Dostoievski: «Quiero suicidarme porque tengo esa idea, porque me repugna el temor a la muerte.» El suicidio de Kirillov: «debo hacerme responsable de las proclamas subversivas»
sábado, marzo 28, 2015
«Piotr Stepanovich entró primero a ver a Kirillov. Éste, según costumbre, estaba solo, y en esta ocasión hacía gimnasia en medio del cuarto, es decir, con las piernas abiertas hacía girar los brazos de un modo especial por encima de la cabeza. En el suelo había una pelota. En la mesa estaba, ya frío, el desayuno, aún sin recoger. Piotr Stepanovich permaneció un instante en el umbral.
—¡Hay que ver lo bien que cuida usted de su salud! —dijo en voz alta y alegre entrando en el cuarto—. ¡Qué bonita pelota! ¡Y cuánto bota! ¿Es también para la gimnasia? Kirillov se endosó la levita.
—Sí, también para la salud —murmuró con sequedad—. Siéntese. —Vengo sólo un momento; pero, aun así, voy a sentarme. Lo de la salud está muy bien,
pero a lo que vengo es a recordarle un pacto.
El plazo se acerca… en cierto sentido —concluyó, retorciéndose con embarazo.
—¿Qué pacto?
—¿Cómo que qué pacto? —preguntó Piotr Stepanovich sorprendido, casi asustado.
—Eso no fue ni pacto ni obligación. Yo no me comprometí a nada. Eso es mala interpretación suya.
—Pero, oiga, ¿qué quiere decir con eso? —preguntó Piotr Stepanovich levantándose de un salto.
—Lo que me dé la gana.
—¿Y eso significa?
—Lo de antes.
—¿Y cómo se entiende eso? ¿Quiere decir que sigue con el propósito de antes?
—Lo quiere decir. Ahora bien, no hay pacto ni lo ha habido, y yo no me comprometí a nada.
Sólo mi libre voluntad y sigue siendo sólo mi libre voluntad.
Kirillov hablaba en tono perentorio y desdeñoso.
—De acuerdo, de acuerdo; sólo su voluntad, con tal de que no cambie —Piotr Stepanovich volvió a sentarse ya con aire satisfecho—. Se sulfura usted por una mera palabra. De algún tiempo a esta parte se ha vuelto muy quisquilloso. Por eso evitaba venir a visitarle. Pero estaba seguro de que no nos traicionaría.
—Yo a usted no lo estimo mucho; pero puede estar completamente seguro. Aunque no reconozco eso de traicionar o no traicionar.
—Pero, mire —dijo Piotr Stepanovich nuevamente alarmado—, es menester hablar con claridad para no desbarrar. El asunto requiere precisión y usted no hace más que exasperarme. ¿Me permite que hable?
—Hable —dijo Kirillov secamente y sin mirarle.
—Hace tiempo que decidió usted suicidarse…
o, al menos, ha tenido esa idea. ¿Me he expresado bien? ¿Me he equivocado en algo?
—Sigo teniendo la misma idea.
—Perfectamente. Observe además que nadie lo ha obligado.
—Claro que no. ¡Qué tonterías dice usted!
—Bueno, bueno. Me he expresado tontamente. Sin duda, habría sido una idiotez obligarlo. Prosigo.
Usted ya es miembro de la Sociedad bajo la antigua organización
y se lo confesó usted a uno de sus miembros.
—No se lo confesé. Sencillamente se lo dije.
—Bueno. Habría sido ridículo «confesarlo», como si fuera una revelación. Usted sencillamente se lo dijo. Está bien.
—No está bien, porque sigue usted farfullando. No debo a usted explicación alguna, ni puede usted entender mis pensamientos.
Quiero suicidarme porque tengo esa idea, porque me repugna el temor a la muerte,
porque…, porque eso no le importa a usted… ¿Qué quiere? ¿Té? Está frío. Espere que le traiga otro vaso. En efecto, Piotr Stepanovich había cogido la tetera y buscaba un vaso vacío. Kirillov fue al aparador y trajo un vaso limpio.
—Acabo de almorzar en casa de Karmazinov —observó el visitante—. Después he estado escuchándolo y sudando; luego he venido corriendo aquí y sudando… y me estoy muriendo de sed.
—Beba. El té frío está bueno. Kirillov volvió a sentarse y a clavar los ojos en el otro extremo del cuarto.
—A la Sociedad se le ocurrió —prosiguió en el mismo tono de voz— que podría serle útil suicidándome, y que cuando usted armara aquí un escándalo y las autoridades buscaran a los responsables, yo de pronto me pegaría un tiro y dejaría una carta en la que me declararía culpable,
de modo que no sospecharan de usted durante todo un año.
—Aunque no fuesen más que unos días. Hasta un día solo sería valioso. —Bien. A este respecto me dijeron que, si lo deseaba, podía esperar. Yo les contesté que aguardaría hasta que la Sociedad dijera cuándo, porque a mí me da lo mismo.
—Sí, pero no se olvide de que se comprometió a escribir la última carta sólo con mi ayuda,
y a que, cuando llegase usted a Rusia, estaría a mi…, bueno, para decirlo de alguna manera, a mi disposición; claro que sólo para tal ocasión, y que quedaría usted libre para todo lo demás —agregó Piotr Stepanovich casi amable.
—No me comprometí. Consentí, porque a mí me da igual.
—Muy bien, muy bien. No tengo la menor intención de lastimar el orgullo de usted, pero…
—No es cuestión de orgullo.
