Dostoievski: «Ésta es mi tesis» «Observa que no es a Dios a quien rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me niego a aceptar.»

jueves, marzo 19, 2015



« Iván se echó a reír y añadió: -Admito que es posible que Dios exista. No lo esperabas, ¿verdad? -Desde luego. A menos que hables en broma. -Nada de eso. Aunque ayer, al reunirnos con el starets, se creyera que no hablaba en serio. Oye, querido Aliocha: en el siglo dieciocho hubo un pecador que dijo: Si Dieu n'existait pas, il faudrait l’inventer. En efecto, es el hombre el que ha inventado a Dios.

Lo asombroso es, no que Dios exista, sino que esta idea de la necesidad de Dios acuda al espíritu de un animal perverso y feroz como el hombre.

Es una idea santa, conmovedora, llena de sagacidad y que hace gran honor al hombre.

En lo que a mí concierne, ya hace tiempo que he dejado de preguntarme si es Dios el que ha creado al hombre o el hombre el que ha creado a Dios.

Desde luego, no pasaré revista a todos los axiomas que los adolescentes rusos han deducido de las hipótesis europeas, pues lo que en Europa es una hipótesis se convierte en seguida en axioma para nuestros jovencitos, y no sólo para ellos, sino también para sus profesores, que suelen parecerse a los alumnos. Así,


yo renuncio a todas las hipótesis



y me pregunto cuál es nuestro verdadero designio.

El mío es explicar lo más rápidamente posible la esencia de mi ser, mi fe y mis experiencias.

Por eso me limito a declarar que admito la existencia de Dios. Sin embargo, hay que advertir que si Dios existe, si verdaderamente ha creado la tierra, la ha hecho, como es sabido, de acuerdo con la geometría de Euclides, puesto que ha dado a la mente humana la noción de las tres dimensiones, y nada más que tres, del espacio. Sin embargo, ha habido, y los hay todavía, geómetras y filósofos, algunos incluso eminentes, que dudan de que todo el universo, todos los mundos, estén creados siguiendo únicamente los principios de Euclides. Incluso tienen la audacia de suponer que dos paralelas, que según las leyes de Euclides no pueden encontrarse en la tierra, se pueden reunir en otra parte, en el infinito. En vista de que ni siquiera esto soy capaz de comprender, he decidido no intentar comprender a Dios. Confieso humildemente mi incapacidad para resolver estas cuestiones.

En esencia, mi mentalidad es la de Euclides: una mentalidad terrestre.

¿Para qué intentar resolver cosas que no son de este mundo? Te aconsejo que no te tortures el cerebro tratando de resolver estas cuestiones, y menos aún el problema de la existencia de Dios. ¿Existe o no existe? Estos puntos están fuera del alcance de la inteligencia humana, que sólo tiene la noción de las tres dimensiones.

Por eso yo admito sin razonar no sólo la existencia de Dios, sino también su sabiduría y su finalidad para nosotros incomprensible.

Creo en el orden y el sentido de la vida, en la armonía eterna, donde nos dicen que nos fundiremos algún día.

Creo en el Verbo hacia el que tiende el universo que está en Dios, que es el mismo Dios; creo en el infinito.

¿Voy por el buen camino? Imagínate que, en definitiva, no admita este mundo de Dios, aunque sepa que existe.

Observa que no es a Dios a quien rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me niego a aceptar.

Me explicaré:

puedo admitir ciegamente, como un niño,

que el dolor desaparecerá del mundo, que la irritante comedia de las contradicciones humanas se desvanecerá como un miserable espejismo, como una vil manifestación de una impotencia mezquina, como un átomo de la mente de Euclides; que al final del drama, cuando aparezca la armonía eterna, se producirá una revelación tan hermosa que conmoverá a todos los corazones, calmará todos los grados de la indignación y absolverá de todos los crímenes y de la sangre derramada. De modo que se podrá no sólo perdonar, sino justificar todo lo que ha ocurrido en la tierra.

Todo esto podrá suceder, pero yo no lo admito, no quiero admitirlo.

Si las paralelas se encontraran ante mi vista, yo diría que se habían encontrado, pero mi razón se negaría a admitirlo.

Ésta es mi tesis, Aliocha.»

Dostoievski, Los hermanos Karamazov.


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