Dostoievski, El sueño de un hombre ridículo.

domingo, marzo 01, 2015



FEDOR DOSTOIEVSKI

 EL SUEÑO DE UN HOMBRE EXTRAÑO

I

 Soy un hombre extraño. Ahora me tratan de loco; pero esto sería para mí una especie de ascenso, si no continuase siendo el mismo hombre "extraño" de antes.

 Preciso es decir que ya no me enfado con las bromas que me hacen. Al contrario, más bien me divierte el que se burlen de mí. Y hasta me reiría de buena gana con ellos, si no experimentase cierta tristeza al ver que

los que de mí se burlan ignoran la Verdad, y yo, en cambio, la conozco.

 ¡Oh, qué triste resulta ser el único que conoce la Verdad!

¡Y pensar que ellos no podrán conocerla nunca! ¡Oh, no, no podrán conocerla!...

Antes, cuando aún no conocía la Verdad, sufría mucho al considerar que a todo el mundo le parecía un hombre "extraño". No es que lo pareciese, sino que lo era. Había sido "extraño" desde mi nacimiento, lo sabía desde que tuve uso de razón, tal vez desde los siete años, quizá aún antes de ir al colegio. Cuando llegué a la Universidad, cuanto más estudiaba, con más claridad comprendía que era un ser "extraño". De tal modo, que todos cuantos estudios universitarios hice no parecían tener más fin que uno, el de convencerme de que yo era un ente "extraño", trayéndome cada año un argumento nuevo.

Más tarde, en la vida corriente, ocurrió lo mismo que en mis estudios. Cada año aumentaba en mí la conciencia de mi extrañeza desde todos los puntos de vista. Todo el mundo se burlaba de mí; pero nadie era capaz de comprender que si había en el mundo un hombre completamente convencido de mi ridiculez, ese hombre era yo. Y eso era lo que más me fastidiaba, el que nadie lo comprendiese.

Sin embargo, la culpa era mía: he sido siempre demasiado orgulloso para confiarme a nadie.

Este orgullo aumentó con la edad, y es seguro que si hubiese llegado la ocasión de hacer semejante confesión delante de alguien, creo que hubiera sido capaz, aquella misma noche, de levantarme la tapa de los sesos.

¡Oh, Dios mío, cómo he sufrido durante mi adolescencia al pensar que llegaría un día en que no podría vencer

el deseo de hacer público cuanto pensaba!

Luego, cuando fui un hombrecito, aunque cada año sentía crecer en mí especial carácter, no sé a punto fijo por qué, me sentí más tranquilo. Tal vez fuese porque aquellos negros pensamientos que se agolpaban en mí me producían un dolor aún mayor:

el comprender que todo me era indiferente,
que en la vida nada tiene importancia.

Comprendí que lo mismo daba que el mundo existiese, o que no existiese.

Tuve la revelación de que en torno mío no había nada.

Me parecía, sin embargo, que hasta entonces habíame visto yo rodeado por seres extraños a mí; pero comprendí que todo aquello eran vanas apariencias.

Nada ha sido, nada es y nada será.

Entonces, súbitamente, dejé de enfadarme con los que de mí se burlaban; ya no me ocupé más de ellos.

Se apoderó de mí una absoluta indiferencia para todo.

A veces me ocurría pasearme por la calle, y tan absorto iba, que tropezaba con los transeúntes. ¿Absorto? No era por distracción, pues había dejado de pensar. Pero es que

todo me daba lo mismo, todo, absolutamente todo, me era indiferente.


Entonces fue cuando se me reveló la Verdad.

Ello fue en el mes de noviembre, el día 3, para ser más exacto. Desde ese momento no he olvidado él menor detalle.

Fue un día triste, tan triste como no es posible imaginar otro igual. A eso de las once volvía yo a mi casa, y precisamente iba pensando en que era imposible hallar una noche más sombría. Había llovido durante todo el día, una lluvia fría, dijérase negra y hostil a la Humanidad. Y he aquí que de pronto cesó la lluvia, dejando en el ambiente una humedad más terrible aún que la lluvia. Parecíame ver desprenderse de cada piedra de la calle, de cada pulgada cuadrada del suelo, un vapor frío insoportable. Tuve la impresión de que, si de repente se apagaban los mecheros de gas del alumbrado, me hubiese sentido más feliz, pues la luz, al poner en evidencia la humedad y la tristeza del aire, la hacía todo más triste.

Aquel día apenas si había cenado, y desde el comienzo de la velada había permanecido en casa de un ingeniero, en donde estaban también de visita dos de mis compañeros. Permanecí tan callado, que creo que hasta llegó a fastidiarles mi silencio. Discutían acerca de un asunto interesante, y lo hacían hasta con acaloramiento; pero, en realidad, la cosa les era completamente indiferente. Yo lo comprendí así, y, de repente, tuve que decirles:

Señores, eso les es a ustedes igual.

Mi advertencia no les molestó, y se echaron a reír de mí, comprendiendo que lo que yo les decía y lo que ellos pensaban a mí también me era igual. Por eso se reían.

En la calle, en el momento de pensar en el gas, me puse a mirar al cielo. Estaba tremendamente negro, y, sin embargo, aunque fuese débilmente, se distinguían las nubes, entre las cuales se abrían espacios más negros aún, que parecían insondables abismos.

