuó: -He observado que es usted un hombre de carácter, ya que no vaciló en decir la verdad en una cuestión en que su franqueza podía atraerle el desprecio general. -Sus elogios son exagerados. -Nada de eso. Lo que usted hizo requiere mucha más resolución de la que usted supone. Esto es lo que me impresionó y por eso he venido a verle. Tal vez mi curiosidad le parezca indiscreta, pero quisiera que me describiera usted sus sensaciones, en caso de que las recuerde, al decidir pedir perdón a su adversario en el terreno del duelo. No atribuya usted mi pregunta a ligereza. Es todo lo contrario. Se la hago con un fin secreto que seguramente le explicaré muy pronto, si Dios quiere que se entable entre nosotros una verdadera amistad. Yo lo escuchaba mirándolo fijamente. De pronto sentí hacia él una confianza absoluta, al mismo tiempo que una viva curiosidad, pues percibí que su alma guardaba un secreto. -Desea usted conocer mis sensaciones en el momento en que pedí perdón a mi adversario -dije-, pero será preferible que antes le refiera ciertos hechos que no he revelado a nadie. Le describí mi escena con Atanasio y le dije que finalmente me había arrodillado ante él. -Esto le permitirá comprender -terminé- que durante el duelo mi estado de ánimo había mejorado mucho. En mi casa había empezado a recorrer un nuevo camino y seguía adelante, no sólo libre de toda preocupación, sino alegremente. El visitante me escuchó con atención y simpatía.
-Todo esto es muy curioso -dijo-. Volveré a visitarle. Desde entonces vino a verme casi todas las tardes. En seguida habríamos trabado estrecha amistad si mi visitante me hubiera hablado de sí mismo. Pero se limitaba a hacerme preguntas sobre mí. No obstante, le tomé afecto y le abrí mi corazón. Me decía en mi fuero interno: «No necesito que me confíe sus secretos para estar persuadido de que es un hombre justo. Además, hay que tener en cuenta que es una persona sería y que viene a verme, a escucharme, a pesar de que tiene bastante más edad que yo.» Aprendí mucho de él. Era un hombre de gran inteligencia. -Yo también creo desde hace mucho tiempo que la vida es un paraíso -me dijo un día, mirándome y sonriendo-. Estoy incluso más convencido que usted, como le demostraré cuando llegue el momento. Entonces me dije: « No cabe duda: tiene que hacerme una revelación. »
-Todos -continuó- llevamos un paraíso en el fondo de nuestro ser.
En este momento yo llevo el mío dentro dé mí y, si quisiera, mañana mismo podría convertirlo en realidad para toda mi vida.
Me hablaba afectuosamente, mirándome con una expresión enigmática, como si me interrogase. -En cuanto a la culpabilidad de cada hombre ante todos, no sólo por sus pecados, sino por todo, sus juicios son justos. Es asombroso que haya podido concebir esta idea con tanta amplitud. Comprenderla supondrá para los hombres el advenimiento del reino de los cielos, no como un sueño, sino como una auténtica realidad. -¿Pero cuándo llegará ese día? -exclamé, apenado-. Acaso esa idea no pase nunca de ser un sueño. -¿Cómo es posible que no crea usted lo que predica? Ha de saber que ese sueño se realizará, pero no ahora, cuando todo está regido por leyes. Es un fenómeno moral, psicológico. Para que el mundo se renueve es preciso que los hombres cambien de rumbo. Mientras cada ser humano no se sienta verdaderamente hermano de su prójimo, no habrá fraternidad. Guiándose por la ciencia y el interés, los hombres no sabrán nunca repartir entre ellos la propiedad y los derechos; nadie se sentirá satisfecho y todos murmurarán, se envidiarán, se exterminarán... Usted se pregunta cuándo se realizará su ideal. Pues bien, se realizará cuando termine la etapa del aislamiento humano. -¿El aislamiento humano? -pregunté.
-Sí. Hoy reina en todas partes y no ha llegado aún la hora de su fin. Hoy todos aspiran a separar su personalidad de las demás personalidades, gozar individualmente de la plenitud de la vida. Sin embargo, los esfuerzos de los hombres, lejos de alcanzar sus fines, conducen a un suicidio total, ya que, en vez de conseguir la plena afirmación de su personalidad, los seres humanos caen en la soledad más completa.
