Sylvia Plath, La campana de cristal Un cadáver colgado al cuello

domingo, febrero 09, 2014

"Era como la primera vez que vi un cadáver. Durante semanas, la cabeza del cadáver —o lo que quedaba de ella— flotó entre los huevos con tocino de mi desayuno y detrás del rostro de Buddy Willard, principal responsable en principio de que lo hubiera visto, y no tardé en tener la sensación de llevar conmigo la cabeza del cadáver atada con una cuerda, como una especie de globo negro sin nariz que hediera a vinagre. Sabía que algo raro me pasaba ese verano porque lo único en que podía pensar era en los Rosenberg."

"Sólo que yo no conducía nada, ni siquiera a mí misma. No hacía más que saltar de mi hotel al trabajo y a fiestas y de las fiestas al hotel y de nuevo al trabajo, como si fuera un tranvía entumecido. Creo que tenía que estar tan emocionada como la mayoría de las demás chicas, pero no lograba reaccionar. Me sentía muy tranquila y muy vacía, como debe de sentirse el ojo de un tornado que se mueve con ruido sordo en medio del estrépito circundante."

"Doreen tenía intuición. Todo lo que ella decía era como una voz secreta que saliera de mis propios huesos."

"En circunstancias corrientes hubiera estado nerviosa por mi vestido y mi extraño color, pero estar con Doreen me hacía olvidar mis preocupaciones. Me sentía sabia y cínica como el infierno."

"Estaba tan oscuro en el bar que me resultaba casi imposible distinguir otra cosa que no fuera a Doreen. Con su pelo blanco y su vestido blanco, era tan blanca que parecía de plata. Creo que hasta reflejaba los tubos de neón que había sobre la barra, y yo sentí que me fundía en las sombras como el negativo de una persona a quien nunca en mi vida hubiese visto."

"No quería que nada que yo dijera o hiciese esa noche se asociara conmigo y mi verdadero nombre ni con el hecho de proceder de Boston."

"...así que no pensaba separarme de Doreen. Quería ver todo lo que pudiera. Me gustaba observar a otras personas en situaciones cruciales. Si había un accidente en la carretera o una pelea callejera o un bebé conservado en una probeta de laboratorio que yo pudiera ver, me detenía y miraba tan fijamente que nunca más lo olvidaba. Por cierto, aprendí muchas cosas que nunca hubiera aprendido de otra manera, y aun cuando me sorprendieran o me dieran náuseas no lo dejaba traslucir; en cambio, fingía saber que ésa era la forma en que las cosas sucedían siempre."

"Ninguno de los dos dejaba de moverse, ni siquiera en los intervalos. Sentí que me encogía hasta convertirme en un minúsculo punto negro pegado a aquellas mantas rojas y negras y a aquellos paneles de madera de pino. Me sentía como un agujero en el suelo.

Hay algo de desmoralizante en observar a dos personas que se excitan más y más locamente entre sí, especialmente cuando la única persona que sobra en la habitación es uno mismo. Es como contemplar París desde el vagón de cola de un expreso que marcha en dirección contraria: a cada instante la ciudad se hace más y más pequeña, sólo que es uno quien se siente cada vez más y más pequeño y más y más solitario, alejándose a toda velocidad de aquellas luces y de aquella agitación, alejándose a cerca de un millón de kilómetros por hora.

Lenny y Doreen se abrazaban y besaban a cada rato, y luego se separaban para tomar un largo trago y otra vez se abrazaban. Pensé que lo mejor sería echarme en la piel de oso y dormir hasta que Doreen se sintiera dispuesta a regresar al hotel. Entonces Lenny dio un rugido terrible. Me incorporé. Doreen había clavado los dientes en el lóbulo de la oreja izquierda a Lenny. ─¡Suéltame, perra! Lenny se agachó y Doreen quedó sobre el hombro de él mientras su vaso describía una larga y amplia curva, antes de estrellarse contra un panel de pino con un ridículo tintineo.

Lenny seguía rugiendo y girando sobre sí mismo con tanta rapidez que yo no podía ver la cara de Doreen. Advertí, de ese modo rutinario en que uno percibe el color de los ojos de alguien, que los pechos de Doreen se habían zafado de su vestido y pendían ligeramente, como dos melones morenos y llenos, mientras ella daba vueltas doblada por la cintura sobre el hombro de Lenny, agitando las piernas en el aire y chillando, y entonces comenzaron a reír y a calmarse, y Lenny estaba tratando de morderle una cadera a Doreen, a través de la falda, cuando me largué antes de que sucediera algo más"

"Me introduje en el ascensor automático y apreté el botón de mi planta. Las puertas se cerraron, como un acordeón silencioso. Entonces me empezaron a zumbar los oídos y reparé en una mujer china, grande y de ojos turbios, que me miraba estúpidamente a la cara. Era yo misma, claro.

Me horroricé al ver lo arrugada y gastada que parecía. No había un alma en el pasillo. Me deslicé en mi cuarto. Estaba lleno de humo. Al principio pensé que el humo se había materializado a partir del aire tenue, como una especie de juicio,

pero luego recordé que era el humo de los cigarrillos de Doreen y oprimí el botón que abría el respiradero. Tenían las ventanas cerradas de manera que uno no pudiera abrirlas y asomarse y, por una u otra razón, eso me ponía furiosa. Situándome del lado izquierdo de la ventana y pegando la mejilla contra el marco, lograba ver el centro de la ciudad hasta donde el edificio de las Naciones Unidas se balanceaba, en la oscuridad, como un siniestro verde panal de abejas marciano. Podía ver las luces rojas y blancas que se movían en las autopistas y las luces de los puentes, cuyos nombres no conocía.

