Maldad, hombre, víctima y verdugo
miércoles, mayo 21, 2014
"Todos los penados aseguran que las varas son peores que el látigo.
-Las varas queman más y hacen sufrir incomparablemente más -dicen ellos. Que torturan más es evidente, porque irritan y obran sobre el sistema nervioso, que sobreexcitan extraordinariamente. No sé si existen ya (no hace mucho tiempo eran numerosos) algunos de
aquellos señores para quienes el apalear a una víctima constituía un placer inefable,
un placer digno del marqués De Sade y de la Brinvilliers. Creo que este placer estriba en una carencia absoluta de corazón, y que esos señores deben gozar y sufrir al mismo tiempo. Existen personas que dejan tamañitos a los tigres en ferocidad y avidez de sangre. Los que han poseído este poder ilimitado sobre la carne, sobre la sangre y sobre el alma de sus semejantes, de sus hermanos, los que han ejercido este poder y están facultados para envilecerse a sí mismos
con el envilecimiento supremo de otro ser; son incapaces de resistir a sus propios deseos y a su sed insaciable de sensaciones.
La tiranía es una costumbre susceptible de desarrollo y a la larga se convierte en enfermedad incurable. Sostengo que el mejor hombre del mundo se puede endurecer y embrutecer hasta el extremo de no distinguirse en nada de una fiera.
La sangre tiene el poder de embriagar y favorecer el desarrollo de la dureza del corazón y del desenfreno.
El espíritu y la razón son entonces accesibles a los fenómenos más anormales, que parecen goces inefables. El hombre y el ciudadano desaparecen para siempre en el tirano, y entonces se hace imposible la vuelta a la dignidad humana, el arrepentimiento, la resurrección moral.
Añádase que la posibilidad de ejercer semejante poder influye contagiosamente sobre la sociedad entera, porque es avasalladoramente seductor.
La sociedad que mira estas cosas con indiferencia, está ya inficionada hasta la medula. En una palabra, el derecho concedido a un hombre para infligir castigos corporales a un semejante suyo, es una de las peores llagas de nuestra sociedad y el medio más seguro de extinguir el amor al prójimo. Este derecho contiene los gérmenes de una descomposición inevitable, inminente. La sociedad desprecia al verdugo de profesión, pero no al verdugo-señor. Todo encargado de fábrica y todo capataz deben sentir un placer irritante al pensar que el obrero sujeto a sus órdenes depende de él, junto con toda su familia. Estoy seguro de que en una generación no se extirpa tan fácilmente lo que tiene de hereditario. El hombre no puede desprenderse de lo que lleva en la sangre, de lo que ha mamado del seno materno. Estas revoluciones son difíciles de realizar.
No consiste todo en confesar la propia culpa
y el pecado original. Esto es poco, demasiado poco, es preciso arrancarlo, desarraigarlo, lo cual no es obra de un momento. He hablado del verdugo.
Los instintos de un verdugo se encuentran, generalmente hablando, en todos nuestros contemporáneos;
pero los instintos animales del hombre no se desarrollan uniformemente: cuando éstos sofocan todas las otras facultades, el hombre se convierte en un monstruo odioso. Existen dos clases de verdugos: los que lo son por espontánea voluntad y los que ejecutan por deber, por oficio. El verdugo espontáneo vale, en todos conceptos, mucho menos que el verdugo pagado, que inspira una aversión profunda, una repugnancia invencible, un miedo irreflexivo, casi místico. ¿De dónde procede este horror casi supersticioso hacia el verdugo profesional, mientras se mira con indiferencia y compasión a los otros? El verdugo obligado es un recluso elegido para estas funciones. Hace su aprendizaje con un ejecutor veterano y queda adscrito a un penal determinado, ocupando un departamento especial, convenientemente vigilado.
Un hombre no es una máquina. Aunque azote a un semejante suyo en cumplimiento de su deber, se enardece a veces y aprieta la mano bárbaramente por puro placer, sin que tenga motivos para odiar a su víctima.
