Dostoievski, Kafka, El extraño caso del doble literario
lunes, febrero 02, 2015
«Apolonio era una calamidad, una peste que me había enviado la Providencia.»
«En sus horas libres hacía trabajos de sastre.»
«Lo que menos podía tolerar de aquel hombre era su costumbre de leer en voz alta los salmos en su rincón, tras el biombo que nos separaba. He soportado largos combates a causa de estas lecturas. Pero le encantaba leer salmos por las tardes, con su voz dulce, uniforme, cantarina, como si estuviese a la cabecera de un muerto. Y es que esto constituye uno de sus trabajos en las horas libres. Y, además de leer salmos a la cabecera de los muertos, lo contratan para matar ratas, y fabrica cera.»
«Pero yo no podía despedirlo. Se diría que estaba ligado a mi existencia. Además, él se habría negado a abandonarme. No me era posible vivir en un hotel. Mi alojamiento era mi concha, el estuche en que me refugiaba y me ocultaba de la humanidad entera; y Apolonio, el diablo de este alojamiento. Ésta es la razón de que durante siete años me hubiera sido imposible ponerlo de patitas en la calle.
No era menos imposible retenerle el sueldo. No toleraba el menor retraso.
Pero aquellos días me sentía irritado hasta tal punto contra el mundo entero, que resolví de buenas a primeras castigar a Apolonio y retrasar durante dos meses el pago de su sueldo. Hacía ya mucho tiempo - dos años- que estaba preparando este castigo, únicamente para demostrarle que no tenía derecho a darse importancia ante mí y que yo podía no pagarle si se me antojaba. Decidí no decirle nada, a fin de vencer su orgullo y obligarlo a ser el primero en hablar de sus honorarios. Entonces yo sacaría de mi cajón los siete rublos, para que viera que los tenía apartados, y le demostraría que no quería dárselos, porque así se me antojaba, porque «ésta era mi voluntad señorial», porque él era un insolente y un grosero. Y le diría que, si era cortés y respetuoso conmigo, tal vez me enterneciera y pagase, pero que, en caso contrario, tendría que esperar dos, tres semanas, un mes entero...
Sin embargo, y pese a mi enojo, fue él quien triunfó. No pude resistir más de cuatro días. Empezó por hacer lo que hacía siempre en tales casos (pues no era la primera vez que esto ocurría, de modo que yo podía estar preparado para hacer frente a su táctica innoble). Para empezar, me dirigía una severa mirada que duraba varios minutos, preferentemente cuando yo iba a salir o entraba. Si yo resistía, si fingía no advertir sus maniobras, él, sin romper su silencio, emprendía la segunda serie de operaciones. De pronto, sin motivo alguno, entra en mi habitación a paso lento, cuando estoy leyendo o paseando de un lado a otro. Y permanece plantado cerca de la puerta, una pierna delante, una mano en la espalda y mirándome fijamente, con expresión no sólo severa, sino profundamente desdeñosa.
Si le pregunto qué quiere, no responde; sigue mirándome durante unos segundos, y luego, apretando los labios, con un gesto significativo, me vuelve la espalda poco a poco y regresa lentamente a su habitación. Dos horas después, vuelve a aparecer ante mí. Loco de furor, ya no le pregunto qué quiere, sino que levanto la cabeza y, con semblante altivo, autoritario, lo miro fijamente a los ojos. Así, uno frente a otro, permanecemos a veces uno o dos minutos. Al fin, da media vuelta lenta y solemnemente y desaparece de nuevo durante dos horas.
Si de este modo no conseguía impresionarme, si mi rebeldía continuaba, Apolonio empezaba a suspirar sin dejar de mirarme. Suspiraba lenta, profundamente, como midiendo toda la magnitud de mi decadencia moral. Y, naturalmente, el duelo terminaba con su victoria. Yo me enfurecía, gritaba, pero tenía que hacer lo que Apolonio quería que hiciera.
Pero esta vez, apenas iniciadas las primeras maniobras, consistentes en miradas severas, me arrojé sobre él, indignado. ¡Estaba tan nervioso!
