Dostoievski: «es posible que lo maten.» «¿es que ya sabía usted que iban a atentar contra su vida?»

miércoles, marzo 25, 2015



«—Por muchas razones y circunstancias estoy obligado a venir a esta hora para advertirle que

es posible que lo maten.

Shatov lo miró con ojos desorbitados.
—Sé que puedo estar en peligro —dijo en tono mesurado—, pero usted…, ¿usted cómo lo sabe?

—Porque soy uno de ellos, como lo es usted; miembro de su sociedad, como usted.

—¿Usted… un miembro de la sociedad?
—Por el modo en que me mira, noto que usted habría esperado cualquier cosa de mí menos eso —dijo Nikolai Vsevolodovich apenas con una sonrisa—. Pero, permítame,

¿es que ya sabía usted que iban a atentar contra su vida?

—No, no lo había pensado. Y tampoco lo pienso ahora a pesar de sus palabras, aunque…, ¡aunque nadie puede estar seguro de lo que esos imbéciles pueden hacer! —gritó rabioso, dando un puñetazo en la mesa—. ¡No les tengo miedo!

He roto con ellos.

Ese sujeto ha venido cuatro veces a decirme que es posible…, pero —y miró fijamente a Stavrogin— ¿qué es lo que usted realmente sabe?
—No se preocupe, que no voy a traicionarlo —continuó Stavrogin con tono bastante frío y cara de hombre que sólo cumple con un deber—. ¿Quiere saber cómo lo sé?

Sé que usted ingresó en la sociedad en el extranjero hará ya un par de años, bajo la antigua organización, justamente antes de su viaje a América,

y al parecer inmediatamente después de nuestra última conversación, sobre la cual me escribió usted largo y tendido. A propósito, perdone que no le contestara por carta y que me limitara a…
—Mandarme dinero. Espere —lo interrumpió Shatov tirando de un cajón de la mesa y sacando un billete de brillantes colores de debajo de unos papales—. Aquí tiene usted los cien rublos que me mandó. Si no hubiera sido por usted, allí habría muerto. No se los habría devuelto todavía si no hubiera sido por su madre. Me dio estos cien rublos hace diez meses por verme tan pobre después de mi enfermedad. Pero siga, por favor… —dijo jadeante.

—En América cambió usted de ideas y al volver a Suiza quiso darse de baja.

No le objetaron nada, pero le mandaron que comprara a alguien aquí en Rusia una imprenta y que la conservara hasta el momento de su entrega a una persona que vendría a recogerla de parte de ellos.

No conozco todos los detalles, pero en general así fueron los hechos, ¿no es cierto? Pero usted, en la esperanza, o bajo la condición, de que ésa sería la última demanda de esa gente y que después de ella lo dejarían completamente libre, aceptó hacerlo. Todo eso, poco más o menos, lo supe yo de ellos, y por mera casualidad. Pero he aquí lo que, por lo visto, todavía no sabe usted:

esos señores no tienen la intención de soltarlo.

—¡Todo esto es una verdadera estupidez! —clamó Shatov—.

Yo les dije con franqueza que estaba disconforme con todo lo que representaban.

Estoy en mi derecho, derecho de conciencia y de pensamiento… Pero eso, eso no lo aguanto. No hay fuerza alguna que pueda…
—Espere, no grite —dijo Nikolai Vsevolodovich muy serio, conteniéndolo—. Ese Verhovenski es un tipejo que bien pudiera estar escuchándonos en este mismo momento, con sus propios oídos o con oídos ajenos, desde el mismísimo zaguán de usted. Hasta el borracho de Lebiadkin tiene la obligación de vigilarlo a usted, y quizás usted a él, ¿no es eso? Más vale que me diga si Verhovenski está o no de acuerdo con las razones que usted aduce.
—Está de acuerdo. Dijo que era posible y que yo tengo el derecho…
—Bueno, pues lo engaña. Sé que hasta Kirillov, que es apenas uno de ellos, les da informes acerca de usted.

Y tienen muchos agentes, incluso algunos que ni siquiera saben que sirven a la sociedad.

Siempre lo han vigilado a usted.

Piotr Verhovenski ha venido aquí, entre otras cosas, para resolver en definitiva el caso de usted, para lo que tiene plenos poderes, a saber:

liquidarlo en momento el oportuno como alguien que sabe mucho y puede delatarlos.

