"No soy yo el que te castiga, sino la ley." "un verdadero sibarita en materia de suplicios"

martes, mayo 20, 2014


"Conocí al lugarteniente Cherebiátnikov durante mi primera permanencia en el hospital, por medio, naturalmente, de las conversaciones que oía a los reclusos. Le vi más tarde una vez que mandaba la fuerza destacada en el penal. Tenía treinta años, era de elevada estatura, grueso y corpulento, de rostro encendido y labios salientes. Sus dientes eran blanquísimos y su sonrisa horrible como la de Nosdriev. Al  verle se adivinaba en seguida que era un hombre incapaz de reflexionar. Cuando era designado para dirigir la ejecución de una sentencia de apaleamiento o flagelación, gozaba lo indecible, con loca pasión. Justo es hacer constar que los demás oficiales tenían a Cherebiátnikov por un monstruo y que los forzados eran de la misma opinión. Hubo un tiempo, no tan lejano que haya podido ser olvidado, en que ciertos ejecutores de la Justicia estaban enamorados de su horrible profesión. Generalmente, los que presidían las ejecuciones, hacíanlo tranquilamente, sin enardecerse.

Mas el oficial a quien me vengo refiriendo, era una excepción, un verdadero sibarita en materia de suplicios. Era apasionadísimo por su arte, lo amaba por sí mismo.

Cual corrompido patricio de la Roma imperial, pedía a este arte cierto refinamiento, ciertos placeres contra naturaleza, para excitar sus sentidos y experimentar nuevas sensaciones.

Llevan un penado a sufrir el castigo que le ha sido impuesto: el oficial de servicio es Cherebiátnikov. La sola vista de la larga fila de soldados armados de gruesas varas le enajena de placer. Les pasa revista con aire satisfecho y les exhorta a todos y a cada uno a cumplir a conciencia con su deber, pues de lo contrario… los soldados ya saben lo que significa este modo adverbial. Adelanta el reo. Si no es conocido aún de Cherebiátnikov, le hace éste objeto de sus sangrientas burlas, en lo cual experimenta un vivísimo placer.

Todo condenado, cuando ha sido despojado de sus ropas, de cintura para arriba,

 y conducido a presencia del oficial, atado a la culata de un fusil, para recorrer así la calle verde, esto es, la fila de soldados armados de varas, suplica con voz débil y lastimera al oficial ejecutor que dulcifique en cuanto sea posible la sentencia y no emplee una severidad superflua.

-Vuestra Nobleza -le dice- es bueno, le suplico que tenga compasión de mí. Toda mi vida rogaré a Dios por Vuestra Nobleza... no me mate... sea compasivo…

 Cherebiátnikov, que espera precisamente esto, suspende la ejecución y entabla un diálogo con el reo, empleando un acento conmovedor y sentimental:

-Pero, amigo mío -le dice-, ¿qué quieres que yo le haga?

 No soy yo el que te castiga, sino la ley.

 -Vuestra Nobleza puede hacer todo lo que quiera en estos casos. ¡Tenga piedad de mí…!

 -¿Pero crees tú que yo no te compadezco? ¿Supones que disfruto yo viendo cómo te apalean? ¡Yo también soy hombre, caramba!

-Ciertamente, Nobleza. Ya se sabe que los señores oficiales son para nosotros como padres, que nos miran como a sus hijos... ¡Sea para mí un padre, Nobleza! -exclama el desventurado reo, entreviendo una probabilidad de substraerse al castigo.

-Así, pues, amigo mío, juzga por ti mismo, ya que Dios te ha dado un cerebro para reflexionar. Yo sé muy bien que por humanidad debo ser condescendiente y misericordioso con los pecadores…

-Dice muy bien Vuestra Nobleza -interrumpe el condenado abriendo el pecho a la esperanza.

 -Sí, yo debo ser misericordioso contigo, por muy culpable que seas.

¡Pero, lo repito, no soy yo quien te castiga, sino la ley!