En nuestro siglo, todos los hombres se han fraccionado en unidades.
Cada cual se aisla en su agujero, se aparta de los demás, se oculta con sus bienes, se aleja de sus semejantes y aleja a sus semejantes. Amasa riquezas él solo, se felicita de su poder y de su opulencia, y el insensato ignora que cuantas más riquezas reúne, más se hunde en una impotencia fatal. Porque se ha habituado a contar sólo consigo mismo y se ha desligado de la colectividad; se ha acostumbrado a no creer en la ayuda mutua, ni en su prójimo, ni en la humanidad, y tiembla ante la sola idea de perder su fortuna y los derechos que ésta le otorga. Hoy el espíritu humano empieza a perder de vista en todas partes, cosa ridícula, que la verdadera garantia del individuo radica no en su esfuerzo personal aislado, sino en su solidaridad. Este terrible aislamiento terminará algún día, y entonces todos los hombres comprenderán que su separación es contraria a todas las leyes de la naturaleza, y se asombrarán de haber permanecido tanto tiempo en las tinieblas, sin ver la luz. Y en ese momento aparecerá en el cielo el signo del Hijo del Hombre... Pero hasta entonces habrá que tener guardado el estandarte y predicar con el ejemplo, aun siendo uno solo el que lo haga. Ese uno deberá salir de su aislamiento y acercarse a sus hermanos, sin detenerse ante el riesgo de que le tomen por loco. Hay que proceder de este modo para evitar que se extinga una gran idea. Estas conversaciones apasionantes ocupaban enteramente nuestras vidas. Incluso abandoné a la sociedad, a la que sólo acudía de tarde en tarde. Por otra parte, empecé a pasar de moda. No lo digo en son de queja, pues todos seguían demostrándome afecto y mirándome con buenos ojos; pero no cabe duda de que la moda desempeña un papel preponderante en el mundo. Acabé por sentirme entusiasmado ante mi misterioso visitante: su inteligencia me seducía. Además, mi intuición me decía que aquel hombre tenía algún proyecto, que
se preparaba para realizar algún acto heroico.
Sin duda, sabía que yo no tenía el propósito de desvelar su secreto, y que ni siquiera aludiría a él. Finalmente, adverti que le atormentaba el deseo de hacerme una confidencia. Esto ocurrió al cabo de un mes aproximadamente. -¿Sabe usted -me preguntó un día- que somos el blanco de la curiosidad general? Mis frecuentes visitas a esta casa han atraído la atención de la gente... En fin, pronto se explicará todo. A veces, le asaltaba repentinamente una agitación extraordinaria. Entonces casi siempre se levantaba y se iba. En otras ocasiones, fijaba en mí una mirada larga y penetrante. Yo me decía: «Ahora va a hablar.» Pero se arrepentía y empezaba a comentar algún hecho sin importancia. Se quejaba de dolores de cabeza. Un día, tras una charla larga y vehemente, vi que palidecía de pronto. Sus facciones se contrajeron y me miró con gesto huraño. -¿Qué le ocurre? -le pregunté-. ¿Se siente mal?
-No, es que yo... es que yo... he cometido un asesinato.
Hablaba sonriendo. Estaba blanco como la cal. Antes de que en mi pensamiento se restableciera el orden, una pregunta atravesó mi cerebro. «¿Por qué sonreirá?» Y también yo palidecí. -¿Habla en serio? -exclamé. Mi visitante seguía sonriendo tristemente. -Me ha costado empezar, pero continuar no me será difícil. Al principio no lo creí. Sólo le di crédito al cabo de tres días, cuando me lo hubo contado todo detalladamente. Empecé creyendo que estaba loco; después, con dolor y sorpresa, me convencí de que decía la verdad.
