El suicidio de Dostoievski: «Todo el que quiera la libertad suprema debe tener el atrevimiento de matarse.»
lunes, marzo 23, 2015
«Yo sólo busco el motivo de que las gentes no se atrevan a suicidarse. Eso es todo. En fin, da lo mismo.
—¿Cómo que no se atreven? ¿Acaso hay pocos suicidios?
—Muy pocos.
—¿Usted cree? No respondió. Se levantó y se puso a pasear meditabundo de un extremo a otro de la habitación.
—Y, según usted, ¿qué es lo que impide a la gente suicidarse? —pregunté. Me miró distraídamente, como si tratase de recordar lo que estábamos diciendo.
—Sé…, sé poco todavía… Dos prejuicios impiden a la gente, dos cosas; sólo dos: una muy pequeña y otra muy grande. Ahora bien, la pequeña es también grande.
—¿Cuál es la pequeña?
—El dolor físico.
—¿El dolor? ¿Es eso tan importante… en tales casos?
—Lo más importante. Hay dos clases: los que se matan por una congoja aguda, o por despecho, o por locura, o por lo que sea…, esos se matan de improviso. Esos apenas piensan en el dolor físico, y se matan de improviso. Hay otros que lo hacen por raciocinio…; ésos piensan mucho.
—Pero ¿de veras hay quienes lo hacen por raciocinio?
—Muchísimos. Si no fuera por el prejuicio que hay, habría más; muchísimos; todos.
—¿Cómo que todos? Guardó silencio.
—¿Es que no hay modos de morir sin dolor?
—Figúrese —dijo parándose ante mí—, figúrese una piedra del tamaño de una casa grande; está suspendida en el vacío y usted debajo de ella; si se le cae encima, en la cabeza, ¿sentirá usted dolor?
—¿Una piedra como una casa? Horrible, claro.
—No hablo de horror. ¿Le causará dolor?
—¿Una piedra como una montaña, con un peso de millones de libras? Claro que no lo causará.
—Pero si está usted debajo de ella mientras está suspendida tendrá miedo de que le cause dolor. Todos tendrán miedo: el mayor sabio del mundo, el mejor médico, todos. Todos sabrán que no causará dolor y todos tendrán miedo de que lo cause.
—Bien, ¿y cuál es el motivo importante?
—El otro mundo.
—Es decir, el castigo.
—No importa eso. El otro mundo, nada más que el otro mundo.
—Pero ¿es que los ateos creen en el otro mundo? Se quedó callado otra vez.
—¿Usted quizá juzga por usted mismo?
—Nadie puede juzgar por sí mismo —dijo encolerizado—.
La libertad completa existirá cuando dé lo mismo vivir que no vivir.
Esa es la meta que todo hombre persigue.
—¿La meta? Pero quizás entonces nadie querrá vivir…
—Nadie —sentenció sin vacilar.
—El hombre teme la muerte porque ama la vida; así es como lo entiendo yo —apunté— y así es como lo ordena la naturaleza.
—Eso es ruin y ahí es donde está todo el engaño —dijo con ojos chispeantes—.
La vida es dolor, la vida es terror y el hombre es desdichado. Ahora todo es dolor y terror.
Ahora el hombre ama a la vida porque ama el dolor y el terror,
y ahí está todo el engaño. Ahora el hombre no es todavía lo que será. Habrá un hombre nuevo, feliz y orgulloso.
A ese hombre le dará lo mismo vivir que no vivir; ése será el hombre nuevo.
El que conquiste el dolor y el terror será por ello mismo Dios.
Y el otro Dios dejará de serlo.
—Entonces, según usted, ¿ese otro Dios existe?
—No existe, pero es.
En la piedra no hay dolor pero sí lo hay en el horror de la piedra.
Dios es el dolor producido por el horror a la muerte.
Quien conquiste el dolor y el horror llegará a ser Dios.
Entonces habrá una vida nueva, un hombre nuevo, todo será nuevo. Entonces la historia se dividirá en dos partes:
desde el gorila hasta la aniquilación de Dios y desde la aniquilación de Dios hasta…
—¿Hasta el gorila?
—Hasta la transformación física de la tierra y el hombre.
El hombre será Dios y se transformará físicamente;
y el mundo se transformará, y se transformarán las cosas, y las ideas y todos los sentimientos. ¿Qué piensa usted? ¿Se trasformará entonces el hombre físicamente?
—Si todo da lo mismo, vivir o no vivir,
todos se matarán,
y en eso quizá consistirá la transformación.
—Da lo mismo. Matarán el engaño.
Todo el que quiera la libertad suprema debe tener el atrevimiento de matarse.
Quien se atreva a matarse habrá descubierto el secreto del engaño. Más allá de eso no hay libertad; ahí está todo; más allá no hay nada.
Quien se atreve a matarse es un dios.
Ahora cualquiera puede hacer que no haya Dios y que no haya nada.
Pero nadie lo ha hecho hasta ahora.
—Ha habido millones de suicidas.
—Pero no ha sido por eso; ha sido por terror y no por eso; no ha sido para matar el terror. Quien se mate sólo por eso, para matar el terror,
llega en ese instante mismo a ser Dios.
—Tal vez no tenga tiempo —observé yo.
—Da lo mismo —respondió con calma, con sosegado orgullo, diría que con cierto desprecio—.
Lo lamento, pero usted parece reírse —agregó al rato.
—No comprendo muy bien el hecho de que esta mañana estuviera usted tan irritado y que ahora esté tan tranquilo, aunque habla acaloradamente.
—¿Esta mañana? Lo de esta mañana fue ridículo —contestó sonriendo—. No me gusta lanzar improperios a la gente y no me río nunca —añadió tristemente.
—Sí. Se ve que no pasa usted las noches muy alegremente con eso de beber té —me levanté y recogí la gorra.
—¿Eso piensa? —se sonrió con un aire de sorpresa—. ¿Y por qué no? No…, no sé —volvió a turbarse—, no sé de otros, pero yo tengo la sensación de que
no puedo hacer lo que hacen otros.
Cada cual piensa en algo y enseguida pasa a pensar en otra cosa.
Yo no puedo pensar en otra cosa; toda mi vida he pensado en lo mismo.
Dios me ha atormentado toda mi vida
—concluyó de pronto con notable candor.
—Pero dígame, por favor, ¿por qué habla el ruso tan incorrectamente? ¿Es que lo olvidó durante los cinco años que pasó en el extranjero?
—¿De veras incorrectamente? No sé. No, no es por haber vivido en el extranjero. Lo he hablado así toda la vida…; da lo mismo.
—Tengo una pregunta más delicada. Le creo por completo cuando dice que rehuye la compañía y que habla poco. Entonces, ¿por qué ha hablado conmigo ahora?
—¿Con usted? Esta mañana estaba usted tan tranquilo en su asiento y…, en fin, da lo mismo…
Usted se parece mucho a un hermano mío, mucho, muchísimo
—prosiguió ruborizándose—. Murió hace siete años; era mayor, mucho mayor.
—Por lo tanto, habrá tenido mucha influencia en la manera de pensar de usted.
—No, no. Hablaba poco. No decía nada.
Entregaré a Shatov la nota de usted. Me acompañó con un farol hasta la puerta de la valla para cerrarla tras de mí. «Sin duda está loco», dije para mis adentros. En la puerta tuve otro encuentro.»
Dostoievski, Los Demonios.
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