De repente, en el fondo de uno de aquellos abismos, vi brillar una estrellita.

Me la quedé mirando fijamente, y mirándola se me ocurrió una idea:

la de matarme aquella misma noche.

Ya dos meses antes había decidido acabar con mi vida y, a pesar de mi extrema pobreza, había comprado con tal objeto un revólver y lo había cargado en seguida. Pero habían pasado dos meses, y el revólver seguía en su funda y en mi cajón, pues deseaba escoger para matarme un momento en que todo me fuera un poco menos indiferente, me diese menos lo mismo... ¿Por qué? Lo ignoro..., era un misterio.



Pero la estrella entonces me dio a conocer

que había llegado el momento de obrar,

inspirándome el deseo de morir aquella misma noche.


Decidí, pues, que sería irremisiblemente aquella noche.

¿Por qué la estrellita me empujaba en ese sentido? No lo sé.
Era también otro misterio.



Mientras miraba al cielo, una chiquilla de unos ocho años me tocó en el brazo. La calle estaba desierta. Lejos de nosotros, un cochero dormía sentado en el pescante. Llevaba sobre la cabeza un pañuelo completamente mojada, así como su ropita, que era miserable; pero en lo que más me fijé fue en sus zapatos, mojados y rotos.

De pronto, la chicuela comenzó a gritar, como amedrentada:
¡Mamá! ¡Mamá!


 La miré sin decir nada, y seguí andando. Marché más rápido; pero ella continuaba tirándome de la manga y sin cesar de gritar con desesperado acento.

(Ya conocía aquel sistema).

Luego, con voz entrecortada, me dijo que su madre se moría, que se había echado a la calle al azar, para llamar a alguien y tratar de salvar a su madre.

No la seguí. Al contrario, quise arrojarla de mi lado. Pensándolo mejor, me contenté con decirle que buscase a un guardia. Pero ella juntó sus manitas y corrió tras mí, sin querer dejarme; entonces me impacienté y, golpeando el suelo con mis pies,

la amenacé.


Entonces volvió a gritar:
¡Señor! ¡Señor!
Pero por fin me abandonó, cruzó la calle y se puso a seguir los pasos de otro transeúnte.

Escalé los cinco pisos de mi cuarto, y penetré en la habitación, pobremente amueblada, que recibía su luz por un ventanuco en el techo con buhardilla. Un diván forrado de cuero, una mesa cargada de libros, dos sillas y una vieja butaca era cuanto poseía. Encendí una bujía, tomé asiento y me puse a pensar... En el cuarto de al lado, separado del mío por un sencillo tabique, hacía tres días que estaban de fiesta. Era la habitación de un capitán retirado. Le hacían compañía hasta una media docena de desocupados, los cuales pasaban el tiempo bebiendo aguardiente y jugando a las cartas. La noche anterior había habido entre ellos una verdadera batalla: dos de los jugadores se habían agarrado por los cabellos, haciendo danzar ruidosamente los muebles. La dueña del inmueble hubiera querido ir a quejarse a la policía; pero tenía un miedo espantoso al capitán. Entre los otros inquilinos había una mujer delgada, viuda de un militar y madre de tres niñitos enfermos; el más joven de estos niños habíase asustado tanto al oír la disputa, que le había dado una especie de ataque de nervios. Sé de buena fuente que, de tiempo en tiempo, el capitán detiene a los transeúntes en la Perspectiva Nevsky para pedirles una limosna. Yo he evitado toda relación con él; nada hubiéramos sacado ni él ni yo. En cuanto a sus escándalos y a los de sus huéspedes, me era igual.

Sin embargo, pasé la noche en vela, sentado en mi butaca; pero de tal modo los había olvidado, que no los oí. Un año, todo un año llevaba velando de aquel modo, en mi butaca, sin hacer nada, ni leer ni pensar, dejando en libertad a las ideas que cruzaban por mi cerebro. Y cada noche veía consumirse una bujía entera.

Al volver, pues, aquella noche, me senté, según costumbre; saqué el revólver del cajón, lo puse sobre la mesa y... Recuerdo que al dejarlo sobre la mesa me pregunté: "¿Es verdad? ", y respondí: " ¡Absolutamente verdad! " (Absolutamente verdad que iba a levantarme la tapa de los sesos.)

Estaba resuelto a matarme aquella misma noche; pero... ¿cuánto tiempo iba a permanecer así, ante mi mesa, maquinando el proyecto? Eso era lo que no sabía.

¡Oh! Con seguridad, si no es por el encuentro con aquella chicuela me hubiese matado inmediatamente.

II

Todo me daba lo mismo; ya queda dicho. Pero, a pesar de mi indiferencia, temía el dolor físico... Además sentía compasión por aquella chicuela que poco antes me había tropezado en la calle, y a la que debía haber prestado ayuda. ¿Por qué no había socorrido a aquella pobre chiquilla? ¡Ah! Porque quería que todo me fuese indiferente, y me avergonzaba el haber sentido piedad de aquella niña.