El silencio rae deprimía. No era realmente el silencio. Era mi propio silencio. Sabía perfectamente que los coches hacían ruido y la gente que iba dentro de ellos y la que estaba detrás de las ventanas iluminadas de los edificios hacían ruido, y el ruido hacía ruido, pero yo no oía nada.

La ciudad colgaba en mi ventana, chata como un cartel, brillando y titilando, pero muy bien podía no haber estado allí, por lo que a mí concernía.

El teléfono blanco, al lado de la cama, podía haberme conectado con las cosas, pero allí estaba tan inanimado como la cabeza de un muerto.

Traté de recordar gente a la que hubiese dado mi número de teléfono, para hacer una lista de las llamadas que podía estar a punto de recibir, pero todo lo que recordé fue que había dado mi número a la madre de Buddy Willard, quien debía dárselo a un intérprete simultáneo que ella conocía en las Naciones Unidas. Solté una risa breve, seca. Imaginaba la clase de intérprete simultáneo que la señora Willard me presentaría después de haberse pasado toda la vida tratando de casarme con Buddy, que ahora estaba curándose la tuberculosis en algún lugar del norte del Estado de Nueva York. La mamá de Buddy me había conseguido hasta un empleo de camarera en el mismo sanatorio para tuberculosos a fin de que Buddy no estuviera tan solo aquel verano. Ni ella ni Buddy podían explicarse por qué, en lugar de eso, yo había escogido ir a Nueva York.

El espejo de mi peinador me parecía ligeramente combado y con demasiado azogue. La cara que había en él se veía como reflejada por una bola de mercurio dental.

Pensé en deslizarme entre las sábanas y tratar de dormir, pero eso me atraía tan poco como la idea de meter una carta sucia, garrapateada, en un sobre nuevo, limpio. Decidí tomar un baño caliente. Debe de haber unas cuantas cosas que un baño caliente no puede curar, pero yo conozco muchas;

siempre que estoy triste hasta morir, o tan nerviosa que no puedo dormir, o enamorada de alguien a quien no veré en una semana, me deprimo,

pero sólo hasta el punto en que me digo: «Tomaré un baño caliente.» Medito en el baño. El agua tiene que estar bien caliente, tan caliente que apenas se soporte el poner el pie dentro. Entonces uno se desliza suavemente, hasta que el agua le llega al cuello. Recuerdo todos los techos que había sobre cada una de las bañeras en que me he estirado. Recuerdo las texturas de los techos y las grietas y los colores y las manchas de humedad y la disposición de las luces. Recuerdo también las bañeras: las bañeras antiguas, con patas como garras, y las modernas bañeras en forma de ataúd, y las bañeras de mármol rosado de imitación, que semejaban estanques interiores de lirios, y recuerdo las formas y los tamaños de los distintos grifos y soportes para el jabón. Nunca me siento tan yo misma como cuando tomo un baño caliente. Me tendí en aquella bañera, en la planta diecisiete de aquel hotel sólopara-mujeres, muy por encima del ajetreo neoyorquino, durante casi una hora, y sentí cómo volvía a ser pura. No creo en el bautismo ni en las aguas del Jordán, ni en nada por el estilo, pero sospecho que lo que siento respecto al baño caliente es lo que los creyentes sienten del agua bendita.

Me dije: «Doreen se está disolviendo, Lenny Shepherd se está disolviendo, Frankie se está disolviendo, Nueva York se está disolviendo, todo se está disolviendo, y se está alejando y nada, ninguno de ellos, importa ya. No los conozco, no los he conocido nunca y soy más pura.

Todo aquel licor y aquellos besos pegajosos que vi y la suciedad que se pegó a mi piel en el camino de regreso a casa se convierten ahora en algo puro>>."

"...como si yo tuviera doble personalidad o algo por el estilo. Abrí la puerta y parpadeé ante el brillante pasillo. Tuve la impresión de que no era de noche ni era de día, sino una especie de fantástico tercer período que se hubiera deslizado de improviso entre los dos y que no terminaría nunca."

"Cuando desperté en medio del calor sombrío sin sol de la mañana siguiente, me vestí, me rocié la cara con agua fría, me di algo de color en los labios y abrí la puerta lentamente. Creo que esperaba hallar a Doreen todavía allí tendida, en medio del charco de vómito, como un horrible, concreto testimonio de mi propia naturaleza inmunda. No había nadie en el pasillo."

"No sé muy bien por qué, pero me gusta la comida más que cualquier otra cosa. Por mucho que coma, nunca aumento de peso. Con una sola excepción, he pesado lo mismo durante diez años."


"Protegida por el tintineo de las copas de agua y los cubiertos de plata y la porcelana, pavimenté mi plato con tajadas de pollo. Luego recubrí las tajadas con caviar en capas tan espesas como si se tratara de untar crema de cacahuete en una tostada. Entonces tomé, una por una, las lonjas de carne con los dedos, y las enrollé para que el caviar no escapara por los bordes y me las comí.

