Silla de ruedas
lunes, mayo 19, 2014En la única plaza del pueblo, cuadrada, con una vieja fuente en el centro, casas estrechas de una sola planta, viejas y ventanas pequeñas, enrejadas con barrotes negros, el ayuntamiento impasible contemplaba, con sus redondos ojos, sus manos quietas, el freno echado de través a la pendiente de la plaza, sus manos gruesas, los dedos caídos, la boca cerrada, sin mover apenas el tronco, un pájaro pasaba del gran árbol del ayuntamiento al techo de una casa. Lo miró.
Se acordó de los pájaros de la infancia. Se vio correr tras ellos haciendo el vuelo entre los árboles monte arriba; y cuando, sin darse cuenta, llegaba a la cima, se sentaba en el suelo a contemplar los techos del pueblo y el campanario de la vieja iglesia, fascinado por la imagen.
Había olvidado aquella imagen. Solo recordaba la fachada de enfrente de la puerta de su casa, al otro lado de una calle por la que solo apenas podía pasar sin rozar la acera un coche. Desde allí, de noche, oía jugar a los niños en la plaza cuadra y seca, e incluso el chorreo del agua.
Nunca saldría de esas dos ruedas. Era injusto. Una enfermedad infantil. Mata la vida, revoltosa y suelta, de corre calles y caminos y monte y riachuelo bajo espesos árboles. Puso el oído para captar a unos quinientos metros el trotar el agua del riachuelo. El ruido entraba por una corta calle de una docena de casas repartidas sobre la calle que iba hacia el pequeño, viejo y estrecho puente. Cuando oía el agua fresca movía los dedos de las manos.
Carlos del Puente
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