¿Por qué diablos el dolor de aquella chicuela no me había sido indiferente?... Era algo sencillamente estúpido... ¡Y aún estaba sufriendo entonces! Pero, vamos a ver: si me iba a matar antes de dos horas, ¿qué podía importarme el que aquella chiquilla fuese desgraciada o no? ¡Pronto ya no tendría la menor idea, ya no sería nada! Por eso es por lo que me había cobardemente enfadado contra la chicuela. Estaba en situación de cometer cualquier bajeza, puesto que dos horas más tarde ya nada tendría sentido para mí.

Imaginábame yo que en aquel instante el mundo y
la vida dependían exclusivamente de mí, eran sólo para mí.

No tenía más que matarme, y el mundo dejaba de existir,

para mí al menos. Sin contar con que

tal vez fuese verdad que, después de mí, tampoco existiese para nadie;

que el universo entero, en cuanto mi conciencia se apagase, se desvanecería como un fantasma,

por no ser más que algo dependiente de mi conciencia.

¿Quién sabía si el universo y las multitudes estaban sólo en mí,

eran únicamente ilusión de mis sentidos?

Luego volví la idea a la inversa, ocurriéndoseme una extraña idea. Supongamos, me dije, que antes de habitar sobre la Tierra hubiese vivido una existencia anterior en la Luna o en el planeta Marte, en donde hubiese cometido la más vil y la más vergonzosa de las acciones, tal como apenas cabe imaginar en el horror de una pesadilla, y que hubiera conservado sobre la Tierra la conciencia de haberme visto allá lejos deshonrado; si tenía la seguridad de no volver allá jamás, ¿qué pensaría al mirar a la Luna o a Marte? ¿Me hubiera dado igual?

Aquellas preguntas eran perfectamente ociosas, puesto que allí estaba el revólver ante mí, y creía que la cosa iba a realizarse. Sin embargo, me sentía fuera de mí, el maldito asunto roía mi cerebro, y no quería morir sin antes haber resuelto aquel absurdo problema.

En suma: que fue la chiquilla la que me salvó, la que impidió que apretase el gatillo del revólver.

Mientras, en la habitación del capitán todo parecía entrar en calma. Había terminado el juego, y las groseras invectivas pronto fueron no más que un murmullo. Debían de irse a dormir los jugadores.

Fue entonces cuando, de pronto, quedé dormido, lo que nunca solía ocurrir a aquella hora. Y me dormí sin darme cuenta de ello. Me dormí y soñé. ¡Qué cosa tan extraña los sueños! Unas veces la visión se presenta con una nitidez terrible, con una increíble minuciosidad en los detalles; otras ocurren en el curso de los sueños cosas misteriosamente incomprensibles, nociones contradictorias se mezclan y confunden con vagas apariencias.

Me parece que los sueños sobreexcitan, no la inteligencia, sino el deseo; no la cabeza, sino el corazón.

¡Y, sin embargo, qué sutiles imaginaciones produce algunas veces mi cerebro durante mis sueños! Pero es preciso dejar su parte a las complicaciones incomprensibles.

Cinco años hace que murió mi hermano, y cuántas veces, durante mi sueño, acordándome perfectamente de que ha muerto,

no me asombra el verle a mi lado,

el oírle hablar de lo que me interesa,

de sentir la seguridad de su presencia,

sin olvidar un minuto que yace bajo tierra.

¿Cómo es posible que mi espíritu acepte a un tiempo esas dos nociones tan opuestas?

Pero dejemos esto, y volvamos al sueño que tuve aquella noche, la noche del 3 de noviembre. Las gentes se complacen en hacerme rabiar, diciéndome que todo ello no es más que un sueño. Me enfada el pensar que haya podido no ser más que un sueño.

¿Qué diferencia quieren ver entre el sueño y la realidad si leemos más claramente la verdad en el sueño?

De todos modos es un sueño que me ha dado a conocer la Verdad.

¡Cuando una vez se ha visto la Verdad, sabe uno que es la Verdad, que es única, que no hay dos verdades,

según se esté dormido o despierto! ¿Qué importa que la haya uno visto en el sueño o en la vida?

Pues bien, esa vida que tanto alabáis, yo iba a quitármela, suicidándome.

Y mi sueño me ha predicho,

me ha mostrado una nueva vida,

hermosa, intensa y fuerte. Una vida renovada. Escuchad.

III

 Ya he dicho que me dormí sin darme cuenta de ello. Hasta mientras me dormía continué dándole vueltas a los mismos asuntos.

De pronto, soñando, vi que agarraba el revólver y que lo aplicaba sobre el corazón, no en la cabeza, y eso que mi resolución había sido levantarme la tapa de los sesos. Permanecí un instante inmóvil, con el cañón apoyado en el pecho;

mi bujía, la mesa y la pared comenzaron a agitarse, a bailar.

Disparé.

Sucede a veces en los sueños que se cae desde una gran altura, que le estrangulan a uno o, por lo menos, le maltratan; pero nunca se llega a experimentar el menor dolor físico, excepto cuando, al hacer algún movimiento, tropieza uno con la cama, y entonces el dolor nos despierta.

En aquella ocasión yo no sufrí lo más mínimo, pero el disparo me conmovió intensamente, y me puse a temblar. En torno mío quedó todo sombrío, completamente a oscuras... Me sentía ciego y mudo. Me veía tendido, con la cara mirando al techo de mi habitación. Me sentía incapaz de hacer el menor movimiento; pero en torno mío reinaba gran agitación.