Había descubierto, después de dejar atrás grandes recelos respecto de qué cucharas utilizar, que si uno hace algo incorrecto en la mesa con cierta arrogancia, como si supiera perfectamente que está haciendo lo que corresponde, puede salir del paso y nadie pensará que es grosero o que ha recibido una pobre educación. Pensarán que uno es original y muy ocurrente. Aprendí este truco el día en que Jota Ce me llevó a almorzar con un famoso poeta."

"...así que fijé vidriosamente los ojos en una ventana que flotaba en el extremo del pasillo y puse un pie delante del otro. Lo primero que vi fue un zapato. Era un zapato fuerte, de cuero negro agrietado y bastante viejo, con unos agujeros pequeñitos, festoneado sobre el dedo gordo y considerablemente deslustrado, y apuntaba hacia mí. Parecía estar colocado sobre una dura superficie verde que me hacía daño en el pómulo derecho. Me mantuve muy quieta, esperando una pista que me proporcionara alguna noción de lo que debía hacer. Un poco a la izquierda del zapato vi un vago montón de acianos azules sobre un fondo blanco y me dieron ganas de llorar. Era la manga de mi propia bata lo que estaba viendo y mi mano izquierda, pálida como un bacalao, se encontraba en su extremo. —Ahora ya está bien. La voz salió de una región fría racional, situada muy por encima de mi cabeza. Por un momento no pensé que hubiera nada de extraño en ella, y luego pensé que sí era extraña. Era la voz de un hombre y no se permitía la entrada de ningún hombre en nuestro hotel a ninguna hora de la noche ni del día. —¿Cuántas más hay? —continuó la voz. Escuché interesada. El suelo parecía maravillosamente sólido. Era consolador saber que me había caído y que no podía caer más abajo. —Once, creo — contestó una voz de mujer. Me figuré que debía de pertenecer al zapato negro—. Creo que son once más, pero falta una, así que sólo hay diez. —Bueno, lleve a ésta a la cama y me encargaré de las demás. Escuché un hueco bump-bump en mi oído derecho, que se fue haciendo cada vez más débil. Entonces se abrió una puerta en la distancia y hubo voces y gemidos, y la puerta se volvió a cerrar. Dos manos se deslizaron bajo mis axilas y la voz de la mujer dijo: «Ven, ven, guapa, todavía estamos a tiempo», y sentí que me levantaban, y lentamente las puertas empezaron a sucederse, una tras otra hasta que llegamos a una que estaba abierta y entramos."


"Allí iba yo otra vez, dispuesta a fabricarme una radiante imagen del hombre que me amaría apasionadamente desde el primer instante en que me viera.

Y todo a partir de dos tonterías. ¡Una visita obligada a las Naciones Unidas y un emparedado después de la visita! Traté de elevar mi moral. Probablemente el intérprete de la señora Willard fuera pequeño y feo y yo terminaría despreciándolo igual que despreciaba a Buddy Willard. Esta idea me proporcionó cierta satisfacción. Porque realmente despreciaba a Buddy Willard, y aunque todo el mundo seguía pensando que me casaría con él cuando saliera del sanatorio de tuberculosos, yo sabía que jamás me casaría con Buddy Willard aunque fuera el último hombre sobre la tierra. Buddy Willard era un hipócrita. Por supuesto, al principio yo no sabía que era un hipócrita.

Pensaba que era el muchacho más maravilloso que había visto jamás. Lo adoré en silencio durante cinco años antes de que se fijara siquiera en mí y luego hubo una hermosa época en que aún lo adoraba y empezó a fijarse en mí y luego mientras él se fijaba más y más en mí descubrí de pronto, por casualidad, el terrible hipócrita que era en realidad,

y ahora él quería que me casara con él y yo lo odiaba con toda mi alma. Lo peor de todo es que no conseguí decirle lo que pensaba de él porque contrajo tuberculosis antes de que yo pudiera hacerlo, y ahora tenía que animarlo hasta que se recuperara y pudiera enfrentarse con la verdad desnuda."


"Pasaba gran parte del tiempo sosteniendo conversaciones imaginarias con Buddy Willard. Él era un par de años mayor que yo, y muy científico, así que siempre podía demostrar las cosas. Cuando estaba con él, tenía que hacer un gran esfuerzo para no llevar la peor parte. Aquellas conversaciones que yo desarrollaba mentalmente, solían repetir el inicio de conversaciones que en verdad había tenido con Buddy, sólo que yo terminaba dando agudas respuestas en lugar de quedarme allí sin decir otra cosa que «Supongo que sí». Ahora, tendida en la cama, imaginaba a Buddy diciendo: —¿Sabes lo que es un poema, Esther? —No, ¿qué es? —decía yo. —Un grano de polvo. Entonces, cuando él comenzara a sonreír y a mostrarse orgulloso, yo diría: —También lo son los cadáveres que cortas. También lo es la gente a la que crees curar. Son polvo como el polvo mismo es polvo. Calculo que un buen poema dura mucho más que cientos de esas gentes juntas. Y, por supuesto, Buddy no sabría qué responder porque lo que yo decía era cierto. La gente estaba hecha nada más que de polvo y yo no veía que curar todo aquel polvo fuera algo mejor que escribir poemas que la gente recordaría y se repetiría a sí misma cuando se sintiera infeliz o enferma y no pudiera dormir."