-¡Espera! -exclamé fuera de mí, al ver que daba media vuelta, lenta y silenciosamente, con una mano en la espalda, y se dirigía a su habitación-. ¡Espera! ¡Ven aquí! y mi grito fue tan desesperado, que él giró sobre los talones y me miró con cierto asombro. Pero seguía encerrado en su silencio, y esto fue precisamente lo que me enfureció.
-¿Cómo te atreves a entrar en mi habitación sin pedir permiso y a mirarme de ese modo? ¡Responde! Después de mirarme con impasible fijeza durante unos treinta segundos, volvió a intentar marcharse.
-¡Quieto! -aullé corriendo hacia él-. ¡Ni un paso más! ¡Contesta a mi pregunta! ¿Por qué demonio me mirabas?
-Si tiene usted que darme alguna orden, la ejecutaré al punto -respondió Apolonio tras una pausa, ceceando, con voz dulce, lentamente e inclinando la cabeza con una calma horripilante.
-¡No es de eso; no se trata de órdenes, verdugo! -grité temblando de rabia-. ¡Te explicaré lo que quiero decir! Y es que vienes porque no te he pagado. No quieres pedirme el sueldo por orgullo, y, para castigarme, vienes y me miras estúpidamente... ¡Sí, para castigarme, para atormentarme! ¡Y no sabes, ni remotamente, lo estúpido que es eso, verdugo! ¡Sí, estúpido, estúpido, estúpido!
De nuevo se dispuso a salir de la habitación, silencioso como de costumbre, pero lo sujeté por la ropa.
-¡Escucha! -le grité-. ¡Mira el dinero! ¿Lo ves? -y lo saqué del cajón-. Siete rublos. Están aquí, y bien contados. Pero no los tendrás; no te los daré hasta que me pidas perdón respetuosamente. ¿Has oído?
-Eso no puede ser -respondió Apolonio con un aplomo impresionante.
-¡Eso será! -exclamé-. ¡Palabra de honor que será!
-No tengo por qué pedirle perdón -dijo Apolonio como si no oyese mis gritos-. En cambio usted me ha llamado «verdugo». Podría ir a quejarme al comisario de policía.
-¡Ya puedes ir! -vociferé-. ¡Anda, ve ahora mismo! ¡Eso no impedirá que seas un verdugo! ¡Un verdugo! ¡Un verdugo!
Apolonio se limitó a mirarme. Luego dio media vuelta y, sin prestar más atención a mis voces, sin volver la cabeza, salió de la habitación paso a paso.
«Si no hubiese sido por Lisa, no habría ocurrido nada de esto», me dije. Y, tras un minuto de espera, solemnemente pero con fuertes palpitaciones en el corazón, me dirigí al rincón que ocupaba Apolonio.
-¡Apolonio! -dije con voz dulce pero ahogada-. Ve a ver al comisario de policía. ¡Corre, ve!
Él estaba ya instalado ante su mesa, se había puesto las gafas y se disponía a coser algo. Al oír mi orden, estalló en una risotada.
-¡Ve, ve inmediatamente! ¡No tienes ni la menor idea de lo que puede ocurrir!
-Pero ¿se ha vuelto loco? -dijo Apolonio sin ni siquiera levantar la cabeza, ceceando como siempre y enhebrando su aguja-. ¿Dónde se ha visto que uno mismo vaya a denunciarse a la policía? Si lo hace para asustarme, sepa que es inútil: no conseguirá usted nada.
-¡Ve! -grité con voz aguda asiéndole el hombro. Un instante más, y le habría pegado.
Pero en aquel momento la puerta de la antecámara se abrió lentamente, sin ruido, y entró una persona, que se detuvo en el umbral y nos miró a los dos perpleja.
Alcé lo ojos y me quedé estupefacto. Luego huí a mi habitación rojo de vergüenza. Me mesé los cabellos con las dos manos, apoyé la cabeza en la pared, y así permanecí, esperando. Poco después oí los lentos pasos de Apolonio.
-Hay aquí fuera una persona que quiere hablar con usted -me dijo, mirándome con extrema severidad. Luego se apartó para dejar pasar a Lisa. ¡Apolonio no se marchaba y nos miraba a los dos con semblante irónico.
- ¡Vete, vete! -le grité, perdiendo la cabeza.
En aquel momento, mi reloj hizo un esfuerzo, carraspeé y dio las cinco.»
Dostoievski, Memorias del subsuelo.
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