Hablaba el capitán con su voz de bajo, la dueña de la casa lanzaba agudos gritos..., cuando he aquí que, sin más transición, trajeron un féretro y me metieron dentro.

Sentí que lo alzaban en el aire, y mientras me bamboleaba al paso de los conductores, por primera vez se me ocurrió la idea de que estaba muerto, completamente muerto.

Me daba cuenta de ello, no cabía duda, y, sin embargo, aunque no pudiese moverme, ni ver, ni hablar, continuaba sintiendo y razonando; vivía, pues..., pero estaba muerto. Como suele ocurrir en los sueños, me acostumbré en seguida a aquella idea, y la acepté sin el menor asombro por mi parte.

Sin la menor ceremonia me enterraron y se fueron. Me quedé en mi tumba solo, abandonado. En otro tiempo, cuando alguna vez se me había ocurrido el pensar en mi entierro, que creía muy lejano, la idea de la fosa despertaba siempre en mí una sensación de humedad y de frío. Eso fue lo mismo que sentí en mi sueño. Frío, mucho frío... Sobre todo los pies los tenía helados.

Cosa rara: ya no esperaba nada, admitiendo con facilidad el que un muerto nada tiene que esperar. Pasaron entonces horas, días, meses..., cuando súbitamente cayó sobre mi ojo izquierdo cerrado una gota de agua que había atravesado la tapa del féretro. Poco después, otra, y otra, y otra, y así sucesivamente...

Al mismo tiempo despertóse en mí un dolor físico y una violenta cólera: "¡Es mi herida, pensé; es el tiro; ahí está la bala!..." Y la gota de agua seguía cayendo, de minuto en minuto, y siempre sobre mi ojo cerrado. Me puse...,¿cómo diría yo?... a gritar, a implorar, claro es que no con palabras, sino mentalmente, contra Aquel que permitía o disponía ocurriese lo que estaba ocurriendo, contra el Señor de la vida y de la muerte.

Quienquiera que seas, si existes, si hay un principio superior, consciente y razonable, de quien en estos momentos estoy siendo juguete, si hay una Providencia, déjala que se ejerza aquí. Pero si te vengas de mí por culpa de mi suicidio estúpido, te prevengo que ninguna tortura, sea la que sea, podrá vencer

al desprecio que siento por ti,

y que seguiré sintiendo millones de años, tantos como dure tu oficio de verdugo.

Callé mentalmente. Hubo un largo silencio, sin otro ruido que el de la gota de agua; me volvió a caer en el ojo izquierdo;

pero sabía yo, con una ciencia imperturbable y sobrehumana,

que todo iba a cambiar casi inmediatamente.

Y he aquí que, de pronto, mi tumba se abrió.

Es decir..., ¿estaba realmente abierta? Por lo menos yo me vi desenterrado, y apenas esto ocurrió,

un ser desconocido se apoderó de mí

y los dos nos encontramos flotando por el espacio.

De pronto comencé a ver, aunque con gran dificultad, pues la noche era muy tenebrosa, tan profunda la oscuridad como la noche más negra de mi vida.

Estábamos ya muy lejos de la Tierra, volando por el espacio,

y aunque nada preguntaba a mi raptor, aguardaba sin someterme, orgulloso porque no sentía miedo. ¿Cuánto tiempo duró nuestro viaje? No puedo calcularlo. Todo ocurría como acostumbra a ocurrir en los sueños, en los que para nada se hace caso ni del tiempo ni del espacio. De pronto, en medio de la oscuridad, vi brillar una estrella.

¿Es Sirio? pregunté, sin acordarme de que estaba resuelto a no preguntar nada.

No, es la estrella que viste al volver a tu casa me respondió el ser que me llevaba.

Pude entonces darme cuenta de que tenía mi compañero algo así como un rostro humano. Era algo extraña la cosa; pero sentía por aquel ser cierta aversión. ¿Por qué? Había deseado la ataraxia, había querido no ser al pegarme el tiro, y he aquí que me veía entre las manos de un ser desconocido, que indudablemente no era humano, pero existía.

" ¡Ah! Luego entonces hay otra vida más allá de la tumba

pensaba yo en mi sueño con extraño aturdimiento. Me será preciso ser de nuevo, sufrir la voluntad de alguien del que no me podré librar."
Inopinadamente, y dirigiéndome a mi compañero, dije:

Sabes que te temo, y por eso me desprecias.

En estas humillantes palabras quedaba resumida la declaración de mi debilidad. No había podido retenerlas, y en mi corazón, agudo como un alfilerazo, sentía el dolor de haberlas dicho.

No me respondió; pero comprendí que no me despreciaba,
que no se burlaba de mí, que hasta me tenía lástima.

Se limitaba a conducirme a un lugar desconocido y misterioso, que sólo a mí interesaba. Me sentí invadido por el terror. No obstante, una especie de muda pero comprensible comunicación se estableció entre mi silencioso compañero y yo.

Seguíamos flotando por el vacío. Desde hacía mucho tiempo había dejado de ver las constelaciones que solían distinguir mis ojos. Tal vez nos hallábamos recorriendo los espacios donde se agitan las misteriosas estrellas cuyos rayos tardan millones de años en llegar a nuestro planeta.