—Pero recuerde que le dieron ciento veinte táleros para gastos de viaje; es decir, que aceptó usted dinero.
—No hay tal —salió Kirillov—. El dinero no era para eso. Para eso no se acepta dinero.
—A veces se acepta.
—Miente usted. Yo lo expliqué por carta desde Petersburgo, y en Petersburgo le devolví a usted en propia mano ciento veinte táleros…, dinero que se habrá mandado desde allí, si es que usted no lo guardó.
—Bueno, bueno. No quiero discutir sobre ello. Ese dinero fue enviado. Lo que ahora cuenta es que siga usted con la idea de antes.
—Con la misma. Cuando venga usted y me diga «ya es hora», lo hago. ¿Qué? ¿Va a ser pronto?
—No faltan muchos días… Pero recuerde que escribiremos la carta juntos esa misma noche.
—No importa que sea el mismo día. ¿Dice usted que
debo hacerme responsable de las proclamas subversivas?
—Y de algo más.
—No me haré responsable de todo.
—¿De qué no se va a hacer responsable? —preguntó Piotr Stepanovich, de nuevo alarmado.
—De lo que no quiera. Basta. No quiero hablar más del tema. Piotr Stepanovich se contuvo y dio otro giro a la conversación.
—Hay otra cosa de que quiero hablar —anunció—. ¿Estará usted esta noche con nosotros? Es el día del santo de Virginski y con ese pretexto nos juntaremos allí.
—No quiero.
—Hágame el favor. Vaya. Es necesario. Es necesario dar ánimos con nuestro número y nuestras caras… Usted tiene una cara…, quiero decir que tiene usted una cara fatídica.
—¿Cree usted? —dijo Kirillov riéndose—. Bueno, iré; pero no por lo de la cara. ¿A qué hora?
—Oh, cuanto más temprano mejor. A las seis y media. Y, ¿sabe?, puede entrar, sentarse y no hablar con nadie, aunque haya mucha gente. Pero no se olvide de llevar papel y lápiz.
—Y eso ¿para qué?
—¿Y a usted qué le importa? Es un capricho mío. Usted sencillamente se sienta sin hablar con nadie, escucha y, de cuando en cuando, hace como si tomara notas. Puede pintar monos si tiene ganas.
—¡Qué tontería! ¿Y por qué?
—¿Y a usted qué más le da? ¿No dice usted que le es igual?
—No. ¿Por qué?
—Bueno, porque un miembro de la Sociedad, el inspector, se ha quedado en Moscú, y yo he dicho a alguien de aquí que podría visitarnos el inspector. Pensarán que es usted el inspector, y como ya lleva usted aquí tres semanas la sorpresa será todavía mayor.
—Eso es una farsa. No hay inspector en Moscú.
—Es verdad, no lo hay. Pero ¡maldita sea!, ¿qué le importa a usted? ¿Qué le molesta tanto? ¿No es usted miembro de la Sociedad?
—Dígales que soy el inspector. Me sentaré y guardaré silencio, pero eso del papel y el lápiz no lo quiero.
—Pero ¿por qué no?
—Porque no quiero. Piotr Stepanovich se enfureció hasta casi ponerse verde, pero una vez más se contuvo, se levantó y agarró el sombrero.
—¿Está ése aquí? —preguntó a media voz.
—Está.
—Bueno. Me lo llevaré pronto, no se preocupe.
—No me preocupo. Aquí sólo viene a dormir. La vieja está en el hospital y la nuera está muerta. Hace dos días que estoy solo. Le he mostrado un sector en la valla donde se puede quitar un tablón. Sale por allí sin que nadie lo vea.
—Me lo llevaré de aquí pronto.
—Dice que tiene muchos lugares donde pasar la noche.
—Miente. La policía lo está buscando y aquí por el momento está a salvo. ¿Ha hablado usted con él?
—Sí. Toda la noche. Dice cosas horribles de usted. Yo de noche le leo el Apocalipsis y los dos bebemos té. Escucha con atención, sí, con mucha atención, toda la noche.
—¡Qué diablo! Lo va a convertir usted al cristianismo.
—¡Pero si es cristiano! No se preocupe. Matará. ¿A quién quiere usted que mate?
—No. No lo quiero para eso. Lo quiero para otra cosa… Y Shatov ¿sabe algo de Fedka?
—No hablo con Shatov ni le veo.
—¿Es que está enojado?
—No, no estamos enojados, sino que cada cual tira por su lado. Vivimos juntos en América demasiado tiempo.
—Ahora paso a verle.
—Como quiera.
—Quizá Stavrogin y yo pasemos a verlo a usted después de la reunión, a eso de la diez.
—Vengan.
—Tengo que hablar con él de algo importante… Oiga, regáleme la pelota. ¿De qué va a servirle ahora? Yo también la quiero para hacer gimnasia. Si desea, se la pago.
—Tómela, no hace falta que me dé nada. Piotr Stepanovich se metió la pelota en el bolsillo trasero.
—Pero no le daré nada contra Stavrogin —murmuró al despedir a su visitante. Las últimas palabras de Kirillov desconcertaron mucho a Piotr Stepanovich. Apenas tuvo tiempo para preguntarse sobre su significado; pero ya subiendo la escalera que conducía al cuarto de Shatov se esforzó por trocar el descontento de su semblante en gesto amable.»
Dostoievski, Los Demonios.
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