"Y es así como Buddy perdió su pureza y su virginidad. Al principio pensé que seguramente sólo había dormido con la camarera la primera vez, pero cuando le pregunté cuántas veces, sólo para convencerme, él dijo que no recordaba sino un par de veces por semana durante el resto del verano. Multipliqué tres por diez y obtuve treinta, lo que parecía estar más allá de cualquier justificación. Algo se enfrió en mi interior.

De vuelta en el colegio comencé a preguntar una a una, a las alumnas del último año, qué harían si un chico al que conocieran les dijera de pronto que en un verano había dormido treinta veces con una sucia camarera, al poco tiempo de haberlas conocido a ellas. Pero aquellas alumnas del último año decían que en su mayoría los chicos eran así y que honestamente no se les podía acusar de nada, al menos hasta que no se saliera formalmente con ellos o se estuviera comprometida para casarse.

De hecho, no era la idea de que Buddy durmiera con alguien lo que me molestaba. Quiero decir que yo había leído muchas cosas acerca de toda clase de personas que duermen juntas, y si hubiera sido cualquier otro muchacho le hubiera simplemente preguntado por los detalles más interesantes y tal vez me hubiera decidido a dormir con alguien yo misma para que quedásemos empatados, y no hubiera pensado más en el asunto.

Lo que no podía soportar era que Buddy hubiera fingido que yo era tan provocativa y él era tan puro, cuando todo el tiempo había estado enredado con aquella camarera libidinosa y deben haber tenido la sensación de estar riéndose en mi cara."


"Vi mi vida extendiendo sus ramas frente a mí como la higuera verde del cuento. De la punta de cada rama, como si de un grueso higo morado se tratara, pendía un maravilloso futuro, señalado y rutilante. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era un famoso poeta, y otro higo era un brillante profesor, y otro higo era E Ge, la extraordinaria editora, y otro higo era Europa y África y Sudamérica
y otro higo era Constantino y Sócrates y Atila y un montón de otros amantes con nombres raros y profesiones poco usuales,
y otro higo era una campeona de equipo olímpico de atletismo, y más allá y por encima de aquellos higos había muchos más higos que no podía identificar claramente. Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos,

muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger.

Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto,

y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies."

"Me pareció el hombre más hermoso que yo había visto.

Se me ocurrió que tal vez si yo tuviera una estructura física fina, bien proporcionada, o si pudiera hablar de política con conocimiento de causa o fuera una famosa escritora, Constantino me encontraría lo bastante interesante como para acostarse conmigo.

Y entonces me pregunté si, tan pronto como él empezara a gustar de mí, no se hundiría en lo vulgar, si, tan pronto como él me amara, no le encontraría defecto tras defecto, de la misma forma que había ocurrido con Buddy Willard y otros chicos antes de él.

Lo mismo sucedía una y otra vez. Le echaba el ojo a un hombre sin tacha, a distancia, pero tan pronto como se acercaba, inmediatamente veía que no serviría en absoluto.

Ésa es una de las razones por las que nunca quise casarme. Lo último que yo quería era seguridad infinita y ser el lugar desde el cual parte una flecha. Quería cambio y emoción y salir disparada en todas las direcciones yo misma, como las flechas de colores de un cohete un Cuatro de julio."

"Si ser neurótica es decir dos cosas mutuamente excluyentes en el mismo momento, entonces soy endemoniadamente neurótica. Estaré volando de una a otra cosa mutuamente excluyente durante el resto de mi vida. Buddy puso una mano sobre la mía. —Déjame volar contigo."