Me sentía angustiado por la espera de algo indeterminado,

cuando, de pronto, me sentí agitado por una conmoción interior agradable: ¡iba a volver a ver nuestro sol! Sin embargo, pronto comprendí que no podía ser nuestro sol, el de nuestra tierra. Nos encontrábamos a distancias inconmensurables de nuestro sistema planetario, pero me sentí dichoso al ver hasta qué punto aquel sol se parecía al nuestro. La luz vital, la que me había dado la existencia, me resucitó.

Sentí en mí una vida tan fuerte como la que había animado mi cuerpo antes de la tumba.

Si es el Sol dije, o mejor, si ese sol es idéntico al nuestro; ¿dónde está la Tierra?

Mi compañero me señaló una estrella, color esmeralda, que brillaba a lo lejos. Volamos derechos hacia ella.

¿Es posible que el Universo esté formado por repeticones semejantes? exclamé. ¿Es ésta la ley universal? ¿Es ésa una Tierra completamente igual a la nuestra? Una Tierra completamente igual, tan desgraciada, tan pobre, pero amada por los más ingratos de sus hijos, con el mismo doloroso amor con que nosotros amamos a la nuestra.

Volví a ver la imagen de la niña, con la que tan mal me había portado.

Lo volverás a ver todo me dijo mi compañero, con una voz que sonó a triste en el espacio infinito.

Nos aproximábamos rápidamente al planeta, el cual crecía a ojos vistas.

Distinguí en él la superficie de un océano, la forma y contorno de Europa, una nueva Europa, sintiéndome invadido por una grande y santa envidia.

¿Para qué esta nueva edición de nuestro mundo?

Yo no puede amar más que mi Tierra, aquella donde quedan las salpicaduras de mi sangre, aquella con la que me he mostrado lo suficientemente ingrato para abandonarla, suicidándome. ¡Ah! Nunca he dejado de amarla, ni aún esa noche de la separación, tal vez más esa noche porque ha sido cuando la he amado más dolorosamente que nunca.

¿Hay sufrimientos en esa copia de nuestro mundo?

En la nuestra no se ama más que en el dolor y por el dolor, no conocemos otro amor; quiero sufrir para amar.

¡Qué feliz sería si pudiese besar el suelo del astro abandonado, regarlo con mis lágrimas! ¡No quiero la vida si ha de transcurrir en otro planeta!

Pero mi compañero me había dejado solo, y, de pronto, sin saber cómo, me encontré ya en otra tierra, envuelto en los rayos de un sol paradisíaco. Había echado pie a tierra, según creo, en una de las islas del archipiélago griego, o en alguna costa no lejana de aquellas islas. Todo era como en nuestro país, pero

todo resplandecía como bajo un resplandor de festividad, de santa solemnidad.

Un mar de esmeralda acariciaba suavemente la playa, como impregnado de un amor consciente, casi visible. Grandes y hermosos árboles, floridos y adornados con bellas hojas brillantes, mostrábanse en toda su pompa, y, desde lo alto del cielo, innumerables golondrinas acogían mi llegada con gritos vivos y tiernos, como si me felicitasen. La hierba aromática resplandecía con refulgentes colores. Bandadas de pajarillos volaban por el aire, y muchos de ellos, sin el menor temor, venían a posarse sobre mis manos, sobre mis hombros, agitando gentilmente sus alas chiquitas y temblorosas.


Por fin descubrí a los habitantes de aquella venturosa tierra, que se acercaron a mí, rodeándome y abrazándome. ¡Qué hermosos eran aquellos hijos del Sol! Nunca viera en mi antigua Tierra que la belleza humana hubiese alcanzado tal grado de perfección.

Apenas si entre los niños pequeños pudieran hallarse algunos débiles reflejos de tal belleza. Brillaban sus ojos con débiles reflejos de tal belleza. Brillaban sus ojos con un resplandor sereno, y sus rostros expresaban inteligencia, tranquila conciencia, encantadora alegría. Sus voces eran puras y alegres, como voces de niños.

¡Oh! Apenas los vi lo comprendí todo.

Me encontraba sobre una Tierra no profanada aún por el pecado.

Aquellas almas inocentes vivían, según cuenta la leyenda que nuestros primeros padres vivieron, en un paraíso terrenal.

Y eran aquellos hombres tan buenos, que al llevarme hacia sus moradas esforzábanse, por todos los medios, en espantar de mí toda inquietud, toda intranquilidad. Me interrogaban, pero parecían saberlo todo, y no tener más deseo que borrar de mi memoria todo recuerdo de dolor.

IV

 Aunque todo ello lo haya yo sentido en sueños, no obstante, el recuerdo de la afectuosa solicitud de estos hombres inocentes me acompañará mientras viva.

Todavía siento que su amor envuelve mi atmósfera.

Sin embargo, no siempre les comprendía. Siendo yo un vulgar progresista, no podía explicarme cómo es que, sabiendo tanto como sabían, ignorasen nuestras ciencias. No tardé en comprender que la esencia de su saber era diferente a la de nuestra instrucción y que sus aspiraciones eran distintas, por ejemplo, a las mías.

Carecían de deseos, no ambicionaban, como nosotros, poseer la ciencia de la vida, puesto que su vida era más completa que la nuestra.

