Charlotte Brontë VILLETTE "Una tarde —y no deliraba: estaba en mi sano juicio—"
miércoles, febrero 05, 2014
"¡Aquellas vacaciones! ¿Podré olvidarlas algún día? Creo que no.
Madame Beck se marchó el primer día para reunirse con sus hijas al borde
del mar; las tres profesoras tenían padres o amigos que las acogieron;
todos los profesores abandonaron la ciudad; unos se dirigieron a París,
otros a Boue-Marine; monsieur Paul se fue de peregrinación a Roma; en
la rue Fossette sólo quedamos yo, una criada y una pobre alumna, deforme
y débil mental, una especie de crétine a la que su madrastra no permitía
regresar a la lejana provincia donde residía.
Estuvo a punto de caérseme el alma a los pies; los deseos más enfermizos
tensaron sus fibras. ¡Qué largos eran los días de septiembre! ¡Qué silenciosos
y sin vida! ¡Qué inmenso y vacío parecía el desolado edificio! ¡Qué lúgubre el
jardín abandonado... tan gris ahora con el polvo de una ciudad desierta!
Cuando miraba hacia delante en el inicio de aquellas ocho semanas, apenas
sabía cómo iba a sobrevivir hasta el final. Hacía mucho tiempo que mi ánimo
decaía poco a poco; y al faltarme el respaldo del trabajo, pareció desplomarse.
Ni siquiera mirando hacia delante recobraba la esperanza: el tedioso futuro no
me ofrecía consuelo, ni promesa alguna, ni el menor aliciente para soportar el
dolor de entonces con la confianza en un bien venidero.
A menudo me embargaba una triste indiferencia a la vida... una penosa
resignación a que pronto llegara el fin de todas las cosas terrenas. ¡Ay! Cuando
disponía de mucho tiempo libre para contemplar la vida como deben
contemplarla las personas de mi especie, tenía la impresión de que no era
más que un desierto baldío: arenas color pardo rojizo, sin prados verdes,
ni palmeras, ni un pozo a la vista.
No conocía ni osaba conocer las esperanzas propias de la juventud, que tanto
animan y alientan a seguir adelante. Si alguna vez llamaban a la puerta de mi
corazón, una barra inhóspita impedía su entrada. Cuando se alejaban, así
rechazadas, lágrimas de tristeza corrían por mis mejillas; pero no podía
evitarse: me faltaba valor para dar cobijo a semejantes huéspedes.
¡Me inspiraba un temor tan desmedido el pecado y la debilidad de la
presunción! Lector religioso, largo será el sermón que me dedicarás por lo que
acabo de escribir, también tú, moralista; y lo mismo ocurrirá contigo, severo
erudito; tú, estoico, fruncirás el ceño; tú, cínico, me mirarás con desprecio;
tú, epicúreo, te reirás. Bueno, haced lo que queráis. Acepto el sermón, el ceño,
el desprecio y la risa; tal vez tengáis razón: y es posible que, en mis
circunstancias, hubierais estado tan equivocados como yo.
Lo cierto es que el primer mes no pudo ser más largo, triste y sombrío.
La crétine no parecía desgraciada. Yo hacía cuanto estaba en mis manos
para que no pasara frío y estuviera bien alimentada, y lo único que ella
pedía era comida y sol, y un buen fuego cuando éste faltaba. A sus débiles
facultades les agradaba la inactividad: su cerebro, sus ojos, sus oídos, su
corazón dormían contentos; no podían despertarse para trabajar, de modo
que el letargo era su Paraíso.
Las tres primeras semanas de aquellas vacaciones fueron cálidas y soleadas,
pero la cuarta y la quinta fueron tempestuosas y trajeron lluvia. Ignoro por qué
aquel cambio en la atmósfera me causó una impresión tan cruel, por qué el furor
de la tormenta y la violencia de la lluvia me sumieron en una parálisis mayor
que la que había padecido cuando el aire estaba sereno: pero así fue, y mi
sistema nervioso pareció incapaz de soportar por más tiempo aquella angustia
que le había atenazado día y noche en la gigantesca casa vacía.
