El Dios de Dostoievski
martes, abril 14, 2015
III
Ya he dicho que me dormí sin darme cuenta de ello. Hasta mientras me dormía continué dándole vueltas a los mismos asuntos.
De pronto, soñando, vi que agarraba el revólver y que lo aplicaba sobre el corazón, no en la cabeza, y eso que mi resolución había sido levantarme la tapa de los sesos. Permanecí un instante inmóvil, con el cañón apoyado en el pecho; mi bujía, la mesa y la pared comenzaron a agitarse, a bailar.
Disparé.
Sucede a veces en los sueños que se cae desde una gran altura, que le estrangulan a uno o, por lo menos, le maltratan; pero nunca se llega a experimentar el menor dolor físico, excepto cuando, al hacer algún movimiento, tropieza uno con la cama, y entonces el dolor nos despierta.
En aquella ocasión yo no sufrí lo más mínimo, pero el disparo me conmovió intensamente, y me puse a temblar. En torno mío quedó todo sombrío, completamente a oscuras... Me sentía ciego y mudo. Me veía tendido, con la cara mirando al techo de mi habitación. Me sentía incapaz de hacer el menor movimiento; pero en torno mío reinaba gran agitación.
Hablaba el capitán con su voz de bajo, la dueña de la casa lanzaba agudos gritos..., cuando he aquí que, sin más transición,
trajeron un féretro y me metieron dentro.
Sentí que lo alzaban en el aire, y mientras me bamboleaba al paso de los conductores,
por primera vez se me ocurrió la idea de que estaba muerto, completamente muerto.
Me daba cuenta de ello, no cabía duda, y, sin embargo, aunque no pudiese moverme, ni ver, ni hablar,
continuaba sintiendo y razonando; vivía, pues..., pero estaba muerto.
Como suele ocurrir en los sueños, me acostumbré en seguida a aquella idea, y la acepté sin el menor asombro por mi parte.
Sin la menor ceremonia me enterraron y se fueron. Me quedé en mi tumba solo, abandonado.
En otro tiempo, cuando alguna vez se me había ocurrido el pensar en mi entierro, que creía muy lejano, la idea de la fosa despertaba siempre en mí una sensación de humedad y de frío. Eso fue lo mismo que sentí en mi sueño. Frío, mucho frío... Sobre todo los pies los tenía helados.
Cosa rara: ya no esperaba nada, admitiendo con facilidad el que un muerto nada tiene que esperar. Pasaron entonces horas, días, meses..., cuando súbitamente cayó sobre mi ojo izquierdo cerrado una gota de agua que había atravesado la tapa del féretro. Poco después, otra, y otra, y otra, y así sucesivamente...
Al mismo tiempo despertóse en mí un dolor físico y una violenta cólera: "¡Es mi herida, pensé; es el tiro; ahí está la bala!..." Y la gota de agua seguía cayendo, de minuto en minuto, y siempre sobre mi ojo cerrado.
Me puse...,¿cómo diría yo?... a gritar, a implorar, claro es que no con palabras, sino mentalmente,
contra Aquel que permitía o disponía
ocurriese lo que estaba ocurriendo,
contra el Señor de la vida y de la muerte.
Quienquiera que seas, si existes,
si hay un principio superior, consciente y razonable,
de quien en estos momentos estoy siendo juguete,
si hay una Providencia, déjala que se ejerza aquí.
Pero si te vengas de mí por culpa de mi suicidio
estúpido, te prevengo que ninguna tortura,
sea la que sea, podrá vencer
al desprecio que siento por ti,
y que seguiré sintiendo millones de años, tantos como dure
tu oficio de verdugo.
Callé mentalmente. Hubo un largo silencio, sin otro ruido que el de la gota de agua; me volvió a caer en el ojo izquierdo;
pero sabía yo, con una ciencia imperturbable y sobrehumana,
que todo iba a cambiar casi inmediatamente.
Y he aquí que, de pronto, mi tumba se abrió.
Es decir..., ¿estaba realmente abierta? Por lo menos
yo me vi desenterrado,
y apenas esto ocurrió,
un ser desconocido se apoderó de mí
y los dos nos encontramos flotando por el espacio.
De pronto comencé a ver, aunque con gran dificultad, pues la noche era muy tenebrosa, tan profunda la oscuridad como la noche más negra de mi vida.
Estábamos ya muy lejos de la Tierra, volando por el espacio,
y aunque nada preguntaba a mi raptor, aguardaba sin someterme, orgulloso porque no sentía miedo. ¿Cuánto tiempo duró nuestro viaje? No puedo calcularlo. Todo ocurría como acostumbra a ocurrir en los sueños, en los que para nada se hace caso ni del tiempo ni del espacio. De pronto, en medio de la oscuridad, vi brillar una estrella.
¿Es Sirio? pregunté, sin acordarme de que estaba resuelto a no preguntar nada. No,
es la estrella que viste al volver a tu casa
me respondió el ser que me llevaba.
Pude entonces darme cuenta de que tenía mi compañero algo así como un rostro humano. Era algo extraña la cosa; pero sentía por aquel ser cierta aversión. ¿Por qué? Había deseado la ataraxia, había querido no ser al pegarme el tiro, y he aquí que me veía entre las manos de un ser desconocido, que indudablemente no era humano, pero existía.
" ¡Ah! Luego entonces hay otra vida más allá de la tumba
pensaba yo en mi sueño con extraño aturdimiento. Me será preciso ser de nuevo,
sufrir la voluntad de alguien del que no me podré librar."
