Fantasías de la calle borracha
martes, febrero 03, 2015
La calle flota indirectamente. Se equivoca muy cerca de nuestros pasos. Borracha como un loco suelto. Lleva una botella bajo cada farola. La envuelve en el papel de la vergüenza. Siente hambre de alcohol ¡la pobre calle solitaria! Deberían verle dando tumbos por sus curvas, agarrada a las paredes, contando vecinos muertos, dice ella. Entra la calle en las cocinas de las casas abiertas. Abre frigos y despensas. Husmea los cristales frescos y algunas botellas viejas. Tiene cuidado silencioso de no despertar a los que están durmiendo en sus camas con sus parejas. Sale la calle con botellas nuevas. Un hip hip, un hop hop, se le escapa de su boca llena. Pone su mano sobre la bocacalle, con gesto turbio y educado. Hace un movimiento de hombros con un recodo. Y piensa si habrá molestado a alguien. No cree: ninguna ventana se enciende; las lámparas de noche siguen mudas; y los ronquidos continúan. La calle también quiere tomar una cerveza; pero en los bares no sirven bebidas alcohólicas a las calles. Se disfraza astuta entonces de joven persona. Le piden el carnet de identidad para conocer su edad. Fracaso de papeles. «¡Estos humanos...! ¡Qué lío!», piensa ella. «¿No ven que soy una calle disfrazada? Estúpidos, ignorantes. Esos servidores de bebidas... todo el día con el gaznate de alcohol lleno... se ponen remilgados ante una educada calle. Solo pretendo quitarme la soledad y el frío; porque a una calle nadie le habla. Me pasan por encima, me hunden sus tacones, me escupen, con sus colillas me queman, me ensucian con sus desperdicios, ni me miran, ni me hablan (porque a una calle ni se le habla)... Tal vez tenga yo más que contar que ellos: yo, que conozco todas sus historias. Por la orilla, sé lo que se habla en sus casas. Por sus recorridos, sé a donde los llevan. Conozco sus encuentros, fortuitos y preparados. Sé en qué hostales duermen (Bueno, es una forma de hablar.). Escucho también lo que se cuentan a escondidas. ¡Si los demás supieran! No juzgo: no se preocupen; yo también tuve mala vida (un día se la contaré a cualquier calle, o haré un relato malo y así se enteran.) Hablaré con las calles subyacentes, o con los callejones (que son más rudos y no tienen prejuicios de gente, ni falsa moralidad de calles finas). Mientras tanto me recorro por las noches; por el día finjo estar parada (o mas bien duermo entre paso y paso de los transeúntes). Los semáforos son un coñazo: con sus luces locas y con sus pit pit para ciegos. A propósito: soy yo la que evita que se pierdan. Les ofrezco mis costados, mis costillas, mis bordes; y les indico, con leves movimientos de mi cuerpo, su camino para que vuelvan seguros a sus casas. Soy yo el meadero de los perros, el water de sus cacas, el ring de sus peleas. Yo soy la que escucha lo que dicen de sus dueños (¡Si ellos supieran...! No irían tan orgullosos con sus caninos acompañantes.) Bueno: eso es un asunto entre ellos; ahí no me meto. Yo solo me meto entre las ruedas. No sé: tengo ese defecto. Tengo la espalda llena de caucho y también de humo y de aceite. Por eso siempre espero la lluvia. También espero las mangueras nocturnas de los limpia calles. Pobre gente: parecen serenos con botas de goma. Van con sus ojos de sueño echándome agua caliente. Una vez limpita me pongo un vestido y paseo. Ustedes dirán: ¿que de dónde? Lo tomo prestado de los escaparates. Soy yo quien los estreno. Así que señoras no se hagan ilusiones cuando por nuevos los compran. ¿No notan su olor a calle? !Qué extraño! Yo sí reconozco en las señoras el vestido que me he puesto. Y ellas tan exclusivas y contentas. Yo sonrío sin decirles nada; no soy mala gente. A cada cuál con sus ilusiones. Pero bueno me callo porque viene un paso.
Carlos del Puente
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