¡Cómo rezaba al Cielo en busca de ayuda y consuelo! ¡Cuán firme era mi
convicción de que el Destino era mi sempiterno enemigo, y jamás podría
reconciliarme con él! En el fondo de mi corazón, no culpaba de ello a la
misericordia o a la justicia de Dios; llegué a la conclusión de que era parte
de su grandioso plan para que algunos sufrieran amargamente en la tierra,
y me emocionaba al tener la certeza de que yo estaba entre ellos.
Fue un alivio que la tía de la crétine, una bondadosa anciana, viniera un día
y se llevase a mi extraña y deforme compañera. La infortunada criatura
había sido a veces una pesada carga; no podía salir del jardín, y no podía
dejarla ni un minuto sola; pues su pobre espíritu era tan imperfecto como
su cuerpo: tenía predisposición al mal. Una vaga inclinación a hacer daño,
una arbitraria hostilidad, hacían indispensable una vigilancia continua.
Como apenas hablaba, y se pasaba las horas muertas con la mirada perdida,
gesticulando y haciendo las muecas más horribles, yo no tenía la sensación
de vivir con otro ser humano sino de hallarme prisionera con un animal salvaje.
Además, necesitaba de unos cuidados personales que requerían el coraje de
una enfermera; a veces se ponía hasta tal punto a prueba mi determinación
que sentía náuseas. Esas tareas no deberían haber recaído en mí; una criada,
ahora ausente, las había desempeñado hasta entonces, pero, con las prisas
de las vacaciones, habían olvidado buscarle una sustituta.
Aquella carga, aquella prueba fueron de las más duras que he conocido en mi
vida. Y, sin embargo, por fastidiosas y degradantes que fueran, mi sufrimiento
mental era mucho más devastador.
El cuidado de la crétine me privaba a menudo de la fuerza y del deseo de comer,
y me empujaba a salir al aire libre, desfallecida, para acercarme al pozo o a la
fuente del patio; pero ese deber jamás me rompió el corazón, ni anegó mis ojos
en llanto, ni quemó mis mejillas con lágrimas tan ardientes como el metal fundido.
Cuando la crétine se marchó, recuperé mi libertad para salir de la casa.
Al principio me faltó valor para aventurarme lejos de la rue Fossette, pero poco
a poco llegué a las puertas de la ciudad, y las franqueé, y seguí vagando por las
chaussées, y a través de los campos, más allá de los cementerios, católico y
protestante, y de las granjas, hasta alcanzar bosquecillos y senderos, y no sé
qué otros lugares.
Sentía que algo me aguijoneaba, una especie de fiebre me impedía descansar;
el anhelo de compañía despertaba en mi alma un hambre acuciante. A menudo
paseaba durante toda la jornada, desde el ardiente mediodía hasta la árida tarde
o el sombrío anochecer, y regresaba cuando salía la luna.
Mientras vagaba en soledad, a veces imaginaba lo que estarían haciendo en
aquellos momentos mis conocidos. Veía a madame Beck en un alegre lugar
de la costa, con sus hijas, su madre y un grupo de amigos que habían elegido
el mismo escenario para divertirse.
Zélie St Pierre estaba en París con sus familiares; las demás profesoras, en
sus hogares. Ginevra Fanshawe había ido con unos parientes a hacer un
agradable viaje por el sur.
Ginevra me parecía la más feliz de todas. Recorría hermosos parajes; el sol
de septiembre resplandecía para ella sobre fértiles llanuras, donde las cosechas
maduraban bajo sus suaves rayos. La luna dorada y cristalina se elevaba ante
sus ojos sobre horizontes azules que seguían ondulantes las siluetas de las
montañas.