En realidad, sus conocimientos eran mucho más amplios y más profundos que los que nosotros poseemos. Mientras nuestra ciencia trata de explicar la vida, obteniendo una conciencia racional de ella para enseñar a los demás a vivir, ellos no necesitaban de aquella ciencia, pues sabían cómo es preciso vivir y lo sabían sin formulismo ninguno.

Me enseñaban sus hermosos árboles, asombrándome el amor que demostraban sentir por ellos; diríase que los trataban como seres racionales, que habían descubierto su lenguaje y conversaban con ellos. Claro es que con los animales mantenían relaciones afectuosas, siendo amados hasta de los más feroces, a los que habían vencido con su dulzura. Me enseñaban las estrellas, y acerca de ellas expresaban cosas que yo no sabía comprender,

convenciéndome, sin embargo, de que se relacionaban con ellas, no sólo con el pensamiento, sino por algún conducto más material.

Mi incomprensión no les impacientaba. Me amaban tal como era, experimentando también yo que tampoco ellos me entenderían, por lo que evitaba hablarles de nuestra Tierra.

Muchas veces me preguntaba cómo hombres tan superiores a mí no me humillaban con su perfección, cómo no me inspiraban envidia,

y cómo a mí, charlatán y embustero,

no se me ocurría tratar de asombrarles descubriéndoles mi ciencia, de la que no tenían la menor idea.


Mostrábanse vivos y alegres como niños. Se paseaban a través de sus hermosos bosques, cantando lindas canciones; su alimento consistía únicamente en frutos de sus árboles, miel y leche de sus amigos los animales, teniendo que darse muy poco trabajo para procurarse la alimentación y el vestido.

Conocían el amor material, puesto que tenían hijos, pero nunca los vi atormentados por esos arrebatos de voluptuosidad que tanto tiranizan a los seres de nuestro planeta, y que son la fuente casi única de nuestros pecados.

Alegrábanse viendo nacer a los hijos, en los que veían a nuevos copartícipes de su felicidad.

Entre ellos no existían las querellas, ni los celos;

ni comprendían siquiera lo que esto último podía ser.

Sus hijos eran de todos,

pues no formaban más que una sola familia.

Casi nunca estaban enfermos...

Conocían, sin embargo, la muerte; pero los ancianos morían dulcemente, como si se durmiesen, rodeados por sus amigos, que se despedían de ellos sin mostrar tristeza; al contrario, con la sonrisa en los labios. Dolores y lágrimas eran términos para ellos ignorados. Por todas partes se advertía el amor,

un amor semejante al éxtasis.

Siempre he creído que se comunicaban con sus muertos.

Las relaciones entre los que se habían amado no se veían interrumpidas por la muerte. Noté que no me comprendían claramente cuando les hablaba de la vida eterna: tal vez creían tan firmemente en ello que hablar de tal cuestión les pareciera inútil.

Carecían de religión,

pero evidentemente estaban seguros de que cuando sus alegrías hubiesen alcanzado todo su desarrollo,

surgiría una transformación

que haría más completa la unión de los hombres con el Gran Todo,

alma del Universo.

Aguardaban ese momento con alegría, pero sin prisas: hubiérase dicho que gozaban ya del presentimiento que tenían llevarlo en sus corazones.

Antes de irse a descansar les gustaba formar armoniosos coros, cantando lo que durante el día habían sentido, ensalzando la Naturaleza, la Tierra, el Mar, los bosques, el amor... Sus canciones eran ingenuas y sencillas, afectuosas y delicadas. No era sólo con la música como expresaban su mutua ternura: toda su vida era una prueba de la amistad que existía entre ellos. Poseían otros cantos majestuosos y espléndidos, pero su sentido era inaccesible a mi inteligencia, aunque penetrasen cada vez más hondamente mi corazón.

A menudo les decía que desde hacía mucho tiempo había presentido su felicidad, que ya en la Tierra se había llenado muchas veces mi alma de tristeza al apreciar el contraste entre su vida deliciosa adivinada y nuestra suerte... ¡En mi enemistad contra los hombres de mi planeta había también tanta tristeza! ¡Quería odiarles, y no poder dejar de amarles, aunque sin llegar a perdonarles!

Me escuchaban, pero bien veía yo que no podían entenderme.

Comprendían al menos cuan doloroso me era haber dejado a mis hermanos. Yo mismo, viendo sus miradas tan llenas de amor, sintiendo que mi corazón se hacía tan inocente como los de ellos, ya no lamentaba no comprenderlos. Les amaba, sin necesidad de que compartiesen mis rencores.

Se me reirán en mis propias narices cuando les cuente mi sueño; me dirán que semejantes cosas no es posible verlas en un sueño, que todos esos detalles los he inventado yo, sin darme cuenta, inocentemente; que los sueños no pueden proporcionar más que sensaciones borrosas. Y sobre todo, Dios mío, ¡qué de risas cuando les digo que quizá todo ello ha sido realidad!

Yo no he sido impresionado más que por las sensaciones de mi sueño; han sido las únicas que han quedado como vivo recuerdo en mi lacerado corazón. Imágenes y formas eran tan armoniosas, tan bellas y tan verdaderas, que, en efecto, resultaba imposible el que, al despertarme, tuviese la fuerza de expresarlas con débiles palabras; quizá, pues, todo debía borrarse en mi espíritu y tal vez haya inventado inconscientemente los detalles, desfigurándolos, seguramente, por ese deseo apasionado de dar lo más rápidamente posible el sentido general del asunto. Pero, en el fondo,

¿por qué no quieren creer que todo eso haya podido ocurrir realmente?


