El sueño de la prostituta de Kafka
viernes, febrero 28, 2014
"El sueño de esta noche, que ni siquiera a primeras horas de la mañana me
parecía hermoso, aparte de una pequeña escena cómica constituida por dos
observaciones contradictorias, que tuvo como consecuencia aquella tremenda
complacencia onírica, que sin embargo he olvidado.
Andaba —no sé si Max me acompañaba desde el principio— a través de una
larga hilera de casas a la altura del primero o del segundo piso, del mismo
modo que uno pasa de un vagón a otro en los trenes enlazados por corredores.
Iba muy aprisa, tal vez porque la casa era a veces tan frágil, que había que
apresurarse. No advertía en absoluto las puertas de las casas; más bien se
trataba de una enorme serie de habitaciones, y sin embargo no sólo era
identificable la diversidad de cada una de las viviendas, sino también la de
los edificios. Puede que todas las estancias que crucé fuesen cuartos con
camas. Me ha quedado en la memoria una cama típica que quedaba a mi
izquierda, adosada a la pared oblicua, oscura o sucia, como de buhardilla,
con unas cuantas sábanas formando una pila baja y ancha, y cuya colcha,
en realidad una sábana de grosero lino, colgaba en punta, pisoteada por los
pies del que había dormido en la cama. Me daba vergüenza cruzar las
habitaciones a una hora en la que aún había mucha gente acostada; por
esta razón andaba de puntillas, a grandes pasos, con lo que esperaba
demostrar de alguna manera que si pasaba por allí lo hacía a la fuerza,
que trataba de provocar la menor molestia y el menor ruido posibles, que
mi paso no tenía realmente la menor importancia. De ahí que jamás volviese
la cabeza dentro de la misma habitación, y sólo miraba lo que había a la
derecha, en la calle, o a la izquierda, pegado a la pared del fondo.
La sucesión de viviendas quedaba interrumpida a menudo por burdeles,
por los que yo pasaba aún más aprisa —aunque al parecer hacía mi
recorrido para visitarlos—, hasta el punto de que no percibía otra cosa
que su existencia. Y la última habitación de todas las viviendas volvía
a ser un burdel, y allí me quedé. La pared opuesta a la puerta por donde
entré, es decir, la última pared de la serie de edificios, o era de cristal o
estaba reventada, y yo me habría caído, de haber continuado mi avance.
Incluso es más probable que estuviese reventada, porque las prostitutas
estaban tendidas junto al borde del piso. Veía a dos de ellas con claridad;
una tenía la cabeza colgando un poco hacia afuera, sobre el borde, al aire
libre. A la izquierda había una pared sólida; en cambio, la pared de la derecha
no estaba completa; se divisaba el patio, abajo, aunque no hasta el suelo, y
una ruinosa escalera gris bajaba hasta allí en diversos tramos. A juzgar por
la luz de la habitación, el cielo raso era igual que el de las otras estancias.
Yo me ocupaba principalmente de la prostituta cuya cabeza colgaba hacia
el exterior. Max de la que estaba acostada a su izquierda. Le toqué las piernas
y luego me dediqué únicamente a presionarle el muslo a intervalos regulares.
Aquello me daba tanto placer, que me sorprendía no tener que pagar nada por
un entretenimiento que, precisamente, no podía ser ya más agradable. Estaba
convencido de que yo (y sólo yo) engañaba al mundo. Luego la prostituta, sin
mover las piernas, irguió el torso y me dio la espalda que, para horror mío,
aparecía cubierta de grandes círculos de un rojo de lacre, con los bordes
empalidecidos, y entre los círculos, salpicaduras rojas que habían saltado
de los mismos. Entonces advertí que todo su cuerpo estaba lleno de esas
salpicaduras, que yo tenía mis pulgares, sobre el muslo, puestos en manchas
de aquéllas, y que esas partículas rojas, como de un sello de lacre machacado,
también cubrían mis dedos.
Retrocedí hasta una cantidad de hombres que, pegados a la pared, junto a la
boca de la escalera (por la que había cierto trasiego), parecían estar esperando.
Esperaban como suelen hacerlo los hombres del campo que se reúnen el domingo
por la mañana en la plaza del mercado. Por consiguiente, también era domingo.
Aquí se produjo una escena cómica, cuando un hombre, a quien Max y yo teníamos
motivos para temer, salió, luego subió la escalera, se me acercó y, mientras yo y
Max esperábamos con miedo alguna tremenda amenaza, me hizo una pregunta
de una simplicidad ridicula. Luego yo me quedé allí, de pie, y vi con preocupación
que Max se sentaba sin miedo en el suelo, en algún lugar situado a la izquierda del
local, y se puso a comer una espesa sopa de patatas, de la que asomaban las
patatas como grandes bolas, especialmente una de ellas. El las aplastaba dentro
de la sopa con la cuchara, tal vez con dos cucharas, o se limitaba a darles vueltas."
Kafka
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