Pero todo eso no significaba nada; yo también sentía el sol del otoño y
contemplaba su luna llena, y casi deseaba verme cubierta de tierra y de hierba,
muy lejos de su influencia, pues no podía vivir bajo su luz, ni convertirlos en mis
compañeros, ni prodigarles afecto.
Pero una especie de espíritu acompañaba siempre a Ginevra, investido de
poder para darle fuerzas y ofrecerle consuelo, para alegrar el día y
embalsamar la oscuridad; el mejor de los genios buenos que protegen a la
humanidad la amparaba con sus alas y formaba un dosel sobre su cabeza.
El Amor Verdadero seguía a Ginevra: nunca estaría sola. ¿Era ella insensible
a su presencia? Me parecía imposible: no podía comprender esa apatía.
La imaginaba agradecida en secreto, amando ahora con reserva, pero
decidida a enseñar algún día el alcance de su amor: veía a su fiel héroe,
consciente a medias de su tímido cariño, consolado por esa idea; adivinaba
un vínculo electrizante de afinidad entre ellos, una cadena muy fina de
entendimiento mutuo, capaz de unirlos aunque les separaran cien leguas,
llevando por montículos y hondonadas sus oraciones y sus deseos. Ginevra
fue convirtiéndose poco a poco para mí en una especie de heroína.
Cierto día, al darme cuenta de esa creciente ilusión, me dije: «Creo que tengo
los nervios muy alterados: mi mente ha sufrido demasiado; una enfermedad
se está apoderando de ella. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo voy a conservar la
salud?». Lo cierto es que no había forma de conservar la salud en aquellas
circunstancias. Finalmente, tras un día y una noche del más amargo de los
abatimientos, sentí un profundo malestar físico que me obligó a guardar cama.
Por aquel entonces terminó el veranillo de San Miguel y empezaron las
tormentas del equinoccio; durante nueve días oscuros y lluviosos, en los
que las Horas transcurrieron a gran velocidad, turbulentas, sordas,
alborotadas —aturdidas por el fragor del huracán—, yací sumida en un
extraño estado febril de los nervios y de la sangre. El sueño me abandonó.
Solía levantarme por la noche, buscándolo, y le suplicaba desesperadamente
que volviera. Tan sólo me respondía un crujido en la ventana, el silbido de una
ráfaga... ¡el sueño nunca regresaba! Me equivoco. Lo hizo una vez, pero lleno
de furia. Cansado de mi insistencia trajo consigo un sueño vengador.
Según el reloj de St Jean Baptiste, apenas duró quince minutos; un breve
intervalo de tiempo, pero suficiente para retorcer todo mi cuerpo con una
angustia desconocida; y para brindarme una experiencia indescriptible
con el aspecto, el semblante, el terror, el tono mismo de una aparición de
la eternidad. Entre las doce y la una de aquella noche, mis labios se vieron
obligados a beber de una copa en la que bullía un líquido negro, fuerte,
extraño, que no se había llenado en ningún pozo sino en un mar ilimitado
e insondable. El sufrimiento conformado a una medida temporal o
calculable, y destinado a unos labios mortales, no tiene el mismo sabor
que aquel sufrimiento.
Al despertarme, pensé que todo había terminado: el final se acercó y pasó de
largo. Temblando de miedo —a medida que recobraba la conciencia—, dispuesta
a gritar pidiendo ayuda a alguno de mis semejantes, aunque sabía que ninguno
de ellos estaba lo bastante cerca para escuchar mi enloquecida llamada
—Goton no podía oírme desde su lejano desván—, me arrodillé en la cama. Pasé
unas horas terribles: mi alma, desgarrada, atormentada, oprimida, soportó lo
indecible. De todos los horrores de aquella noche, creo que aquél fue el peor.