"Marco me miró. —No —dije. —¿Qué quieres decir con no? —No puedo bailar con esa clase de música. —No seas estúpida. —Quiero sentarme aquí y terminar mi bebida. Marco se inclinó hacia mí con una sonrisa tensa y de un manotazo mi bebida salió despedida y fue a chocar contra el tiesto de una palmera. Luego Marco me cogió la mano de tal manera que tuve que elegir entre seguirlo a la pista o que me arrancara el brazo. —Es un tango —Marco maniobró para abrirme paso entre los bailarines—. Me encantan los tangos. —No sé bailar. —No tienes que bailar. Yo bailaré. Marco me enganchó con un brazo alrededor de mi cintura y me apretó contra su deslumbrante traje blanco. Entonces dijo: —Simula que te estás ahogando. Cerré los ojos y la música se abatió sobre mí como una tromba de agua. La pierna de Marco se deslizó hacia adelante contra la mía y mi pierna retrocedió y yo parecía clavada a él, pierna a pierna, moviéndome cuando él se movía, sin ninguna voluntad ni conciencia de mí misma y al cabo de un rato pensé: «No se necesitan dos para bailar, sólo se necesita uno», y me dejé llevar y doblar como un árbol en el viento. —¿Qué te dije? —el aliento de Marco me quemó el oído—. Eres una bailarina perfectamente respetable. Empecé a comprender por qué los aborrecedores de mujeres podían burlarse de tal manera de ellas. Los aborrecedores de mujeres eran como dioses: invulnerables y colmados de poder. Descendían y luego desaparecían. Nunca se podía atrapar uno. Después de la música sudamericana hubo un descanso. Marco me condujo a través de las puertas de la terraza hacia el jardín. Luces y voces se derramaban por la ventana del salón de baile, pero unos pocos metros más allá la oscuridad alzaba su barricada y las aislaba. En el infinitesimal resplandor de las estrellas, los árboles y las flores esparcían sus frescos aromas. No había luna. Los setos en forma de caja se cerraron tras nosotros. Un campo de golf desierto se extendía hacia unos grupos de árboles, y sentí la completa y desolada familiaridad de la escena: el club de campo y el baile y el prado con un único grillo. No sabía dónde estaba, pero era algún lugar en los barrios acomodados de Nueva York. Marco sacó un delgado puro y un mechero plateado en forma de bala. Se colocó el puro entre los labios y se inclinó sobre la pequeña llama. Su rostro, con sus sombras exageradas y planos de luz, se veía extraño y atormentado, como el de un refugiado. Lo observé. —¿De quién estás enamorado? —dije entonces. Durante un minuto Marco no dijo nada, simplemente abrió la boca y exhaló un anillo azul, vaporoso. — ¡Perfecto! —rió. El anillo se ensanchó y se difuminó, pálido y fantasmal en el aire oscuro. Entonces dijo: —Estoy enamorado de mi prima. No me sentí sorprendida. —¿Por qué no te casas con ella? —Imposible. —¿Por qué? Marco se encogió de hombros. —Es mi prima hermana. Va a ser monja. —¿Es hermosa? —No hay nadie que se le pueda comparar. — ¿Sabe ella que tú la quieres? —Por supuesto. Hice una pausa. El obstáculo me parecía irreal. —Si la quieres, podrás querer a otra persona algún día. Marco arrojó el cigarro bajo su pie. El suelo se elevó y me golpeó con suavidad. El barro se deslizó entre mis dedos. Marco esperó hasta que intenté incorporarme. Entonces puso ambas manos sobre mis hombros y me empujó hacia atrás. —Mi vestido... —¡Tu vestido! —El barro corrió y se ajustó en mis omóplatos—. ¡Tu vestido! —la cara de Marco descendió oscuramente sobre la mía. Unas gotas de saliva me golpearon los labios—. Tu vestido es negro y el polvo es negro también. Entonces se lanzó boca abajo como si quisiera pulverizar su cuerpo a través del mío e integrarse en el barro. «Está sucediendo —pensé—. Está sucediendo. Si me quedo así y no hago nada, sucederá.» Marco le hincó el diente a la tira de mi hombro y me rompió el vestido hasta la cintura. Vi el tenue resplandor de la piel desnuda como un pálido velo que separara a dos feroces enemigos. —¡Perra! La palabra siseó en mi oído. —¡Perra! El polvo se despejó y tuve un panorama completo de la batalla. Empecé a debatirme y a morder. Marco me derribó con el peso de su cuerpo."


"No le hablé de la letra, que era lo que más me molestaba. Aquella mañana había intentado escribirle una carta a Doreen, que estaba en West Virginia, preguntándole si podía ir a vivir con ella y quizá conseguir un empleo en su universidad, de camarera o de otra cosa. Pero cuando cogí la pluma, mi mano hizo letras grandes, espasmódicas, como las de un niño, y las líneas se inclinaron en la página de izquierda a derecha casi diagonalmente, como si fueran bucles de cordel dispuestos sobre la hoja y alguien hubiera venido y los hubiera soplado de lado. Sabía que no podía enviar una carta así, de modo que la rompí en pedacitos y los metí en mi bolso, junto al estuche de múltiples usos, por si el psiquiatra quería verlos."

"Los pequeños párrafos entre las fotos terminaban antes de que las letras tuvieran la oportunidad de ponerse vanidosas y comenzaran a bailotear."

"Un gran cisne blanco rodeado de pequeñuelos se acercó a mi banco, luego dio la vuelta a una frondosa isleta cubierta de patos y se alejó chapoteando bajo el oscuro arco del puente. Todo lo que veía me parecía brillante y extremadamente diminuto. Me vi, como a través del ojo de la cerradura de una puerta que no pudiera abrir, a mí misma y a mi hermano menor, aún muy pequeños y sosteniendo globos con orejas de conejo, subiendo a un bote en forma de cisne y peleando por un asiento en el borde, sobre el agua pavimentada de cáscaras de cacahuete."

"Es muy fácil orientarse sobre un mapa, pero yo tenía muy poco sentido de la orientación cuando estaba en el centro de algún lugar. Cada vez que quería averiguar dónde quedaba el Este o dónde quedaba el Oeste era mediodía o estaba nublado, lo cual no me ayudaba en nada, o era de noche y con excepción de la Osa Mayor y Casiopea, no distinguía las estrellas"