Hacía catorce años había asesinado a una dama rica, joven y encantadora, viuda de un terrateniente, que poseía una finca en los alrededores de nuestra ciudad. Se enamoró de ella apasionadamente, le declaró su amor y le pidió que se casara con él. Pero ella había entregado ya su corazón a otro, a un distinguido oficial que estaba en campaña y que había de regresar muy pronto. Rechazó la petición del pretendiente y le rogó que dejara de visitarla. El despechado conocía la disposición de la casa, y una noche se introdujo en ella. Atravesó el jardín y subió al tejado, con una audacia increíble, exponiéndose a que lo descubrieran. Pero suele ocurrir que los crímenes más audaces son los que más éxito tienen. Entró en el granero por un tragaluz y bajó a las habitaciones por una escalerilla, sabiendo que los sirvientes no cerraban siempre con llave la puerta de comunicación. Contó -y acertó- con la negligencia de los criados. A través de las sombras, se dirigió al dormitorio, donde ardía una lamparilla. Como hecho adrede, las dos doncellas habían salido a escondidas para asistir a una fiesta en casa de una amiga. Los demás domésticos estaban acostados en la planta baja.
Al ver dormida a la dama, su pasión se despertó; después, los celos y el deseo de venganza se adueñaron de él y lo llevaron a clavarle un cuchillo en el corazón.
Ella ni siquiera pudo gritar. Con infernal astucia, hizo todo lo necesario para que las sospechas recayeran en los sirvientes. Se apoderó del monedero de la víctima, abrió la cómoda con las llaves que encontró bajo la almohada y robó, como un criado ignorante, el dinero y las joyas, eligiendo éstas por su volumen: desdeñó las más preciosas y tampoco tocó los valores. Se llevó también algunos recuerdos de los que hablaré más adelante. Realizada la fechoría, salió de la casa por el mismo camino que había seguido para entrar. Ni al día siguiente, cuando se conoció el hecho, ni más adelante tuvo nadie la menor idea de quién era el verdadero culpable. Se ignoraba su pasión por la víctima, pues era un hombre taciturno, encerrado en sí mismo y que no tenía amistades. Se le consideraba simplemente como conocido de la muerta, a la que, por cierto, no había visto desde hacía quince días. Se sospechó inmediatamente de un criado llamado Pedro, y todas las circunstancias contribuyeron a confirmar estas sospechas, pues el tal Pedro sabía que la dueña del lugar estaba decidida a incluirlo entre los reclutas que debía entregar, ya que era soltero y de mala conducta. Estando ebrio, había amenazado de muerte a una persona en la taberna. Dos días antes del asesinato había desaparecido y, al siguiente, lo encontraron en las cercanías de la ciudad, junto a la carretera, borracho perdido. Llevaba un cuchillo encima y en su mano derecha había manchas de sangre. Dijo que había sufrido un derrame nasal, pero no lo creyeron. Las doncellas declararon que habían salido y que habían dejado la puerta exterior abierta para poder entrar cuando regresaran. Se acumularon otros indicios análogos, que provocaron la detención del criado inocente. Se instruyó un proceso, pero, transcurrida una semana, el procesado contrajo unas fiebres y murió en el hospital sin haber recobrado. el conocimiento. El sumario se archivó, se puso la causa en manos de Dios, y todos, jueces, autoridades y público, quedaron convencidos de que el autor del crimen había sido el difunto sirviente. Entonces empezó el castigo. El misterioso visitante, ya unido a mí por lazos de amistad, me explicó que
al principio no había sentido el menor remordimiento.
Se limitaba a lamentar haber matado a una mujer querida, ya que, al darle muerte, había matado a su propio amor, un amor apasionado que hacía circular por sus venas una corriente de fuego. Casi se olvidaba de que había derramado sangre inocente, de que había dado muerte a un ser humano. No podía tolerar la idea de que su víctima hubiera sido la esposa de otro. Así, estuvo mucho tiempo convencido de que había obrado como tenía que obrar. La detención del criado le inquietó en el primer momento, pero su enfermedad y su muerte le tranquilizaron, ya que el desgraciado había muerto no a causa de la acusación que pesaba sobre él, sino por efecto de una pulmonía, contraída al permanecer toda una noche tendido sobre la tierra húmeda. El robo de joyas y dinero no le inquietaba, puesto que no había obrado por codicia, sino para alejar de si las sospechas. La cantidad era insignificante. Además, pronto entregó una suma mayor a un hospicio que se había fundado en nuestra ciudad. Hizo esto para descargar su conciencia, y lo consiguió -cosa notable- para mucho tiempo. Por su propia conveniencia, redobló sus actividades. Consiguió que le confiasen una ardua misión que duró dos años, y, gracias a la entereza de su cárácter, casi se olvidó de su delito. A ello le ayudó su empeño de apartar de su mente la ingrata idea. Se dedicó a las buenas obras e hizo muchas en nuestra localidad. Su fama de filántropo llegó a las capitales, y en Petersburgo y en Moscú fue nombrado miembro de varias instituciones benéficas. Al fin, se sintió dominado por vagas y dolorosas preocupaciones que eran superiores a sus fuerzas.