Tenía la sensación de que mis familiares muertos, que tanto me habían querido
en vida, me miraban desde otro lugar, distanciados de mí: un sentimiento
indescriptible de desesperación ante el futuro atenazaba mi espíritu. No tenía
ningún motivo para curarme o desear vivir; y, sin embargo, ¡qué insoportable
resultó ser la altiva y despiadada voz con que la Muerte me desafió a entablar
combate con sus desconocidos terrores!
Cuando intenté rezar, sólo logré articular estas palabras: —Desde mi juventud,
he sufrido Tus terrores con verdadera congoja. Y no mentía. Al traerme el té a
la mañana siguiente, Goton me rogó que avisara a un médico. No quise: pensé
que ningún médico podría curarme.
Una tarde —y no deliraba: estaba en mi sano juicio— me levanté y me vestí,
débil y temblorosa. Era incapaz de soportar por más tiempo la soledad y el
silencio del gran dormitorio; las espectrales camas blancas se me antojaban
fantasmas, sus cabeceras parecían gigantescas calaveras descoloridas por
el sol; sueños pasados de un mundo más antiguo y de una raza más poderosa
yacían inmóviles en las enormes cuencas de sus ojos. Aquella tarde se apoderó
con más fuerza que nunca de mi alma la convicción de que el Destino era de
piedra y la Esperanza, un falso ídolo, ciego, sin sangre en las venas y con un
corazón de granito. Sentí, asimismo, que la prueba que Dios me había impuesto
estaba acercándose a su clímax, y que era yo quien debía enfrentarme a ella
con mis propias manos, por muy débiles, ardientes y temblorosas que fueran.
Seguía lloviendo y el viento soplaba con fuerza; pero con mayor clemencia,
pensé, que el resto del día. Empezó a caer la noche, y su influencia me pareció
perniciosa; a través de la celosía, vi llegar las nubes nocturnas que se arrastraban
a escasa altura como estandartes caídos.
Pensé que en aquellos momentos había tristeza y amor en el Cielo por todo
el dolor que se padecía en la tierra; el peso de mi terrible sueño se aligeró
—aquella insoportable idea de no ser querida, de no pertenecer a nadie,
cedió un poco ante la esperanza de lo contrario—, tenía el convencimiento
de que esta esperanza brillaría con más intensidad si abandonaba aquel
techo, que me aplastaba como la lápida de una sepultura, y me dirigía a
alguna apacible colina, muy alejada de la ciudad, en medio del campo.
Envuelta en una capa (no podía estar delirando, pues tuve el buen juicio de
abrigarme), salí a la calle. Las campanas de una iglesia me detuvieron al pasar;
parecían llamarme al salut, y decidí entrar. En aquellos momentos, cualquier
rito solemne, cualquier espectáculo de adoración sincera, cualquier
oportunidad de acercarme a Dios eran tan vitales para mí como un mendrugo
de pan para un hambriento. Me arrodillé con los demás sobre el empedrado.
Era una iglesia vieja y majestuosa, sumida en una penumbra que la luz de las
vidrieras volvía purpúrea y no dorada. Había muy pocos feligreses y, terminado
el salut, la mitad de ellos se marcharon.
No tardé en descubrir que los demás se quedaban para confesarse. No me
moví. Todas las puertas de la iglesia se cerraron con cuidado; reinó un sagrado
silencio, y una imponente oscuridad se cernió sobre nosotros. Después de
rezar unos instantes conteniendo el aliento, una penitente se acercó al
confesionario. La observé. Susurró sus pecados: recibió la absolución; volvió
reconfortada. La siguió otra persona, y luego otra. Una señora muy pálida,
arrodillada a mi lado, tuvo la gentileza de decirme en voz baja: —Vaya usted
ahora; todavía no estoy preparada. La obedecí mecánicamente; me puse
en pie y me dirigí al confesionario.