Tal vez todo era mucho mejor y más alegre de lo que yo he contado. Quizá no sea un sueño, pues hay algo que excede los límites de un sueño, y es que, si fuese un sueño, estaría engendrado por mi corazón.


Pero... ¿es posible que mi corazón tuviese la fuerza necesaria para producir

la terrible verdad que ante mí se ha alzado?

Porque ha ocurrido algo tan horrible y verdadero, que no es posible verlo en sueños. Juzgad por vosotros mismos.

Lo he ocultado hasta ahora, pero es necesario decir la verdad.

Yo, con mis relatos, los he pervertido todos.

V

Pues sí; acabé por pervertirlos a todos, aunque no recuerdo cómo, ni pueda explicarme el porqué.

Mi sueño duró diez siglos,

pero no me ha dejado ninguna sensación muy clara.

Fui la única fuente de su corrupción;

me basté yo sólo para contaminar toda aquella tierra feliz e inocente antes de mi llegada, como un microscópico germen pestífero infesta a países enteros.


Oyéndome hablar, los hombres de aquella, hermosa tierra del amor aprendieron a mentir, complaciéndose con sus mentiras. Introdujeron la mentira en el amor, y no tardó en nacer la sensualidad en sus corazones, engendrando los celos, y más tarde la crueldad... No sé cuando, pero al poco tiempo de conocer y emplear la mentira, vertióse la primera sangre criminal. Asustados, los hombres comenzaron a huir unos de otros, a vivir aislados, formándose grupos, que luego hicieron entre sí alianzas para atacar a otros grupos.

Estallaron los odios, y al conocer la vergüenza, le dieron un título glorioso: el Honor. Cada grupo enarboló una bandera. Los hombres empezaron por declarar la guerra a los animales, maltratándolos y haciéndolos huir a los bosques y convertirse en enemigos del hombre. Nacieron diferentes lenguas, y comenzó la lucha del la individualidad por lo tuyo y lo mío. Comenzó una lucha terrible. Conocieron el Dolor, y, enamorados de él, establecieron el principio de que sólo por él se llega al conocimiento de la Verdad. Fue el origen de la Ciencia.

Cuando se volvieron malos comenzaron a hablar de fraternidad y de desinterés, agarrándose a dichas ideas. En cuanto fueron criminales, hablaron de justicia, crearon códigos para conservarla y patíbulos para defenderla.

Acordábanse ya muy vagamente de lo que habían perdido, no queriendo creer ni en su inocencia ni en su felicidad pasadas, hasta tomándolas a chacota y diciendo que todo aquello era una leyenda. Pero, aunque hubiesen perdido la fe en su antigua beatitud, sintieron un deseo tan fuerte de llegar a ser inocentes y felices, que divinizaron este deseo y le elevaron templos, postrándose de hinojos ante su propia idea, ante el ídolo de su deseo, y, aunque lo consideraran irrealizable, derramaban en sus rezos abundantes lágrimas.

Con todo, es evidente que si alguien hubiese encontrado su antigua felicidad y se la hubieran presentado, no la hubiesen querido.

Cuando se les hablaba de ello, respondían: "Sí; somos malos, embusteros, injustos.., sabemos, y por eso nos castigamos por nosotros mismos con mucha más violencia tal vez que lo hará el Supremo Juez, cuyo nombre desconocemos. Pero poseemos la Ciencia. Con ella encontraremos la Verdad, que aceptaremos entonces conscientemente. El saber está por encima del sentimiento; la comprensión de la vida vale más que la vida. La Ciencia nos dará la sabiduría, y ésta nos revelará las leyes de la felicidad."

Tales eran sus palabras, y, sin embargo, cada cual se prefería a la Humanidad entera, sin poder obrar de otro modo. Cada cual se sentía tan celoso de la importancia de su propia personalidad, que hacía cuanto podía por rebajar la de los demás. Nació la esclavitud, incluso la voluntaria. Los débiles obedecían con entera voluntad a los fuertes, con tal de que éstos les ayudasen para que a su vez pudieran esclavizar a los más débiles que ellos. Presentáronse algunos hombres justos que, llorando, fueron en busca de sus hermanos para reprocharles su caída. Se reían de ellos o los apedreaban. Corría la sangre en la puerta de los templos.

Como revancha, surgieron otros hombres que buscaron el modo de reorganizar a la sociedad de tal suerte que, sin dejar de que cada cual se prefiriese a todos los de su especie, pudiesen todos vivir en paz. A propósito de esta idea, estallaron verdaderas guerras; mas todos estaban convencidos de que la Ciencia, la sabiduría y el instinto de conservación obligarían pronto a todos los hombres a reunirse en forma pacífica y fraternal. Para lograrlo cuanto antes comenzaron por aplastar a los débiles de espíritu, comprendiendo, como es natural en esta categoría a todos los enemigos de sus ideas. Pero el sentimiento de conservación perdió pronto su fuerza, y los orgullosos y los voluptuosos pidieron todo o nada. Naturalmente, para conseguirlo todo recurrieron al crimen, y para conseguir nada, al suicidio.