Entonces se prendó de una encantadora muchacha con la que se casó muy pronto, con la esperanza de que el matrímonio, al poner fin a su soledad, disiparía sus angustias, y de que, al entregarse de lleno a sus deberes de esposo y de padre, desterraría los malos recuerdos.
Pero sucedió todo lo contrario de lo que él esperaba.
Desde el primer mes de matrimonio empezó a obsesionarle una idea atormentadora. «Mi mujer me quiere, pero ¿qué sucedería si lo supiera todo?» Cuando su esposa le anunció que estaba encinta de su primer hijo, él se turbó.
«Yo que he quitado la vida, ahora la doy.»
Cuando ya tenía más de un hijo, se preguntó: «¿Cómo puedo atreverme a quererlos, a educarlos, a hablarles de la virtud, yo que he matado?» Sus hijos eran hermosos. Anhelaba acariciarlos. «No puedo mirar sus caras inocentes; no soy digno de mirarlas.» Finalmente tuvo una visión siniestra y amenazadora de la sangre de su víctima, que clamaba venganza; de la vida joven que había aniquilado. Empezó a tener horribles pesadillas. Su entereza de ánimo le permitió resistir largo tiempo este suplicio. «Este sufrimiento secreto es la expiación de mi crimen.» Pero esta idea era una vana esperanza: su sufrimiento iba aumentando a medida que pasaba el tiempo. La gente lo respetaba por sus actividades filantrópicas, aunque su cara sombría y su carácter severo inspiraban temor.
Pero cuanto más crecía este general respeto, más intolerable le resultaba.
Me confesó que había pensado en el suicidio.
Otra idea empezó a torturarle, una idea que al principio le pareció descabellada y absurda, pero que acabó por formar parte de su ser hasta el punto de no poder expulsarla. Esta idea fue
la de confesar públicamente su crimen.
Pasó tres años presa de esta obsesión que se presentaba de diversas formas. Al fin, creyó con toda sinceridad que esta confesión descargaría su conciencia y le devolvería la paz interior para siempre. Pero, pese a esta seguridad, se sintió atemorizado. ¿Cómo lo haría? Entonces se produjo el incidente de mi desafio. -Ante su conducta -me dijo-, he decidido no retrasar mi confesión. -¿Cómo es posible -exclamé juntando las manos- que un suceso tan insignificante haya engendrado semejante determinación? -La tengo tomada desde hace tres años. Su conducta sólo ha servido para darle impulso. Añadió rudamente:
-Al conocerlo a usted, me he colmado a mí mismo de reproches y le he envidiado. -Pero han pasado ya catorce años: nadie le creerá. -Tengo pruebas abrumadoras. Las exhibiré. Me eché a llorar y lo abracé. -Sólo quiero que me aconseje sobre un punto -me dijo como si todo dependiera de mi-.
¡Mi mujer, mis hijos...! Ella acaso muera de pesar.
Mis hijos conservarán su categoría social, su fortuna;
pero siempre serán los hijos de un presidiario. Y ya puede usted suponer el recuerdo que esos niños guardarán de mí.