Sabía lo que hacía; mi cabeza sopesó aquella determinación con la velocidad
del rayo. Dar ese paso no podía hacerme más desgraciada de lo que ya era;
tal vez me aliviase. El sacerdote del confesionario ni siquiera me miró; sólo
acercó silenciosamente su oído a mis labios. Parecía un hombre bondadoso,
pero aquel deber se había convertido en una suerte de rutina: se consagraba
a él con la flema de la costumbre.
Yo vacilé; no conocía la fórmula de la confesión: así que, en vez de pronunciar
el preludio habitual, dije: —Mon père, je suis protestante. Se volvió al instante.
No era un sacerdote del país; la fisonomía de éstos era, invariablemente, servil:
comprendí por su perfil y su frente que era francés; aunque canoso y de edad
avanzada, creo que no carecía de sensibilidad ni de inteligencia.
Me preguntó, en tono amable, por qué acudía a él siendo protestante. Le dije
que me moría por recibir un consejo o una palabra de consuelo. Que vivía
completamente sola desde hacía unas semanas; que había estado enferma;
que mi espíritu no podía seguir soportando el peso de una terrible aflicción.
—¿Se trata de un pecado, de un crimen? —preguntó, alarmado. Le tranquilicé
sobre ese punto y, lo mejor que pude, le conté en pocas palabras mi experiencia.
Él se quedó pensativo, y pareció desconcertado. —Me coge usted desprevenido
—exclamó—. Nunca se me había presentado un caso como el suyo: por lo general,
conocemos nuestro deber y estamos preparados, pero esto supone una gran
ruptura en el curso ordinario de la confesión. No sabría qué consejo darle en
sus circunstancias.
Por supuesto, era la respuesta que esperaba; pero el mero hecho de
comunicarme con unos oídos humanos y sensibles, aunque consagrados...
el mero hecho de verter una parte del dolor largo tiempo acumulado, y largo
tiempo reprimido, en una vasija de la que no podía volver a escapar... había
sido muy beneficioso para mí. Me sentí reconfortada. —¿He de irme, padre?
—pregunté, al verlo silencioso. —Hija mía —dijo amablemente (y estoy segura
de que era un hombre bueno: tenía una mirada compasiva)—, de momento,
será mejor que se vaya; pero le aseguro que sus palabras me han impresionado.
La confesión, como otras cosas, tiende a perder profundidad y trascendencia
con la costumbre. Usted ha venido y me ha abierto su corazón; algo muy poco
común. Me agradará meditar sobre su caso, y llevarlo conmigo al oratorio.
Si usted hubiera abrazado nuestra fe, sabría qué decirle; un espíritu tan agitado
sólo puede hallar reposo en el retiro y en la práctica escrupulosa de la devoción.
Es bien sabido que el mundo no procura demasiadas satisfacciones a naturalezas
como la suya. Algunos santos han pedido a penitentes como usted que se
elevaran por medio de la penitencia, el sacrificio y las buenas obras difíciles.
En esta vida se les dan lágrimas como alimento y bebida —el pan de la aflicción
y las aguas de la aflicción—, la recompensa llega después. Estoy convencido de
que esas impresiones que padece usted son mensajeros de Dios para devolverla
a la iglesia verdadera. Está usted hecha para nuestra fe: sin duda es la única que
podría curarla y ayudarla. El protestantismo es demasiado seco, frío y prosaico
para usted. Cuanto más pienso en su caso, con más claridad veo que se sale de
lo habitual. Bajo ningún concepto querría perderla de vista. Váyase ahora, hija
mía; pero vuelva a visitarme.
Me levanté y le di las gracias. Estaba a punto de salir cuando me hizo una señal
para que regresara a su lado. —No debe venir a esta iglesia —dijo—: Veo que está
enferma y hace demasiado frío; debe venir a mi casa: vivo en... (y me dio su
dirección). La espero mañana por la mañana, a las diez. En respuesta a esta cita,
me limité a inclinar la cabeza; me quité el velo y, arrebujándome en mi capa, salí.