Inopinadamente, y dirigiéndome a mi compañero, dije:
Sabes que te temo, y por eso me desprecias.
En estas humillantes palabras quedaba resumida
la declaración de mi debilidad.
No había podido retenerlas, y en mi corazón, agudo como un alfilerazo, sentía el dolor de haberlas dicho.
No me respondió; pero comprendí que no me despreciaba,
que no se burlaba de mí, que hasta me tenía lástima.
Se limitaba a conducirme a un lugar desconocido y misterioso, que sólo a mí interesaba. Me sentí invadido por el terror. No obstante, una especie de muda pero comprensible comunicación se estableció entre mi silencioso compañero y yo.
Seguíamos flotando por el vacío. Desde hacía mucho tiempo había dejado de ver las constelaciones que solían distinguir mis ojos. Tal vez nos hallábamos recorriendo los espacios donde se agitan las misteriosas estrellas cuyos rayos tardan millones de años en llegar a nuestro planeta.
Me sentía angustiado por la espera de algo indeterminado,
cuando, de pronto, me sentí agitado por una conmoción interior agradable: ¡iba a volver a ver nuestro sol! Sin embargo, pronto comprendí que no podía ser nuestro sol, el de nuestra tierra. Nos encontrábamos a distancias inconmensurables de nuestro sistema planetario, pero me sentí dichoso al ver hasta qué punto aquel sol se parecía al nuestro.
La luz vital, la que me había dado la existencia, me resucitó.
Sentí en mí una vida tan fuerte como la que había animado mi cuerpo antes de la tumba.
Si es el Sol dije, o mejor, si ese sol es idéntico al nuestro; ¿dónde está la Tierra?
Mi compañero me señaló una estrella, color esmeralda, que brillaba a lo lejos. Volamos derechos hacia ella.
¿Es posible que el Universo esté formado por repeticones semejantes? exclamé. ¿Es ésta la ley universal? ¿Es ésa una Tierra completamente igual a la nuestra? Una Tierra completamente igual, tan desgraciada, tan pobre, pero amada por los más ingratos de sus hijos, con el mismo doloroso amor con que nosotros amamos a la nuestra.
Volví a ver la imagen de la niña, con la que tan mal me había portado.
Lo volverás a ver todo me dijo mi compañero, con una voz que sonó a triste en el espacio infinito.
Nos aproximábamos rápidamente al planeta, el cual crecía a ojos vistas.
Distinguí en él la superficie de un océano, la forma y contorno de Europa, una nueva Europa, sintiéndome invadido por una grande y santa envidia.
¿Para qué esta nueva edición de nuestro mundo?
Yo no puede amar más que mi Tierra, aquella donde quedan las salpicaduras de mi sangre, aquella con la que me he mostrado lo suficientemente ingrato para abandonarla, suicidándome. ¡Ah! Nunca he dejado de amarla,
ni aún esa noche de la separación,
tal vez más esa noche porque ha sido cuando la he amado más dolorosamente que nunca.
¿Hay sufrimientos en esa copia de nuestro mundo?
En la nuestra no se ama más que en el dolor y por el dolor,
no conocemos otro amor; quiero sufrir para amar.
¡Qué feliz sería si pudiese besar el suelo del astro abandonado, regarlo con mis lágrimas! ¡No quiero la vida si ha de transcurrir en otro planeta!
Pero mi compañero me había dejado solo,
y, de pronto, sin saber cómo, me encontré ya en otra tierra,
envuelto en los rayos de un sol paradisíaco.
Había echado pie a tierra, según creo, en una de las islas del archipiélago griego,
o en alguna costa no lejana de aquellas islas. Todo era como en nuestro país, pero
todo resplandecía como bajo un resplandor de festividad,
de santa solemnidad. Un mar de esmeralda acariciaba suavemente la playa, como impregnado de un amor consciente, casi visible. Grandes y hermosos árboles, floridos y adornados con bellas hojas brillantes, mostrábanse en toda su pompa, y, desde lo alto del cielo, innumerables golondrinas acogían mi llegada con gritos vivos y tiernos, como si me felicitasen. La hierba aromática resplandecía con refulgentes colores. Bandadas de pajarillos volaban por el aire, y muchos de ellos, sin el menor temor, venían a posarse sobre mis manos, sobre mis hombros, agitando gentilmente sus alas chiquitas y temblorosas.
Por fin descubrí a los habitantes de aquella venturosa tierra, que se acercaron a mí,
rodeándome y abrazándome.
¡Qué hermosos eran aquellos hijos del Sol!
Nunca viera en mi antigua Tierra que la belleza humana hubiese alcanzado tal grado de perfección.
Apenas si entre los niños pequeños pudieran hallarse algunos débiles reflejos de tal belleza. Brillaban sus ojos con débiles reflejos de tal belleza. Brillaban sus ojos con un resplandor sereno, y sus rostros expresaban inteligencia, tranquila conciencia, encantadora alegría.
Sus voces eran puras y alegres, como voces de niños.
¡Oh! Apenas los vi lo comprendí todo.
Me encontraba sobre una Tierra no profanada aún por el pecado.
Aquellas almas inocentes vivían, según cuenta la leyenda que nuestros primeros padres vivieron, en un paraíso terrenal.
Y eran aquellos hombres tan buenos,
que al llevarme hacia sus moradas esforzábanse, por todos los medios, en espantar de mí toda inquietud, toda intranquilidad. Me interrogaban, pero parecían saberlo todo, y no tener más deseo que borrar de mi memoria todo recuerdo de dolor.»
Dostoievski, El sueño de un hombre extraño.
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