Le repito que es la pura verdad. Y permítame agregar que por algún motivo

están convencidos de que es usted un espía

y de que si todavía no los ha delatado, pronto lo hará. ¿No es verdad? Shatov torció el gesto al oír esa pregunta hecha en tono tan ordinario. —Si fuera espía, ¿a quién iba a delatar? —preguntó irritado y sin contestar directamente—. ¡Déjeme en paz! —exclamó aferrándose a su idea original que lo preocupaba más que la noticia de su peligro de muerte—. Usted, usted, Stavrogin, ¿cómo ha podido emporcarse con esa necedad tan desvergonzada, tan fatua y lacayesca? ¡Usted, miembro de ese grupo! ¡Valiente hazaña para Nikolai Stavrogin! —exclamó casi desesperado. Hasta cruzó las manos en señal de que nada le causaba tanto desmayo y amargura como ese descubrimiento.
—Perdóneme —dijo Nikolai Vsevolodovich con verdadero asombro—, usted, por lo visto, me mira como si yo fuera un sol y se mira a sí mismo como si fuera un insecto en comparación conmigo. Ya me di cuenta de eso por la carta que me escribió desde América.
—Usted sabe…, usted sabe… Bueno, lo mejor será dejar de hablar de mí. ¡Dejarlo por completo! —finalizó Shatov—. Si quiere usted decir algo de sí mismo, dígalo… ¡conteste a mi pregunta! —repitió acalorado.
—Claro, lo haré con gusto.

Pregunta usted que cómo puedo yo meterme en esa cueva de ladrones.

Después de la noticia que le he dado, estoy debidamente obligado a hablarle con franqueza del tema. Mire, en rigor

no pertenezco en absoluto a esa sociedad, tampoco pertenecía antes

y sé mejor que usted que tengo derecho a darles esquinazo porque

nunca fui uno de ellos.

Muy al contrario. Desde el primer momento les hice saber que no era camarada suyo y que si alguna vez los ayudaba lo haría por falta de cosa mejor en que ocuparme.

Hasta cierto punto tomé parte en la reorganización de la sociedad según un nuevo plan.

Y nada más. Pero ellos ahora lo han pensado mejor y han decidido entre sí que dejarme salir a mí también es peligroso y, al parecer, también estoy sentenciado.

—Oh, en ellos todo se resuelve con la pena de muerte y se hace según instrucciones formales, en documentos sellados y firmados por tres personas y media. ¿Y usted cree que lo llevarán a cabo?
—En parte tiene usted razón y en parte no —prosiguió Stavrogin con la misma indiferencia, incluso lánguidamente—. Sin duda hay en ello mucha fantasía, como sucede siempre en tales casos: un grupito exagera su tamaño e importancia. Diré más, y es que, en mi opinión, Piotr Verhovenski es el único miembro de la sociedad y que sólo por modestia dice que es simple agente de ella. Por otra parte, la idea fundamental no es más absurda que otras de la misma calaña. Tienen contactos con la Internationale. Tienen agentes en Rusia, incluso dan con un método bastante original…, pero por supuesto, sólo irónicamente. En cuanto a sus propósitos en esta localidad, el desarrollo de nuestra organización rusa es un asunto tan oscuro y casi siempre tan improvisado que, en realidad, pueden intentar cualquier cosa. Tenga en cuenta que Verhovenski es hombre terco.
—¡Es un insecto, un ignorante, un imbécil que no conoce ni entiende a Rusia! —gritó Shatov furioso.
—Usted lo conoce mal. Es verdad que, en general, esa gente sabe poco de Rusia, pero quizá sólo algo menos que usted y que yo. Además, Verhovenski es un entusiasta.
—¿Un entusiasta, Verhovenski?
—¡Oh, sí! Hay un punto en que deja de ser un payaso y se convierte en un… demente. Ruego a usted que recuerde su propia frase:

«¿Se da usted cuenta de lo poderoso que puede ser un hombre solo?».

Por favor, no se ría, porque es muy capaz de apretar el gatillo. Están convencidos de que también yo soy un espía. De pura incapacidad para llevar adelante la cosa, todos ellos gustan de acusar a los demás de espionaje.
—Pero ¿no les temerá usted?
—No mucho… Pero lo de usted es otra cosa. Se lo he advertido para que lo tenga presente. A mi juicio, no tiene usted por qué ofenderse porque una pandilla de imbéciles ponga su vida en peligro. No se trata de que sean o no inteligentes.

Han puesto la mano en personas de más campanillas que usted
y que yo.»

Dostoievski, Los Demonios.

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