Es preciso que lo tengas en cuenta. Yo sirvo a Dios y a la patria y, por consiguiente, cometería una grave falta y un pecado si atenuase la pena que te han impuesto…

 -¡Oh, Nobleza...!

-Veamos, ¿qué quieres que haga? Bueno, pase por esta vez. Sé que cometo una falta, pero voy a darte gusto... Suavizaré el castigo… ¡Quién sabe, sin embargo, si este favor redundará en perjuicio tuyo! No importa, así te acordarás siempre de mí y no harás en lo sucesivo nuevas barbaridades. No obstante, mi conciencia…

-¡Oh, Nobleza... yo le juro que…!

-Bueno, bueno, ¿me juras que te portarás bien en lo sucesivo?

-Que el Señor me mate en este trance, y en el otro mundo…

 -No jures, que a veces el Señor escucha los ruegos que se le dirigen y acaso te convenga que no oiga tus juramentos.

-¡Ah, Nobleza!

-Pues bien, escucha: me compadeceré de tus lágrimas de huérfano, porque supongo que eres huérfano, ¿no es cierto?

-Huérfano de padre y madre Nobleza; estoy solito en el mundo.

-Bueno, tus lágrimas de huérfano me han enternecido. Pero ten entendido, que será la primera vez y la última. Y añadía con acento tan conmovido que el reo no sabía cómo expresar su agradecimiento.

 -Llévenselo. La terrible comitiva se ponía en marcha, al redoble del tambor; los soldados levantaban las varas.

-¡Duro! -gritaba Cherebiátnikov-, ¡No le dejen hueso sano!

¡Arránquenle a tiras el pellejo!

¡Háganlo trizas! ¡Duro! ¡Más duro todavía! ¡Denle con todas sus fuerzas a ese pobrecito huérfano!

Los soldados, enardecidos por estas excitaciones, descargaban las varas con todas sus fuerzas sobre las espaldas de aquel desgraciado cuyos ojos despiden llamas, mientras Cherebiátnikov corre en pos de los apaleadores desternillándose de risa. ¡Cómo goza el malvado! Aquel bárbaro espectáculo le divierte, ríe a carcajadas estrepitosas y con bien timbrado acento repite:

 -¡Duro! ¡Duro! ¡Háganme pedazos a ese bribón! ¡Acaricien como se merece a ese desdichado huérfano, que está muy necesitado de cariño!

Su programa era variado en estos casos. Llevan otro penado para que sufra el mismo castigo, y suplica al teniente que tenga compasión de él. Esta vez no se las da Cherebiátnikov de misericordioso, y dice con brutal franqueza al condenado:

-Quiero castigarte con todo rigor porque lo tienes muy merecido; sin embargo, voy a hacerte una gracia: no serás atado a la culata del fusil, sino que correrás con toda la agilidad de tus piernas delante de los soldados. Claro está que no escaparás de rositas, porque esos amiguitos no son mancos ni las varas cortas; recibirás, pues, más de un palo, pero recorrerás la calle en menos tiempo. Vamos a ver, ¿qué te parece?

 El condenado le ha escuchado con desconfianza y recelo, pero se ha dicho: «¡Quién sabe! Tal vez este procedimiento me resulte más ventajoso, pues si corro con todas mis fuerzas, malo ha de ser que no me ahorre algún palo.» Y añade en voz alta. -Pues bien, Nobleza, acepto. -Y yo no me desdigo. ¡Mucho ojo, pues, con no distraerse -prosigue, dirigiéndose a los soldados-: que no les falle ningún golpe! Cherebiátnikov sabe perfectamente que huelga la recomendación, pues al soldado que no diese en blanco no le salvarían ni los padres de gracia. El forzado arranca a correr como si llevase el diablo a los talones; mas a los primeros pasos comienza a caer sobre sus espaldas una lluvia de palos formidables y rueda por el suelo como fulminado por el rayo. -¡Ah, Nobleza -exclama, con voz temblorosa-, prefiero atenerme al reglamento! Cherebiátnikov le escucha riendo a mandíbula batiente. Sería muy prolijo referir todo lo que se contaba de aquella fiera con figura humana.

