Amor propio, narcisismo, egolatría

miércoles, febrero 04, 2015


 «Así se denomina en ciertos círculos a una casta especial de individuos que medran a costa ajena. Es una casta que sencillamente no hace nada, que sencillamente no quiere hacer nada, y que de pura pasividad y holgazanería tiene un pedazo de grasa donde debiera tener el corazón. De esa casta de hombres se oye decir continuamente que no hacen nada porque ciertas circunstancias tan complejas como hostiles «les agotan el genio», y por ese motivo «da pena mirarlos». Eso es en ellos una frase campanuda, su mot d'ordre, su santo y seña, su lema, frase que estos señores, ahitos y orondos, prodigan por todas partes y a cada momento, lo que desde hace tiempo ya empieza a fastidiar como tartufismo redomado y vana palabrería. Pero algunos de estos histriones, no encontrando nada que hacer —aunque tampoco han buscado nunca nada— cuentan cabalmente con que todos crean que no tienen un trozo de grasa en vez de corazón, sino muy al contrario, hablando en términos generales, algo muy profundo, aunque lo que ello pueda ser exactamente no sabría decirlo el más notable cirujano, sin duda por cortesía. Estos señores hacen carrera en el mundo concentrando todos sus instintos en ostentar el desprecio más descarado, la reprobación más miope y un orgullo sin límites. Como no tienen otra cosa que hacer sino observar y poner de relieve los errores y fallos ajenos, y como de buenos sentimientos tienen los que tiene una ostra, no les es difícil, habida cuenta de tales medios de seguridad, vivir con bastante discreción entre los demás. De ello se ufanan que no hay más que ver. No andan lejos de pensar, por ejemplo, que el mundo debiera pagarles tributo; que el mundo es para ellos como una ostra que guardan en reserva; que todos son mentecatos, menos ellos; que cada individuo es algo así como una naranja o esponja que pueden exprimir cuando necesitan el jugo; que son dueños de todo, y que todo este orden de cosas, tan digno de alabanza, proviene precisamente de que son tan inteligentes y estimables. En su infinito orgullo se consideran libres de defectos. Se parecen a esa casta de tunantes mundanos y congénitos, al estilo de Tartufo y Falstaff, que después de hacer un sinfín de bellaquerías, acaban por creer que así debe ser, es decir, que deben vivir para hacerlas. Tanto insisten en asegurar a todo el mundo que son personas decentes, que ellos mismos acaban por creer que lo son y que su bellaquería es un comportamiento respetable. Jamás son capaces de un examen de conciencia, de una honrada tasación de sí mismos; para ciertas cosas son demasiado espesos. En el primer plano de su visión figura siempre y en todo asunto su propia valiosa persona, su Moloch y Baal, su espléndido yo. La naturaleza toda, el mundo entero no son para ellos sino un espléndido espejo, creado para que ese ídolo se admire a sí mismo, sin ver a nadie ni nada; después de esto nada tiene de extraño que todo lo vean deformado en el mundo. Para todo asunto tienen apercibida una frase hecha y —lo que es el colmo de la destreza— una frase muy a la moda. Incluso ellos mismos son los que contribuyen a esa moda, difundiendo por calles y plazuelas aquel pensamiento suyo con el que han dado golpe. Son los que tienen un tino especial para olfatear la frase de moda y apropiársela antes que los demás, como si ellos mismos fueran sus inventores. Acumulan un surtido especial de esas frases para expresar su profundísima simpatía por la humanidad, para definir cuál es, por lo que toca al entendimiento, la filantropía más correcta y justa, y para reprender sin descanso el romanticismo, palabra con la que a menudo significan todo lo que es belleza y verdad, un átomo de lo cual vale más que todo su viscoso linaje. Son, sin embargo, lo bastante toscos para no reconocer la verdad en su forma anómala, transitiva e incompleta, y rechazan todo lo inmaduro, inestable y aberrante. El hombre bien cebado ha pasado toda su vida alegremente, con todo al alcance de su mano, pero sin haber hecho nada, y no sabe cuánto trabajo cuesta hacer cualquier trabajo, y así pues ¡ay de quien roce con aspereza sus orondos sentimientos! No lo perdonará jamás y se vengará con deleite. En resumen, mi héroe no es ni más ni menos que una vejiga gigantesca, inflada hasta más no poder, llena de máximas, de frases de moda y de todos los lemas habidos y por haber.»

Dostoievski, El pequeño héroe.

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