Dostoievski: «...viviré, con la mayor insolencia del mundo, para mí mismo. ¡Al diablo los demás!»

jueves, febrero 05, 2015


«Debo confesar aquí por qué he estado entusiasmado por el argumento de Vassine sobre «la ideasentimiento», y al mismo tiempo debo confesar una vergüenza infernal. Sí, yo tenía miedo de ir a casa de Dergatchev, pero por una razón distinta a la que suponía Efim. Yo tenía miedo porque los creía ya en Moscú. Sabía que esas gentes (ellos, a otros de la misma clase, poco importa) son dialécticos y que muy probablemente destrozarían «mi idea». Yo estaba muy seguro de que esta idea no se la comunicaría a ellos jamás, no se la diría nunca; pero podían (una vez más, ellos o la gente de la misma clase) decirme cosas que me harían perder confianza en mi idea, incluso sin que hiciesen alusión a la misma. Había en mí «idea» problemas no resueltos, pero yo no quería que otro los resolviese por mí. En estos dos últimos años yo había dejado incluso de leer, temiendo tropezar con cualquier pasaje que no estuviese a favor de mi «idea», y que habría podido turbarme. Y he aquí que Vassine del primer golpe resuelve el problema y me calma extraordinariamente. En efecto: ¿de qué, por tanto, tenía yo miedo y qué podían hacerme con toda su dialéctica? He sido tal vez el único en comprender lo que Vassine quería decir con su «ideasentimiento». No basta con refutar una hermosa idea, es preciso reemplazarla por otra no menos bella; de otra forma, no queriendo separarme a ningún precio de mis sentimientos, yo refutaría en mi corazón la refutación, incluso haciéndome violencia, sea lo que fuere lo que ellos pudiesen decir. Y ellos, ¿qué podían darme a cambio? También yo habría debido ser más osado; tenía el deber de ser más valiente. Y al entusiasmarme por Vassine, experimentaba cierta vergüenza, ¡me encontraba como un hijo indigno! Todavía otro motivo de vergüenza. No es el despreciable sentimiento de hacer valer mi talento lo que me ha impulsado a romper el hielo y a hablar, sino que es también un deseo de «saltar al cuello» de la gente. Este deseo de saltar al cuello, para que se me encuentre bueno, para que se pongan a abrazarme o yo no sé qué de ese tipo (una porquería, en una palabra), estimo que es el más infame de todos mis motivos de vergüenza. Desde hace mucho tiempo, sospechaba la existencia de eso en mí, y precisamente en aquel rincón donde me he mantenido durante tantos años, aunque no tenga por qué arrepentirme de ello. Yo sabía que debía mostrarme más sombrío en el mundo. La única cosa que me consolaba, después de cada una de aquellas vergüenzas, era que, a pesar de todo, me quedaba todavía mi «idea» , siempre en su escondite, y que yo no la había entregado. Con un encogimiento de corazón, me imaginaba a veces que, el día mismo en que hubiera comunicado mi idea a alguien, de pronto no me quedaría ya nada, de forma que yo sería semejante a todo el mundo y que quizás hasta abandonaría mi idea; por eso la guardaba, la conservaba y temía los cotilleos. Y he aquí que en casa de Dergatchev, casi desde el primer encuentro, no había sabido contenerme: cierto que no había entregado nada, pero había charloteado de manera imperdonable; me había cubierto de vergüenza. ¡Triste recuerdo! No, no puedo vivir con los hombres; incluso hoy día estoy convencido de ello; y hablo con cuarenta años de anticipación. Mi idea es mi rincón. Apenas me hubo aprobado Vassine, me sentí presa de unas ganas incontenibles de hablar. En mi opinión, cada cual tiene derecho a tener sus sentimientos propios... con tal de que eso se haga por convicción... Y nadie tiene derecho a reprochárselo  dije dirigiéndome a Vassine. La frase había sido pronunciada contundentemente, pero me parecía que yo no tenía nada que ver con aquello, como si fuese la lengua de otra persona la que se hubiese movido en mi boca. ¿Que no es posible?  preguntó con ironía y recalcando las sílabas la misma voz que había interrumpido a Dergatchev y que le había gritado a Kraft que era, alemán. Juzgándolo una completa nulidad, me volví hacia el profesor, como si fuera él el que hubiese gritado. Mi convicción es que no tengo ningún derecho para juzgar a nadie.

Yo estaba ya temblando, sabiendo de antemano que no podría contenerme. ¿Y por qué hacer tanto misterio de eso?  resonó de nuevo la voz de la nulidad. ¡Que cada cual tenga su idea!  dije yo mirando fijamente al profesor, que, por el contrario, se callaba y me examinaba con una sonrisa.

