Dostoievski, Relación con la pareja. « La separación resulta inconcebible: el primero de los amigos que se enfada y rompe el vínculo cae enfermo y acaso muere cuando ello ocurre.»
domingo, marzo 22, 2015
«A veces existen unas amistades muy particulares en las que da la impresión de que un amigo quiere devorar al otro y viceversa, pasan así casi toda la vida y, sin embargo, nunca se separan.
Peor, la separación resulta inconcebible: el primero de los amigos que se enfada y rompe el vínculo cae enfermo y acaso muere cuando ello ocurre.
Sé muy bien que algunas veces, después de las más íntimas confidencias con Varvara Petrovna, cuando ésta se retiraba, Stepan Trofimovich se levantaba de un salto del diván y empezaba a dar puñetazos a la pared. Así como lo cuento, sucedía, hasta el punto de que una de esas veces hizo saltar el estuco de la pared. Tal vez alguien quiera saber cómo puedo conocer un detalle tan nimio. ¿Y qué, si yo mismo fui testigo? ¿Y qué, si el propio Stepan Trofimovich lloró más de una vez apoyado en mi hombro mientras describía en vivos colores sus secretos? (¡Lo que no me contaría!). Pero he aquí lo que pasaba casi siempre después de esos arrebatos:
al día siguiente estaba dispuesto a crucificarse a sí mismo por su ingratitud.
Me mandaba llamar aprisa y corriendo o venía volando a verme con el solo fin de hacerme saber que Varvara Petrovna era «un ángel de honorabilidad y delicadeza y él justamente lo contrario».
No sólo venía corriendo a verme, sino que con frecuencia se lo decía a ella misma en cartas elocuentes, con su firma y todo. Le confesaba que la víspera, sin ir más lejos, había dicho a algún —pongamos por caso— amigo que
ella lo retenía por vanidad y lo envidiaba por su sabiduría y talento; más aún, que lo odiaba y que no se atrevía a manifestar abiertamente su odio por miedo a que él se fuera, con lo que perjudicaría la reputación literaria de la dama;
que como consecuencia de esto se despreciaba a sí mismo y había decidido darse muerte violenta
y que esperaba de ella una palabra final que lo resolviera todo,
etc, etc, y así por el estilo. Dicho lo cual, no resulta gran trabajo imaginarse hasta qué punto de histeria llegaban a veces los ataques de este hombre, el más inocente de todos los adolescentes de cincuenta años. Yo mismo leí en cierta ocasión una de esas misivas, escrita a raíz de un altercado entre ambos por un motivo baladí, pero que fue envenenándose gradualmente. Quedé aterrado y le supliqué que no enviase la carta. —Imposible…, es más honorable…, el deber…,
¡me muero si no le confieso todo, todo!
— respondió casi enfebrecido. Y envió la carta. Allí estaba la diferencia entre ambos. Varvara Petrovna nunca habría mandado carta semejante. Es cierto que a él le gustaba con pasión escribir, que
aunque vivía bajo el mismo techo que ella le escribía, y en momentos de histeria hasta dos cartas al día.
Sé de buena fuente que ella leía las cartas con grandísima atención, hasta cuando recibía dos al día, y después de leerlas las encerraba en un cofrecillo especial pulcramente anotadas y clasificadas; además, las apreciaba en alto grado. Luego, sin responderle nada a su amigo en todo el día, volvía a reunirse con él como si tal cosa, como si el día anterior no hubiera ocurrido nada de particular.
Con el tiempo llegó a domesticarlo de tal modo
que ni él mismo se atrevía a aludir a la víspera, limitándose a mirar a su amiga fijamente durante algún tiempo.
Ella no olvidaba y él olvidaba a veces demasiado pronto,
y además, alentado por la calma que ella mostraba, volvía, a veces el mismo día, a las risotadas y a los tumbos bajo los efectos del champán si venían amigos de visita.
¡Con qué ojos cargados de veneno lo miraba ella en tales ocasiones!
Y él seguía sin darse por aludido. Tal vez una semana más tarde, o un mes, o a veces hasta seis meses, en un momento dado, recordando de pronto alguna frase de la susodicha carta y después la carta entera en todos sus detalles, se sentía morir de vergüenza y su tormento llegaba a producirle ataques de gastritis.
Estos ataques, típicos en él, eran a menudo la consecuencia natural de su tensión nerviosa y un rasgo peculiar de su complexión física.
A decir verdad, lo probable es que Varvara Petrovna lo aborreciera bastante a menudo.
Él, sin embargo, nunca llegó a percatarse de que había acabado por convertirse en hijo de ella, en su creación, cabe decir que en su adquisición; que se había hecho carne de su carne, y que no era sólo por «envidia de su talento» por lo que ella lo mantenía consigo.
¡Cuán ofendida se habrá sentido!
Ella encubría, por lo visto, un amor intolerable por él, mezclado con odio continuo, celos y desprecio. Lo resguardaba de todo grano de polvo, actuó como su niñera durante veintidós años, y no habría pegado los ojos noches enteras si hubiera creído que su fama de poeta, de erudito y de prohombre público corría peligro.
Era ella quien lo había inventado y era la primera en creer su propia invención. Era algo así como un sueño suyo.
Pero a cambio de ello exigía de él demasiado, a veces hasta esclavitud.
Era rencorosa a más no poder. A propósito de esto último voy a compartir aquí un par de anécdotas.»
«Hay personalidades tan caseras y apegadas al hogar como sólo llegan a estarlo los perros caseros.»
Dostoievski, Los Demonios.
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