¿Supone el lector que tuve la osadía de ponerme de nuevo al alcance de aquel
digno sacerdote? Antes me habría metido en un horno babilónico. Aquel
sacerdote tenía armas que podían influir en mí; era un hombre compasivo,
con una bondad sentimental muy francesa, a cuya dulzura yo sabía que no
era totalmente inmune.
Si exceptuamos cierto tipo de afectos, apenas había alguno, arraigado en la
realidad, al que yo pudiera confiar en tener fuerzas para resistirme. Si hubiera
ido a visitarlo, el sacerdote me habría mostrado cuánto hay de tierno,
reconfortante y amable en la honrada superstición papista. Luego habría
tratado de encender, soplar y avivar en mí el celo por las buenas obras.
No sé cómo habría acabado aquel asunto. Todos nos creemos fuertes
en algunas cuestiones, todos nos sabemos débiles en otras muchas;
lo más probable es que, de haber acudido a la rue des Mages número
diez en el día y en la hora señalados, en estos instantes, en lugar de
escribir este herético relato, estaría rezando el rosario en un convento
de carmelitas del Boulevard de Crécy en Villette.
Había algo de Fénélon en aquel anciano y bondadoso sacerdote; y sean
como sean la mayoría de sus hermanos, y piense yo lo que piense de su
Iglesia y de su credo (ninguno de los dos son de mi agrado), siempre guardaré
de él un recuerdo agradecido. Fue amable conmigo cuando yo necesitaba
amabilidad; me hizo mucho bien. ¡Que Dios le bendiga!
El crepúsculo había dado paso a la noche y, cuando salí de aquella iglesia
sombría, las farolas de la calle estaban encendidas. Ahora me era posible
regresar a casa; el anhelo desesperado de respirar el viento de octubre en
la pequeña colina, lejos de los muros de la ciudad, había dejado de ser un
impulso irrefrenable, y no era más que un deseo que la Razón podía
dominar: así lo hizo, y yo me encaminé, según creía, a la rue Fossette.
Pero me había adentrado en una zona de la ciudad que no conocía; era la
parte antigua, y estaba llena de callejuelas y de casas viejas y pintorescas,
a punto de desmoronarse. Me sentía demasiado débil para tener dominio
de mí misma, y demasiado indiferente a mi bienestar y seguridad para obrar
con prudencia. Me sumí en el desconcierto; me vi atrapada en un laberinto
de giros desconocidos. Estaba perdida, y me faltaba determinación para
pedir a algún transeúnte que me orientara.
La tormenta había amainado un poco al atardecer, pero quiso recuperar
entonces el tiempo perdido. El viento del noroeste soplaba con violencia;
traía consigo pequeños chaparrones, e incluso a veces, como si fueran
disparos, un fuerte granizo; el frío y la lluvia me calaron hasta los huesos.
Incliné la cabeza para hacer frente al temporal, pero éste siguió golpeándome.
No me descorazoné en aquel trance; sólo deseaba elevarme hasta la tormenta,
y extender y reposar mis alas en su vehemencia, seguir su curso veloz, y
deslizarme con ella. Mientras me invadía este deseo, mi frío se convirtió
en aterimiento y mi debilidad en extenuación.
Traté de llegar al porche de un gran edificio cercano, pero la mole de la
fachada y su aguja gigante se volvieron negras y desaparecieron de mi vista.
En lugar de caer sentada en los escalones, como pretendía,
tuve la sensación de arrojarme de cabeza al abismo. No recuerdo nada más."
"Soy incapaz de decir dónde estuvo mi espíritu durante aquel desmayo.
No sé lo que vio ni adónde fue en aquella noche singular; en cualquier caso,
él lo guardó en secreto, sin susurrar jamás una palabra a la Memoria, y
engañando a la Imaginación con su silencio imperturbable. Puede que se
elevara y viera ante sí la morada eterna, esperando que le permitieran
descansar en ella y que su dolorosa unión con la materia fuera al fin disuelta.