Yo no respondí. -Además, me resisto a separarme de ellos, a dejarlos para siempre... Yo decía mentalmente una oración. Al fin, me levanté, aterrado. -Contésteme -me dijo, mirándome fijamente. -Haga su confesión pública -repuse-. Todo pasa; sólo la verdad permanece. Cuando sean mayores, sus hijos comprenderán la nobleza de su acto. Al marcharse, no daba la menor muestra de irresolución. Sin embargo, estuvo quince días viniendo a verme todas las noches. Se preparaba para cumplir su propósito, pero no se decidía. Sus palabras me llenaban de angustia. A veces llegaba con un gesto de resolución y me decía, enternecido:
-Estoy seguro de que cuando lo haya confesado todo, me parecerá vivir en un paraíso. Durante catorce años he vivido en un infierno.
Quiero sufrir. Cuando acepte este sufrimiento, empezaré a vivir.
Ahora no me atrevo a amar al prójimo, no me atrevo a amar ni siquiera a mis hijos. Señor, estos niños se percatarán de lo mucho que he sufrido y no me censurarán. -Todos comprenderán su proceder, si no ahora, más adelante, pues usted
habrá rendido un servicio a la verdad,
a la verdad superior, que no es la verdad de este mundo. Se marchaba aparentemente consolado, pero volvía al día siguiente con semblante huraño, pálido y expresándose con amarga ironía. -Cada vez que entro aquí, usted me observa con curiosidad. «¿Todavía no ha dicho nada?», parece preguntarme. Tenga calma y no me desprecie. No es tan fácil como usted supone.
A lo mejor, no hago mi confesión nunca.
Usted no me denunciará, ¿eh? ¡Denunciarle yo, que, lejos de sentir una curiosidad maligna, ni siquiera me atrevía a mirarle! Me sentía afligido, atormentado, con el alma llena de lágrimas. Por las noches no podía dormir. -Hace un momento estaba con mi mujer. ¿Sabe usted lo que es una esposa? Al marcharme, me han gritado los niños: «Adiós, papá. Vuelve pronto para darnos clase de lectura.» No, usted no puede comprender esto. Las desgracias ajenas no nos instruyen. Sus ojos centelleaban, temblaban sus labios. De pronto, aquel hombre tan reposado dio un fuerte puñetazo en la mesa. Todo lo que había sobre ella tembló. -¿Debo denunciarme a mí mismo? ¿Es necesario que lo haga? No se ha condenado a nadie por mi crimen, no se ha enviado a nadie a presidio. El criado murió de enfermedad. He expiado con mis sufrimientos la sangre vertida. Por otra parte, no se me creerá, no se dará crédito a mis pruebas. ¿Debo confesar?
Estoy dispuesto a expiar mi crimen hasta el fin con tal que no repercuta en mi mujer y mis hijos.
¿Es justo que los haga partícipes de mi perdición?
¿No sería esto un delito? ¿Dónde está la verdad? ¿Es capaz la gente de reconocerla, de apreciarla? Yo me dije: «¡Pensar en la opinión ajena en estos momentos... ! » Me inspiraba tanta compasión, que de buena gana habría compartido su suerte sólo por aliviarlo. El pobre estaba profundamente trastornado. Me estremecí, pues lo comprendía y me daba perfecta cuenta de lo que para él suponía tomar semejante determinación.
-¡Dígame lo que debo hacer! -exclamó. -Vaya a entregarse -murmuré con acento firme, aunque me faltaba la voz. Cogí de la mesa la Biblia y le mostré el evangelio de San Juan, señalándole el versículo 24 del capítulo 12, que dice: «En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo caído en la tierra no muere, quedará solo;
pero si muere, producirá mucho fruto.»
Cuando él llegó, yo acababa de leer este versículo. Él lo leyó también.
-Es una gran verdad -dijo con una amarga sonrisa. Y añadió tras una pausa-: Es tremendo lo que dicen estos libros. Se le pueden poner a uno ante las narices. ¿Es posible que los escribieran los hombres? -Todo fue obra del Espíritu Santo. -Es muy fácil hablar -dijo, sonriendo de nuevo, pero casi con odio. Volví a coger el libro, lo abrí por otra página y le mostré la Epístola a los Hebreos, capítulo 10, versículo 31. «Es terrible caer en las manos de Dios viviente.» Apartó de sí el libro, temblando. -Es un versículo aterrador. ¡Bien ha sabido usted escogerlo! Se levantó.