Nacieron entonces las religiones que celebraban el culto del No-Ser.
Fue un acto meritorio el darse la muerte para ganar el eterno reposo en la Nada.

Los hombres cantaron al Dolor en sus poemas.

Yo me paseaba entre ellos lamentándome de su suerte, compadeciéndoles en su error, pues quizá los amaba más aún que en sus días de inocencia y de belleza. Atraíame aún más su Tierra, al verla entonces profanada por ellos, que cuando era un paraíso. Tendía mis brazos hacia aquellos pobres seres, acusándome, maldiciéndome por haber causado su desgracia. Les decía que yo era la causa de todos sus males, la única causa; que había sido entre ellos el fermento del vicio y de la mentira.

Les suplicaba que me condenasen a muerte, que me crucificaran, y les enseñaba cómo podían construir la cruz.

Según les decía, no hallaba en mí la fuerza necesaria para matarme, pero ambicionaba el tormento, los suplicios; quería verme torturado hasta el momento de expirar. Pero se contentaban con burlarse de mi y al fin me tomaron por un idiota. Me excusaban, asegurando que no les había traído lo que ellos deseaban tener, y lo que entonces era no podía dejar de ser.

Sin embargo, un buen día, fastidiados, declararon que me iba haciendo peligroso y que iban a encerrarme en un manicomio si no me callaba.
Entonces me invadió con tal fuerza el dolor que pensé que iba a morir. Y en ese momento me desperté.

* * *

 Serían las seis de la mañana. Me volví a encontrar en la butaca. Mi bujía había ardido hasta consumirse por completo. En casa del capitán dormían, y el silencio reinaba en toda la casa. Di un salto en mi asiento. Nunca había soñado cosa semejante, con detalles tan claros, tan minuciosos. De pronto, descubrí mi revólver cargado, pero al instante lo arrojé lejos de mí. ¡Ah, la vida, la vida!

Alcé las manos e imploré a la Eterna Verdad;

es decir, no evoqué nada,

sino que me eché a llorar. Un loco entusiasmo agitaba todo mi ser. Sí, quería vivir y consagrarme a la predicación. En lo sucesivo, me dije,

recorreré el mundo predicando la Verdad,

porque la he visto, la he visto con mis propios ojos resplandecer en toda su gloria.

Desde entonces no vivo más que para la predicación.

Amo a los que se ríen de mí; los amo más aún que a los otros.

Dicen que he perdido la razón porque trato, por todos los medios a mi alcance, de conmoverles, y aún no he hallado la manera.

Sin duda, debo equivocarme a menudo, pero... ¿qué palabras emplear? ¿De qué modo dar ejemplo? Y, además, ¿quién es el que no se equivoca?
Y, sin embargo, todos los hombres, desde el sabio hasta el último de los malhechores, todos quieren lo mismo, buscándolo por medios diversos...
Pero no puedo equivocarme mucho, porque he visto la Verdad, sé que todos los hombres pueden ser bellos y dichosos sin dejar de vivir sobre la Tierra.

No quiero, no puedo creer que el mal sea el estado normal del hombre.

¡Cómo poder creer una cosa semejante!

He visto la Verdad y su imagen viva.

La he visto tan hermosa y tan sencilla que no admito sea imposible el verla entre los hombres de nuestra Tierra. Lo que sé me hace decidido, fuerte, dispuesto, infatigable. Seguiré adelante, aunque mi misión tuviese que durar mil años.

Si me extravío, la clara luz de la Verdad me volverá a mi camino.

Al principio hubiera querido ocultar a los habitantes de la otra Tierra que yo era el agente de corrupción.

Pero la Verdad murmuró a mi oído,

en voz baja, que yo era el culpable, que mentía, y me enseñó el camino que debía seguir: el camino recto.


Es muy difícil reorganizar el Paraíso en nuestra Tierra. Además, después de mi sueño, he olvidado todas las palabras que podían expresar mejor mis ideas. ¡Qué le vamos a hacer! Hablaré como pueda, sin cansarme pues si no sé describir, en cambio he visto.

Y ya pueden los burlones reírse y decir como ya lo hicieron: "Lo que cuenta es un sueño, y ni siquiera sabe contarlo". Bueno; es un sueño. Pero...

¿qué es lo que no es un sueño?

¿Este sueño no se realizará mientras yo viva!
¡Qué importa! De todos modos, predicaré.

¡Sería tan sencilla su realización! Sería cuestión de un día, de una hora...

Amaos los unos a los otros, nada más.

No habría que hacer más; es algo comprensible para todo el mundo.

Se trata de una verdad vieja, repetida billones de veces, y que, sin embargo,

no ha echado raíces en ningún sitio.

Es necesario seguirlo repitiendo.

"¡La comprensión de la vida, decís, es algo más interesante que la misma vida! ¡El conocimiento de lo que puede otorgar la felicidad tiene más valor que la posesión de la felicidad! "

He ahí los errores que es preciso combatir,

y yo los combatiré.

Si todos quisieran sinceramente la felicidad la tendrían.

¿Y aquella niña? He vuelto a encontrarla.

Dostoievski, El sueño de un hombre ridículo.

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