Dotoievski. La tierna reacción de las personas ante la muerte ajena.
viernes, marzo 27, 2015
«Cuando, después de cruzar el puente, la cabalgata llegó a la altura de la hostería local, alguien hizo saber de buenas a primeras que en un cuarto de la hostería acababan de hallar a un viajero muerto de un tiro, y que estaban esperando a la policía. En seguida surgió la idea de ir a ver al suicida. La idea fue secundada: nuestras damas no habían visto nunca un suicidio.
Recuerdo haber oído decir en voz alta a una de ellas que «todo era tan aburrido que, en materia de diversión, no había que andarse con escrúpulos, con tal de que fuera interesante».
Sólo unos cuantos se quedaron a la puerta; los demás entraron en pelotón en el mugriento corredor y entre ellos, con gran sorpresa mía, vi a Lizaveta Nikolayevna. La habitación de quien se había pegado el tiro estaba abierta y, por supuesto, nadie se atrevió a cerrarnos el paso. El suicida era un chico joven, de no más de diecinueve años, que debía haber sido bastante guapo, de pelo rubio abundante, rostro ovalado de líneas regulares y frente noble y hermosa. Estaba ya rígido, y su pequeño rostro blanquecino parecía de mármol. En la mesa había una nota de su propia mano en la que decía que no se culpara a nadie de su muerte y que se había matado de un tiro porque se había «bebido» cuatrocientos rublos. La palabra «bebido» figuraba efectivamente en la nota; y en los cuatro renglones de que constaba había tres faltas gramaticales. Muy afectado, en particular, estaba un propietario grueso, al parecer vecino suyo, que se alojaba en la hostería por asuntos propios. De las palabras de éste parecía resultar que el muchacho había sido enviado del campo a la ciudad por su familia —madre viuda, hermanas y tías— para que, aconsejado por una pariente que vivía allí, hiciese varias compras para el ajuar de su hermana mayor, que estaba a punto de casarse, y las llevara a casa. Le encomendaron cuatrocientos rublos, fruto del ahorro de muchos años, gimiendo de terror y despidiéndole con infinitas advertencias, oraciones y señales de la cruz. Hasta entonces el muchacho había sido modesto y formal.
Cuando llegó a la ciudad, tres días antes, no se presentó en casa de su pariente, se instaló en la hostería y fue derecho al casino, con la esperanza de encontrar en alguna habitación trasera un tahúr ambulante o, al menos, una partida de cartas en que se jugara fuerte. Pero esa noche no hubo ni tahúr ni partida. De regreso en la hostería, ya cerca de medianoche, pidió champaña y cigarros habanos y mandó preparar una cena de seis o siete platos. Pero se embriagó con el champaña, se mareó con los cigarros, por lo que no probó bocado de lo que le trajeron, y se acostó casi desmayado.
Cuando despertó enteramente sereno al día siguiente, fue derecho a un arrabal del otro lado del río donde había un campamento de gitanos del que había oído hablar la víspera en la hostería, y no apareció por ésta durante dos días. Por último, el día antes, sobre las cinco de la tarde, volvió borracho, se acostó inmediatamente y durmió hasta las diez de la noche. Cuando despertó, pidió un filete, una botella de Château d’Yquem, uvas, papel, tinta y la cuenta. Nadie advirtió en él nada fuera de lo común: estaba sereno, plácido y amable.
Seguramente se había disparado el tiro al filo de medianoche, aunque era raro que nadie hubiese oído el disparo y que sólo descubrieran el cadáver a la una de la tarde, cuando, al no recibir respuesta a las llamadas que se hicieron, fue derribada la puerta. La botella de Château d’Yquem estaba medio vacía, lo mismo que el plato de uvas. El disparo había sido hecho en pleno corazón con un revólver de dos cañones. Había muy poca sangre; el revólver se había desprendido de la mano y estaba en la alfombra. El muchacho yacía medio reclinado en un rincón del sofá. La muerte parecía haber sido instantánea, porque el rostro no reflejaba ningún sufrimiento agónico y su expresión era de sosiego, casi de felicidad, como la de quien no tiene cuidados. Toda nuestra gente estuvo contemplándolo con ávida curiosidad.
Por lo general, en toda desgracia que sucede al prójimo, hay siempre algo que divierte al ojo ajeno, sea quien quiera el desgraciado.
Nuestras damas miraban en silencio, mientras sus acompañantes hacían alardes de agudeza y notable presencia de ánimo. Uno de ellos observó que ésa era la mejor solución y que el chico no habría podido dar con otra mejor; otro concluyó que, aunque por poco tiempo, el chico había vivido bien; un tercero preguntó de pronto por qué tanta gente había empezado a ahorcarse y levantarse la tapa de los sesos entre nosotros, como si se sintiera desarraigada o se abriera la tierra bajo sus pies. Al que así razonaba lo miraron con desaprobación. Entonces Liamshin, jactándose de su papel de bufón, tomó del plato un pequeño racimo de uvas; luego otro, riéndose, hizo lo propio, y un tercero alargó la mano al Château d’Yquem, pero lo detuvo la llegada del jefe de policía, que incluso mandó «evacuar la habitación». Como todos habían visto bastante, salieron sin chistar, aunque Liamshin se puso a importunar al jefe de policía acerca de algo. El regocijo general, la risa y la cháchara festiva se redoblaron en la segunda mitad de la excursión.»
Dotoievski, Los Demonios.
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