-Bueno, adiós. Acaso ya no vuelva a venir.
Ya nos veremos en el paraíso.
Sí, hace ya catorce años que «caí en manos de Dios viviente». Mañana suplicaré a estas manos que me suelten. Mi deseo era abrazarlo, besarlo, pero no me atrevía. Daba pena ver sus facciones contraídas. Se marchó. «¡Señor! -me dije-. ¿Adónde irá?»
Caí de rodillas ante el icono y rogué por él a la Santa Madre de Dios, mediadora y auxiliadora. Pasé una media hora entre lágrimas y rezos. Era ya tarde, casi medianoche. De pronto, se abrió la puerta. Era él. No pude ocultar mi sorpresa. -¿Usted? -exclamé. -Creo que me he dejado aquí el pañuelo... Pero eso poco importa: aunque no me lo hubiera dejado, permítame que me siente. Se sentó. Yo permanecí en pie ante él. -Siéntese usted también. Lo hice. Estuvimos así dos largos minutos. Él me miraba fijamente. De pronto, sonrió. Después me estrechó entre sus brazos y me besó. -Acuérdate de que he venido sólo para volver a verte. ¿Entiendes? Acuérdate. Era la primera vez que me tuteaba. Se marchó. Yo me dije: «Mañana...» Y acerté. Como no me había movido de casa en los últimos días, ignoraba que al siguiente se celebraba su cumpleaños. Asistió toda la ciudad y la fiesta transcurrió como todas las de este género. Después del banquete, se situó en medio de la sala, entre sus invitados. Tenía en sus manos un escrito dirigido a sus superiores, que estaban presentes. Empezó a leer para toda la concurrencia.
El escrito era un relato detallado de su crimen.
Sus últimas palabras fueron:
«Como corresponde a un monstruo, me separo de la sociedad. Dios me ha visitado. Quiero sufrir.»
Seguidamente depositó sobre la mesa las pruebas guardadas durante catorce años: las jóyas robadas a la víctima para desviar las sospechas, un medallón y una cruz que la muerta llevaba al cuello, su cuaderno de notas y dos cartas, una de su prometido, en la que le anunciaba su próxima llegada, y la de respuesta que ella había empezado con el propósito de cursarla al día siguiente. ¿Por qué se había apoderado de estas dos cartas y las había conservado durante catorce años, en vez de destruirlas, para presentarlas como pruebas? ¿Qué significaba esto? Todos se estremecieron de asombro y horror, pero no lo creyó nadie.
Se le escuchó con extraordinaria curiosidad, como se escucha a un enfermo. Días después, todo el mundo había convenido que aquel hombre estaba loco. Sus superiores y la justicia se vieron obligados a llevar adelante el asunto, pero pronto se archivó el proceso. Aunque las cartas y objetos presentados eran dignos de tenerse en cuenta, se estimó que, aun suponiendo que estas pruebas fuesen auténticas, no podían servir de base para una acusación en toda regla. La misma difunta podía habérselas confiado. Supe que su autenticidad había sido confirmada por numerosas amistades de la víctima. Pero tampoco esta vez llegaría el asunto a su fin.
Cinco días después se supo que el infortunado estaba enfermo y que se temía por su vida. De su enfermedad sólo sé que se atribuía a trastornos cardíacos.
A petición de su esposa, los médicos examinaron su estado mental y llegaron a la conclusión de que estaba loco. Yo no presencié ninguno de estos hechos. Sin embargo, me abrumaban a preguntas. Intenté visitarlo, pero se me negó la entrada. Esta prohibición duró largo tiempo, especialmente por la voluntad de su esposa. -Ha sido usted -me dijo ésta- el que ha provocado su ruina moral. Mi marido fue siempre un hombre taciturno.
En este último año su agitación y su extraña conducta han sorprendido a todo el mundo. Ha sido usted el causante de su perdición.