"Entonces me di cuenta de que ninguna de las personas se movía. Miré más de cerca, tratando de deducir algo de sus rígidas posturas. Distinguí hombres y mujeres, y muchachos y muchachas que debían ser tan jóvenes como yo, pero había tal uniformidad en sus rostros como si hubieran permanecido durante mucho tiempo en un estante, lejos de la luz del sol, bajo capas de pálido, fijo polvo. Entonces vi que algunas de las personas en realidad se movían un poco, pero con gestos tan pequeños, como de pájaro, que al principio no los había percibido. Un hombre de cara grisácea estaba contando un mazo de cartas, uno, dos, tres, cuatro... Pensé que debía estar viendo si era un mazo completo, pero cuando hubo terminado de contar, empezó a hacerlo de nuevo. A su lado, una dama gorda jugaba con una sarta de cuentas de madera. Llevaba todas las cuentas hasta un extremo del cordel. Luego, clic, clic, clic, las dejaba caer de nuevo, una sobre la otra. En el piano, una joven hojeaba unas cuantas partituras, pero cuando vio que yo la miraba bajó furiosa la cabeza y rompió las hojas en dos. Mi madre me tocó el brazo y entré tras ella a la habitación. Nos sentamos, sin hablar, en un sofá lleno de bultos que crujía cada vez que uno se movía. Entonces mi mirada se deslizó por sobre la gente hasta la llamarada verde de más allá de las diáfanas cortinas, y me sentí como si estuviera sentada en el escaparate de una enorme tienda. Las figuras que me rodeaban no eran gente, sino maniquíes pintados para que parecieran gente y colocados en actitudes que imitaban a la vida."

"Estaba tratando de distinguir cuáles eran los ojos verdaderos y cuáles los falsos, y cuál de los ojos reales era el desviado y cuál el bueno cuando ella acercó su cara a la mía con una mueca cómplice y siseó, como para tranquilizarme"

"Cada vez que trataba de concentrarme, mi mente se deslizaba como un patinador hacia un gran espacio vacío, y allí hacía piruetas, ausente."

"Convoqué a mi pequeño coro de voces.  ¿No te interesa tu trabajo, Esther? Tú sabes, Esther, tienes todas las características de una neurótica. Nunca vas a llegar a ninguna parte así, nunca vas a llegar a ninguna parte así, nunca vas a llegar a ninguna parte así.  Una vez, en una calurosa noche de verano, había pasado una hora besando a un estudiante de derecho de Yale, peludo como un mono, porque sentía lástima por él. Era tan feo... Cuando terminé, dijo: «Te tengo calada, nena. Serás una mojigata a los cuarenta.» «¡Facticio!» garabateó mi profesor de literatura creativa del colegio en un cuento mío llamado El gran fin de semana. Yo no sabía qué significaba «facticio», así que lo busqué en el diccionario. Facticio: Artificial, falso. Nunca llegarás a ninguna parte así. Llevaba veintiuna noches sin dormir. Pensé que la cosa más hermosa del mundo debía de ser la sombra, el millón de formas animadas y callejones sin salida de la sombra. Había sombra en los cajones de los escritorios y en los armarios y en las maletas, y sombras bajo las casas y los árboles y las piedras, y sombra tras los ojos y las sonrisas de la gente, y sombra, kilómetros y kilómetros de sombra, en el lado de la tierra en que era de noche. Bajé la vista hacia las dos tiritas de color carne, que formaban una cruz sobre mi pantorrilla derecha. Aquella mañana había hecho un intento. Me había encerrado en el baño y llenado la bañera con agua tibia y sacado una hojita Gillette. Cuando le preguntaron a un antiguo filósofo romano cómo quería morir, respondió que se abriría las venas en un baño tibio. Pensé que sería fácil, acostada en la bañera y viendo el rojo florecer de mis muñecas. Flujo tras flujo, a través del agua clara, hasta que me hundiera para dormirme bajo una superficie llamativa como las amapolas. Pero cuando llegó el momento de hacerlo, la piel de mi muñeca parecía tan blanca e indefensa que no pude. Era como si lo que yo quería matar no estuviera en esa piel ni en el ligero pulso azul que saltaba bajo mi pulgar, sino en alguna parte, más profunda, más secreta y mucho más difícil de alcanzar. Se necesitarían dos movimientos. Una muñeca, luego la otra. Tres movimientos, si se contaba el cambiar la hoja de afeitar de una mano a otra. Entonces me metería en la bañera y me echaría. Me puse frente al botiquín. Si me miraba al espejo mientras lo hacía sería como observar a otra persona, en un libro o en una obra de teatro. Pero la persona en el espejo estaba paralizada y demasiado atontada para hacer nada. Entonces pensé que quizá debiera derramar un poquito de sangre para practicar, así que me senté en el borde de la bañera y crucé mi tobillo derecho sobre mi rodilla izquierda. A continuación levanté mi mano derecha con la hoja de afeitar y la dejé caer por su propio peso, como una guillotina, en la pantorrilla. No advertí nada. Luego sentí un pequeño, profundo estremecimiento y una brillante veta de rojo brotó en el borde del corte. La sangre se concentró oscuramente, como fruta, y rodó por el tobillo hacia el interior de mi zapato negro de charol. Pensé en meterme en la bañera entonces, pero comprendí que mi tardanza había ocupado la mejor parte de la mañana y que probablemente mi madre regresaría a casa y me encontraría antes de que hubiera terminado. De modo que vendé la herida, guardé mis hojas de afeitar y tomé el autobús de las once y media hacia Boston."