¿Y cuál es la suya?  gritó la nulidad.
Es demasiado larga para contarla... En parte consiste en esto: ¡que los demás me dejen en paz! Mientras que tenga dos rublos, quiero vivir solo, no depender de nadie (tranquilícense, me sé las objeciones) y no hacer nada, ni siquiera para la gran humanidad por venir, al servicio de la cual se quería hacer trabajar al señor Kraft. La libertad individual, es decir, mi libertad para mí, ante todo; no quiero saber nada fuera de eso. Mi error fue que me irrité. ¿Eso es decir que usted predica la tranquilidad de la vaca satisfecha?

Lo reconozco. La vaca no tiene nada de ofensivo. Yo no debo nada a nadie, pago mi tributo a la sociedad en forma de impuestos para que no me roben, no me den la lata y no me maten), y nadie tiene derecho a reclamarme más. Tal vez yo tenga personalmente otras ideas, tal vez querría servir a la humanidad y la serviré, quizás incluso diez veces más que todos los predicadores. Únicamente que no quiero que nadie exija de mí ese servicio, que nadie me obligue a ello, como se quiere obligar al señor Kraft. Quiero que mi libertad permanezca completa, aunque yo no mueva ni el dedo meñique. En cuanto a eso de salir corriendo para ir a colgarse del cuello de todo el mundo por amor a la humanidad y derramar lágrimas de enternecimiento, no es más que una moda. ¿Y para qué tendría yo que amar al prójimo o a vuestra humanidad futura, que no veré nunca, que no me conocerá, y que a su vez desaparecerá sin dejar rastro ni recuerdo (el tiempo nada tiene que ver con esto), cuando la tierra se cambiará a su vez en un bloque de hielo y volará por el espacio sin aire como una multitud infinita de otros bloques semejantes, lo que es con mucho la más absurda de las cosas que se pueda imaginar? ¡He ahí vuestra doctrina! Díganme, ¿por qué tendría yo que ser totalmente generoso? Especialmente si todo no dura más que un instante.

¡Vamos! ¡Vamos!  gritó una voz.
Yo había soltado aquella parrafada nerviosa y malévolamente, quemando todas mis naves. Sabía que me lanzaba al abismo, pero me apresuraba, temiendo las objeciones. Me daba perfecta cuenta de que rodaba al azar, sin orden, sin concierto, pero me daba prisa en convencerlos y en aplastarlos. ¡Era para mí tan importante! ¡Llevaba tres años preparándome! Lo curioso es que se callaron repentinamente, como si nunca hubiesen dicho nada, limitándose a escuchar. Continué dirigiéndome al profesor:

Perfectamente. Un hombre en extremo inteligente ha dicho entre otros que no hay nada más difícil que responder a la pregunta: « ¿Por qué hace falta en forma alguna ser virtuoso?» Existen aquí abajo, vean ustedes, tres especies de pillos: los pillos ingenuos, convencidos de que su pillería es la virtud suprema; los pillos vergonzantes, los que se ruborizan de su propia pillería, aun teniendo la firme intención de practicarla hasta el colmo, y, por fin, los pillos sin más ni más, los pillos purasangre. Permítanme: he tenido como camarada a un cierto Lambert que me decía ya a los dieciséis años que, cuando fuera rico, su mayor placer consistiría en alimentar a perros con pan y carne cuando los hijos de los pobres estuvieran muriéndose de hambre y que, cuando no tuvieran con qué calentarse, él compraría todo un pedazo de bosque, lo transportaría al campo abierto y caldearía el aire, sin dar a los pobres ni una sola ramita. ¡He ahí los sentimientos que él tenía! Pues bien, díganme ustedes qué podré responder a ese canalla purasangre si me pregunta: «¿Por qué hace falta en forma alguna ser virtuoso?» Y sobre todo en nuestra época, que ustedes han hecho de esta manera. ¡Puesto que las cosas nunca han ido peor que hoy, señores! La situación no está del todo clara en nuestra sociedad. Ustedes niegan a Dios, niegan la santidad; ¿cuál es entonces la rutina, sorda, ciega y obtusa, que puede obligarme a obrar de una determinada manera, si me resulta más ventajoso obrar de otra? Ustedes dicen: «Obrar razonablemente hacia la humanidad es también obrar en mi propio interés.» Pero ¿qué pasa si yo encuentro irrazonables todas esas cosas razonables, todos esos cuarteles, esas falanges? ¿Qué tengo yo que hacer con todo eso, qué tengo yo que ver con eso y con el porvenir de ustedes, si no tengo más que una vida que vivir? Que me dejen saber a mí mismo cuál es mi propio interés: extraeré más placer de eso. ¿Cómo voy a interesarme por lo que sucederá en vuestra humanidad de dentro de mil años, si vuestro código no me concede a cambio ni amor, ni vida futura, ni patente de virtud? No, caballeros, si la cosa es así, viviré, con la mayor insolencia del mundo, para mí mismo.

¡Al diablo los demás!»

Dostoievski, El adolescente.

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