Hablábase también en nuestra sala de un lugarteniente llamado Smekálov,

que ejercía las funciones de comandante de la plaza antes de la llegada de nuestro mayor actual.

Su nombre se pronunciaba acompañado siempre de los más subidos elogios. Aquel lugarteniente no era un enamorado del castigo de flagelación, pues su carácter y sus sentimientos diferían completamente de los de Cherebiátnikov. Sin embargo, no era nada clemente con los condenados.

Sus ejecuciones se recordaban con satisfacción. Había conseguido captarse la simpatía de los reclusos y hacerse popular entre ellos. ¿Cómo realizó este milagro? Del modo más sencillo. Nuestros camaradas olvidan fácilmente todos los tormentos si el que se los inflige les dirige después alguna palabra afectuosa.

Smekálov no ignoraba esto, pues es condición natural del bajo pueblo ruso, y supo aprovecharse de esas buenas disposiciones. -Era tan bueno como el mejor de los padres -decían a veces los reclusos, especialmente cuando comparaban a su antiguo director con el actual-. Tenía un corazón de oro. Smekálov era un hombre sencillo, bueno, quizá a su manera. No obstante, hay jefes que son no sólo buenos sino también compasivos, y los reclusos les detestan, se burlan de ellos y únicamente les respetan por temor. Smekálov supo, empero, conducirse con tanto tino, que los penados le tenían por su hombre. Es ésta una cualidad innata, un mérito excepcional del que no suelen darse cuenta los que lo poseen. Existen muchos hombres que, sin tener nada de buenos, logran hacerse de una bien cimentada reputación de bondadosos. Atribuyen la causa de esta fama al hecho de no despreciar a los humildes que están bajo sus órdenes, y creo que tienen razón.

 No parecen grandes señores, tratan con amabilidad al pueblo, se amoldan a sus costumbres, respetan sus usos, y el pueblo daría con placer su vida por ellos.

Gustosos cambiarían un gobernante o un jefe que fuese la bondad personificada, por otro, rígido y severísimo, que tuviese ese aire de pueblo que tanto les encanta. Y si, por añadidura, este jefe o gobernante es amable, miel sobre hojuelas. El lugarteniente Smekálov, como he dicho, castigaba a veces con excesiva severidad, pero lo hacía con tal aire de pesar, que los reclusos no le guardaban rencor, antes al contrario, celebraban como un espectáculo divertido las ejecuciones que presenciaba o dirigía. Smekálov divertíase también gastando bromas a los que sufrían el castigo, pero en forma muy distinta de Cherebiátnikov y siempre de la misma manera, o sea haciéndole preguntas sobre cosas que no venían a cuento y que regocijaban a los que le oían. Se hacía llevar una silla y examinaba una por una las varas que se habían de emplear en el suplicio. La víctima le imploraba que tuviese compasión de él. -Lo siento mucho, amiguito -le contestaba con afabilidad-, pero nada puedo hacer por ti, sino es aconsejarte que te tiendas en seguida para acabar cuanto antes este enojoso asunto. El condenado lanzaba un suspiro y se echaba al suelo.

 -Dime, buena pieza -decíale entonces Smekálov-, ¿sabes leer de corrido?

-Sí, Nobleza, he sido bautizado y desde la infancia me enseñaron a leer.


-Pues bien, lee…


El condenado sabe de antemano qué es lo que ha de leer y cómo acabará esta lectura, porque la broma se ha repetido ya treinta veces y no hay penado que la ignore. Los soldados, con las varas levantadas, esperan la señal para descargarlas sobre las desnudas espaldas de la víctima, y ésta empieza a leer. Al llegar a la palabra piedad, el lugarteniente se quita la pipa de la boca y con gesto inspirado grita a los ejecutores:

 -Sean ustedes piadosos.

Y suelta el trapo a reír. Los soldados que rodean al lugarteniente le hacen coro y la víctima sonríe también, aunque a la voz de mando convenida: Sean ustedes piadosos,


 silban las varas y caen sobre sus espaldas como navajas de afeitar ."


Dostoyevski

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