Durante el mes pasado no ha cesado usted de inculcarle sus ideas. Mi esposo le ha visitado a diario. No era sólo su mujer la que me acusaba, sino también todos los habitantes de la ciudad. -La culpa es suya -me decían. Yo callaba, con el corazón lleno de gozo por esta manifestación de la misericordia divina ante un hombre que se había condenado a sí mismo. No creí en su locura. Al fin me permitieron entrar en su casa. Él lo había pedido insistentemente, con el deseo de despedirse de mí. En seguida vi que sus días estaban contados. Era visible su agotamiento. Tenía la tez amarilla y las manos temblorosas. Respiraba con dificultad. Sin embargo, su mirada estaba saturada de emoción y de alegría. -Ya está hecho -me dijo-. Hace tiempo que deseaba verte. ¿Por qué no has venido? No quise decirle que no me habían permitido entrar. -Dios se ha compadecido de mí y me llama a su lado. Sé que voy a morir, pero me siento feliz y tranquilo por primera vez desde hace muchos años. Después de mi confesión me sentí como en un paraíso. Ahora ya me atrevo a querer a mis hijos y a abrazarlos. Nadie me cree, nadie me ha creído; ni mi esposa ni los jueces. Mis hijos no lo creerán nunca. Veo en ello una prueba de la misericordia divina hacia esas criaturas.
Heredarán un nombre sin tacha.
Ahora presiento a Dios. Mi corazón rebosa de gozo...
He cumplido con mi deber.
Estuvo unos momentos jadeante, sin poder hablar. Me estrechaba las manos, me miraba con un brillo de exaltación en los ojos. Pero no pudimos seguir hablando mucho tiempo. Su mujer nos vigilaba furtivamente. No obstante, mi amigo pudo murmurar:
-¿Te acuerdas de aquella vez que volví a tu casa a medianoche? ¿Te acuerdas de que te dije que no lo olvidaras? Pues bien, ¿sabes por qué volví?
Porque había decidido matarte.
Me estremecí. -Después de dejarte, empecé a vagar en la oscuridad, luchando conmigo mismo.
De pronto, sentí un odio intolerable hacia ti.
Pensé: «Estoy en sus manos. Es mi juez. Estoy obligado a entregarme a la justicia, pues lo sabe todo.» No es que temiera que me denunciases. Ni siquiera pensé en ello. Es que me decía: «No me atreveré a mirarle si no confieso.» Aunque hubieras estado en los antípodas, la sola idea de que existías, lo sabías todo y me juzgabas, me habría sido insoportable.
Sentí un odio a muerte hacia ti; te consideraba culpable de todo.
Volví a tu casa al recordar que había visto un puñal en la mesa. Me senté y te pedí que te sentaras. Estuve un minuto reflexionando. Si te mataba, me perdería aunque no confesara mi crimen anterior. Pero yo no pensaba, no quería pensar en ello en aquel momento.
Te odiaba y ardía en deseos de vengarme de ti.
Pero el Señor triunfó en mi corazón sobre el diablo. Sin embargo, te aseguro que nunca has estado tan cerca de la muerte como entonces. Murió una semana después. Toda la ciudad fue al cementerio tras su ataúd. El sacerdote pronunció una alocución conmovedora, lamentándose de la cruel enfermedad que había puesto fin a los días del difunto. Pero, después del entierro, todo el mundo se volvió contra mí. Incluso se negaban a recibirme. Sin embargo, algunos -y su número fue creciendo- admitieron la veracidad de la confesión. Más de uno vino a interrogarme con maligna curiosidad, pues la caída y el deshonor de los justos suele causar satisfacción. Pero yo guardé silencio y pronto me marché de la ciudad. Cinco meses después, el Señor me consideró digno de entrar en el buen camino y yo le bendije por haberme guiado de un modo tan manifiesto. En cuanto al infortunado Miguel, lo incluyo todos los días en mis oraciones.»
Dostoievski, Los hermanos Karamazov
Consulte este libro en https://books.google.es/; especialmente la página sobre el día de la muerte de Dostoievski:
https://books.google.es/books?id=qia_zTM74xwC&pg=PA7&dq=la+derniere+ann%C3%A9e+de+la+vie+de+dostoievski&hl=es&sa=X&ei=12w-VaTtLLGf7gbYtYCYDw&ved=0CBwQ6AEwAA
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