Anímale a obrar así únicamente la vanidad, el deseo insano de hacer alarde de su destreza; trabaja enamorado de su arte y pone todo su amor propio en que la obra resulte irreprochable y admire a los inteligentes.
Sabe perfectamente que es un réprobo, que infunde un terror supersticioso, y es imposible que esta consideración no excite sus instintos bestiales.
Hasta los niños saben que este hombre no tiene padre ni madre.
¡Cosa extraña! todos los verdugos que he conocido eran hombres de mente desarrollada, inteligentes y dotados de un amor propio excesivo. El orgullo se desarrolla en ellos a consecuencia del desprecio que en todas partes encuentran, y tal vez se fortalece por la conciencia que tiene del terror que infunde y del poder que ejerce sobre los desventurados.
El aparato teatral de que se revisten sus funciones públicas, contribuye quizá a hacerles presuntuosos. He tenido ocasión de conocer y examinar de cerca a un ejecutor de estatura ordinaria. Era un hombre de cuarenta años, musculoso, delgado, de semblante simpático y abundante y rizada cabellera. Sus andares eran graves, acompasados: su porte elegante. Contestaba a las preguntas que se le hacían con claridad y concisión y un no sé qué de condescendencia, como si valiese infinitamente más que yo.
Los oficiales de guardia le dirigían la palabra con cierto respeto que no pasaba inadvertido al verdugo, el cual, precisamente por esto, mostrábase más ufano y altivo en presencia de sus superiores. Estoy seguro de que se consideraba muy por encima de sus interlocutores: esto se leía en sus ojos.
A veces, en el verano, cuando el calor era excesivo, le enviaban a la ciudad para matar a los perros vagabundos, que constituían un peligro para los habitantes, y era de ver la gravedad con que recorría las calles y el placer bestial con que llevaba a cabo su cometido, vigilado de cerca por el soldado encargado de su custodia personal y espantando con su mirada a las mujeres y niños que osaban levantar los ojos a la cima de su grandeza.
Los verdugos hacen una vida comodísima: poseen dinero, viajan como príncipes y tienen cuanto aguardiente pueden desear. Las propinas que reciben de los condenados civiles les producen una muy saneada renta. Ordinariamente se aceptan sus pretensiones, pues, de lo contrario, cargan la mano con crueldad inaudita, sin que valgan protestas, porque así no hacen otra cosa que ejercer un derecho inherente a su profesión. Ocurre a veces que exigen una suma considerable a un condenado pobrísimo, y entonces todos los parientes y amigos de éste se ponen en movimiento para reunirla y ¡ay de la víctima si no lo consiguen! Me refirieron dos actos de barbarie.
Afirmaban los penados que el verdugo puede matar a un hombre de un solo golpe.
-¿Es posible? -pregunté yo, sorprendido.
-¡Y tanto! -me respondieron.
Era tan firme el tono de su voz, que no dejaba lugar a dudas. El propio verdugo me aseguro después que era facilísimo. Me dijeron también que podía recorrer a estacazos las espaldas de un condenado sin causarle dolor y sin que quedasen huellas del castigo. Aun en los casos en que era recompensado con esplendidez para que no pegase con ensañamiento, el primer golpe lo descargaba con todas sus fuerzas, aunque los siguientes fuesen tan ligeros que apenas los sentía el condenado. No sé por qué obraba así. ¿Era para acostumbrar al paciente a los golpes sucesivos, que le parecerían caricias si los comparaba con el primero, o para hacerle comprender que no había gastado en balde su dinero? ¿Quería, acaso, demostrar la pujanza de su brazo o su fuerza brutal, por satisfacer únicamente su vanidad? De todas suertes,
el verdugo está siempre excitado antes de la ejecución,
tiene conciencia de su fuerza y de su poder. En aquel momento es un actor. El público le admira y tiembla. Es sin duda por esto por lo que dice a su víctima: «¡Cuidado, que te escocerá!», palabras de ritual que preceden al primer golpe. Es difícil imaginarse hasta qué punto puede el hombre desnaturalizarse."
Dostoyevski
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