"Las piedras yacían abultadas y frías bajo mis pies desnudos. Pensé con añoranza en los zapatos negros que estaban en la playa. Una ola se echó hacia atrás, como una mano, luego avanzó y me tocó el pie. La marea parecía arrastrar el fondo mismo del mar, donde blancos peces ciegos avanzaban por su propia luz a través del gran frío polar. Vi dientes de tiburones y esqueletos de ballenas esparcidos allá abajo, como lápidas sepulcrales. Esperé como si el mar pudiera tomar la decisión por mí. Una segunda ola se aplastó sobre mis pies orlada de blanca espuma, y el frío aferró mis tobillos con un dolor mortal. Mi carne retrocedió, acobardada, ante tal muerte. Cogí mi bolso y regresé andando sobre las frías piedras hasta donde mis zapatos continuaban su vigilia en la luz violeta."

"... estaba empezando a pesar sobre mis nervios como un tosco bloque de madera sobre las cuerdas de un piano. Tenía miedo de perder el control en cualquier momento y empezar a charlar acerca de cómo no podía leer y no podía escribir, y de que yo debía ser casi la única persona que había permanecido despierta un mes completo sin caer muerta de agotamiento. Un humo parecía desprenderse de mis nervios como el humo de las parrillas y de la carretera saturada de sol. Todo el paisaje —playa y cielo y mar y roca— temblaba ante mis ojos como el telón del foro de un escenario. Me pregunté en qué punto del espacio el tonto, falso azul del cielo se volvía negro."

"Entonces vi que mi cuerpo tenía toda clase de pequeños trucos, como hacer que mis manos se aflojaran en el segundo crucial, lo cual lo salvaría esa vez y otra, mientras que si fuera mía toda la decisión, estaría muerta en un relámpago. Tendría simplemente que tenderle una emboscada con el poco sentido que me quedara, o me atraparía en su estúpida jaula durante cincuenta años, absolutamente sin ningún sentido. Y cuando la gente descubriera que mi mente se había extraviado, como tendría que suceder más pronto o más tarde, a pesar de la cautelosa lengua de mi madre, la persuadirían de que me metiera en un manicomio donde pudieran curarme. Sólo que mi caso era incurable. Yo había comprado varios libros de bolsillo sobre psicopatología en el drugstore y había comparado mis síntomas con los síntomas que aparecían en los libros, y ciertamente, mis síntomas concordaban con los casos más desesperados. Lo único que podía leer, aparte de las hojas de escándalos, era esos libros sobre psicopatología. Era como si hubiera dejado una delgada abertura para aprender todo lo que necesitaba saber sobre mi caso, y así poder terminarlo de manera apropiada. Me pregunté, después del fracaso del ahorcamiento, si no sería mejor desistir y entregarme a los doctores, pero entonces recordé al doctor Gordon y su máquina privada para electroshocks. Una vez estuviera encerrada podría emplearla en mí todo el tiempo. Y pensé en cómo mi madre, mi hermano y mis amigos me visitarían, día tras día, con la esperanza de que estuviese mejor. Después sus visitas se harían cada vez más espaciadas y abandonarían toda esperanza. Envejecerían. Me olvidarían. Serían pobres, además. Querrían que yo tuviera los mejores cuidados al principio, así que no tardarían en tirar todo su dinero en un hospital privado como el del doctor Gordon. Finalmente, cuando el dinero se hubiera acabado, me trasladarían a un hospital del Estado, con cientos de personas como yo en una gran jaula en el sótano. Cuanto más incurable se vuelve, más lejos lo esconden a uno."

"Yo no podía distinguir a una de la otra; todas parecían exactamente iguales."


"Pensé en averiguar durante cuánto tiempo había que ser católica antes de convertirse en monja, así que lo consulté con mi madre, creyendo que ella sabría cuál era la mejor manera de proceder en ese asunto. Mi madre se había reído de mí. —¿Crees que aceptarían a alguien como tú, así como así? Pero si primero tienes que saberte todos esos catecismos y credos y creer en ellos por entero. ¡Una muchacha como tú sin sentido común! De todas maneras me imaginé yendo a ver a algún cura de Boston: tendría que ser de Boston, porque yo no quería que ningún cura de mi pueblo supiera que había pensado en suicidarme. Los curas eran terribles chismosos. Estaría vestida de negro con la cara mortalmente blanca, y me arrojaría a los pies del sacerdote y diría: «Oh, padre, ayúdeme.» Pero eso era antes de que la gente hubiera empezado a mirarme de una manera extraña, como aquellas enfermeras del hospital. Estaba segura de que los católicos no aceptarían a ninguna monja loca. El esposo de mi tía Libby había hecho un chiste una vez acerca de una monja que habían enviado de un convento a Teresa, para un examen general. Esa monja oía música de arpa y una voz que decía una y otra vez: «¡Aleluya!» Sólo que ella no estaba segura, después de haber sido interrogada cuidadosamente de si la voz decía «Aleluya» o «Arizona». La monja había nacido en Arizona. Creo que terminó en un manicomio."

