Dostievski se va a América con Kafka para ser humillados

lunes, marzo 23, 2015



«—Eso lo cogió cuando estaba tumbado en América.
—¿Quién? ¿Qué cogió?
—Hablaba de Kirillov. Él y yo pasamos cuatro meses allí, tumbados en el suelo de una cabaña.
—Pero ¿fueron ustedes a América? —pregunté sorprendido—. Nunca ha hablado de ello.
—No hay mucho que contar. Hace dos años, tres de nosotros fuimos a Estados Unidos en un barco de emigrantes.

Nos gastamos hasta el último céntimo en «probar por nuestra cuenta la vida del trabajador americano y verificar por experiencia propia el estado del hombre en su situación social más agobiante». Ése fue el objeto de ir allá.
—¡Santo Dios! —repliqué riendo—. Para eso mejor hubiera sido ir a cualquier lugar de nuestra provincia en época de recolección. Quiero decir, para eso de «verificar por experiencia propia»; y no largarse a América aprisa y corriendo.
—Nos ajustamos para trabajar con un patrón de esos explotadores que hay por allí. Éramos seis los rusos que estábamos con él: estudiantes, propietarios que habían abandonado su finca, oficiales del ejército… y todos con ese mismo propósito loable. Pues bien, trabajamos, vivimos calados hasta los huesos, hasta que Kirillov y yo nos fuimos por fin. Estábamos enfermos, no podíamos aguantar aquéllo más. A la hora de pagarnos, el patrón que nos explotaba nos engañó, y en vez de los treinta dólares estipulados, me dio a mí ocho, y a Kirillov quince.

Además, nos zurraron más de una vez.

Total, que sin poder encontrar trabajo, Kirillov y yo pasamos cuatro meses en un poblacho, durmiendo juntos en el suelo. Él pensaba en una cosa y yo en otra.
—¿Cómo? ¿El patrón les pegaba? ¿Y eso en América? Me imagino cómo debieron de insultarlo ustedes…
—No, señor; nada de eso. Al contrario. Kirillov y yo llegamos a la conclusión de que «nosotros los rusos

éramos como niños en comparación con los americanos,

y de que era preciso haber nacido en América o, por lo menos, haber vivido allí muchos años para estar al mismo nivel que ellos». Más aún, cuando por algo que podía valer unos centavos nos pedían un dólar, lo pagábamos no sólo con gusto sino con entusiasmo. Alabábamos todo: el espiritismo, la ley de Lynch, los revólveres, los vagabundos.

Una vez, cuando estábamos de viaje, un sujeto metió la mano en uno de mis bolsillos,

me sacó el peine y empezó a peinarse con él.

Kirillov y yo sólo cambiamos una mirada y decidimos que eso estaba bien y que nos gustaba mucho…
—Es curioso cómo esas cosas no sólo las pensamos, sino que también las hacemos —dije yo.
—Es gente de papel —repitió Shatov.
—Sin embargo, cruzar el mar en un barco de emigrantes para ir a un país desconocido, aunque sea para «verificar por experiencia propia», etc., revela sin duda un aguante nada común… Pero ¿cómo lograron ustedes salir de allí?
—Escribí a un individuo en Europa que me mandó cien rublos.

Según su costumbre cuando hablaba, Shatov mantenía la vista fija en el suelo, hasta cuando se enardecía. Pero ahora alzó de pronto la cabeza.
—¿Quiere saber el nombre de ese individuo?
—¿Quién es?
—Nikolai Stavrogin.
Se levantó de improviso, fue a su escritorio de madera de tilo y se puso a buscar algo en él. Hasta nosotros había llegado el rumor, vago pero fidedigno, de que su mujer había sido durante algún tiempo amante de Nikolai Stavrogin en París precisamente dos años antes, y por lo tanto cuando Shatov se encontraba en América. Era verdad que eso había ocurrido mucho después de haber abandonado al marido en Ginebra. «Si es así, ¿por qué sacar a relucir ahora el nombre de Stavrogin y con tanto retintín?», me pregunté.
—Todavía no le he devuelto el dinero —dijo de pronto, encarándose de nuevo conmigo; y, mirándome con fijeza, volvió a sentarse en el sitio de antes, en el rincón.»

Dostievski, Los Demonios.

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