"Estaba completamente oscuro. Sentí la oscuridad, pero nada más, y mi cabeza se levantó, husmeándola, como la cabeza de un gusano. Alguien gimió. Entonces un peso grande, duro, se aplastó contra mi mejilla como una pared de piedra y el gemido cesó. El silencio volvió a su cauce, suavizándose como se suaviza el agua negra hasta que la vieja calma retorna a su superficie después de habérsele arrojado una piedra. Un viento fresco pasó como un rayo. Me sentía transportada por un túnel. Después el viento cesó. Hubo un rumor, como de voces discutiendo en la distancia. Luego las voces cesaron. Un cincel se estrelló sobre mi ojo y una hendidura de luz se abrió, como una boca o una herida, hasta que la oscuridad volvió a cerrarse de golpe sobre ella. Traté de alejarme rodando de la dirección de la luz, pero unas manos se cerraron en torno a mis piernas como las vendas de una momia y no pude moverme. Empecé a pensar que debía estar en una cámara subterránea alumbrada por luces cegadoras y que la cámara estaba llena de gente que por alguna razón me mantenía sujeta. Entonces el cincel golpeó de nuevo y la luz se metió de un brinco en mi cabeza, y a través de la densa, tibia, aterciopelada oscuridad, una voz gritó: —¡Madre! El aire soplaba y jugaba sobre mi cara. Sentí la forma de un cuarto a mi alrededor, un cuarto grande con ventanas abiertas. Una almohada se amoldaba bajo mi cabeza y mi cuerpo flotaba, sin precisión, entre delgadas sábanas. Luego sentí calor, como una mano sobre mi cara. Debía estar acostada al sol. Si abría los ojos vería colores y formas doblándose sobre mí como enfermeras. Abrí los ojos. Estaba completamente oscuro. Alguien respiraba a mi lado. — No puedo ver —dije. Una voz alegre habló desde la oscuridad. —Hay montones de gente ciega en el mundo. Te casarás con un amable ciego algún día."

"Abrí los dedos como una niña con un secreto y sonreí a la esfera plateada pegada a mi palma. Si la dejaba caer, se rompería en un millón de diminutas réplicas de mí misma, y si las arrimaba unas a otras se fundirían, sin una grieta, nuevamente en un todo. Le sonreí y sonreí a la pequeña esfera plateada. No lograba imaginar qué habrían hecho con la señora Mole."

"Si la señora Guinea me hubiera dado un pasaje a Europa, o un viaje alrededor del mundo, no hubiera habido la menor diferencia para mí, porque donde quiera que estuviera sentada —en la cubierta de un barco o en la terraza de un café en París o en Bangkok— estaría sentada bajo la misma campana de cristal, agitándome en mi propio aire viciado. El cielo azul abría su cúpula sobre el río, y el río estaba punteado de veleros."


"—Esther. Desperté de un profundo y húmedo sueño y lo primero que vi fue el rostro de la doctora Nolan que nadaba frente a mí y decía: —Esther, Esther. Me froté los ojos con mano torpe. A espaldas de la doctora Nolan podía ver el cuerpo de una mujer que llevaba puesta una bata arrugada a cuadros blancos y negros y estaba tirada sobre un catre como si hubiera caído desde una gran altura. Pero antes de que pudiera comprender nada más, la doctora Nolan me condujo a través de una puerta hacia el aire fresco y el cielo azul. Todo el calor y el miedo habían desaparecido. Me sentía sorprendentemente en paz. La campana de cristal pendía suspendida, a unos cuantos pies por encima de mi cabeza. Yo estaba abierta al aire que circulaba. —Fue como te dije que sería, ¿no es así? —dijo la doctora Nolan, mientras regresábamos juntas a Belsize a través del crujido de hojas secas. —Sí. —Bueno, siempre será así —dijo con firmeza—. Vas a recibir electroshocks tres veces por semana, los martes, jueves y sábados. Aspiré una gran bocanada de aire. —¿Durante cuánto tiempo? — Eso depende —respondió la doctora Nolan— de ti y de mí."

"Joan me fascinaba. Era como observar a un marciano, o a un sapo particularmente verrugoso. Sus pensamientos no eran mis pensamientos, ni sus sentimientos mis sentimientos, pero estábamos lo bastante unidas como para que sus pensamientos y sentimientos parecieran una tergiversada, negra imagen de los míos. Algunas veces me preguntaba si yo no había inventado a Joan. Otras veces me preguntaba si ella continuaría apareciendo repentinamente en cada crisis de mi vida para recordarme lo que yo había sido, por lo que yo había pasado, llevando su propia y separada, pero similar, crisis bajo mis narices. —No veo lo que las mujeres ven en otras mujeres —le había dicho a la doctora Nolan en mi entrevista de ese mediodía— ¿Qué ve una mujer en otra mujer que no puede ver en un hombre? La doctora Nolan hizo una pausa. Después dijo: —La ternura."

"Para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla. Una pesadilla. Yo lo recordaba todo. Recordaba los cadáveres y a Doreen, y la historia de la higuera y el diamante de Marco y el marinero en el parque y la enfermera de ojos estrábicos del doctor Gordon y los termómetros rotos y el negro con sus dos clases de judías y los diez kilos que engordé por la insulina y la roca que se combaba entre el cielo y el mar como una calavera gris. Quizás el olvido, como una bondadosa nieve, los entumeciera y los cubriera. Pero eran parte de mí. Eran mi paisaje."

"... y ojos que pensé haber reconocido alguna vez sobre máscaras blancas. Los ojos y los rostros se volvieron hacia mí, y guiándome por ellos, como por un hilo mágico, entré en la habitación.  FIN"


Sylvia Plath, La campana de cristal

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