Mientras imaginaba esto, quizá un ángel lo expulsara del umbral del paraíso
y, conduciéndole de nuevo a la tierra, anegado en llanto, volviera a atarlo todo
tembloroso y en contra de su voluntad a ese pobre cuerpo, helado y consumido,
de cuya compañía estaba tan cansado. Sé que regresó a su prisión muy afligido,
sin el menor deseo, con un gemido y un largo estremecimiento.
Los compañeros separados, el Espíritu y la Materia, no eran fáciles de reconciliar:
en vez de saludarse con un abrazo, se enzarzaron en una especie de lucha cruel.
Recuperé el sentido de la vista, envuelto en rojos, como si nadara en sangre; y la
capacidad de oír, que volvió de pronto, con el fragor de un trueno; la conciencia
revivió atemorizada: me incorporé presa del terror, preguntándome en qué región,
entre qué extraños seres, despertaba."
"Pensé en Hasán Bedru-d-Din, conducido en sueños desde el Cairo hasta las puertas
de Damasco. ¿Había detenido un genio sus oscuras alas en medio de aquella
tempestad —a cuya violencia yo había sucumbido—, y me había recogido en los
escalones de la iglesia para, «remontando el vuelo», como dice el cuento oriental,
llevarme por encima de tierras y mares y depositarme dulcemente junto a una
chimenea de la vieja Inglaterra?
Pero no; sabía que el fuego de aquel hogar ya no ardía ante sus lares... hacía
mucho tiempo que se había apagado, y los dioses de la casa habían sido
trasladados a otro lugar. La bonne se volvió para mirarme y, al ver en mis ojos
desmesuradamente abiertos una expresión de inquietud y excitación, dejó a
un lado sus labores. Durante unos instantes, pareció muy ajetreada en una
pequeña tarima; sirvió agua en un vaso y le añadió unas gotas de un frasco:
con el vaso en la mano, se acercó a mí. ¿Qué pócima oscura estaría
ofreciéndome? ¿Qué elixir de genio o bebedizo de mago? Era demasiado
tarde para preguntar; lo había bebido de golpe, con la mayor pasividad.
Una marea de pensamientos apacibles acarició delicadamente mi cerebro;
la corriente subía poco a poco, con leves ondulaciones más suaves que un
bálsamo. El dolor y la debilidad abandonaron mis miembros, mis músculos
se durmieron. No podía moverme; pero, al perder al mismo tiempo todo deseo
de actividad, no me sentí privada de nada. Aquella amable bonne colocó una
pantalla entre la lámpara y yo; vi cómo se levantaba para hacerlo, pero no
recuerdo haber sido testigo de cómo volvía a su asiento: entre esos dos actos,
me quedé dormida.
Cuando me desperté, ¡todo había cambiado de nuevo! La luz del día envolvía
la estancia; no una luz cálida, estival, sino la triste penumbra del crudo y
tormentoso otoño. Tuve la certeza de encontrarme en el pensionnat: por la
lluvia que golpeaba en las ventanas; por el rugido del viento entre los árboles,
que indicaba la presencia de un jardín en el exterior; por el frío, la blancura y
la soledad que me rodeaban. Y digo blancura, pues las colgaduras de brocado
de algodón que adornaban la cama francesa me impedían ver cualquier otra
cosa. Las levanté; miré fuera. Mis ojos, dispuestos a contemplar un enorme
dormitorio con las paredes encaladas, parpadearon sorprendidos al encontrar
el reducido espacio de un pequeño gabinete... un gabinete pintado de color
verdemar; y, en lugar de cinco ventanales desnudos, una celosía de gran
altura con adornos de muselina; y, en vez de dos docenas de pequeños
soportes de madera pintada, cada uno con su aguamanil y su palangana,
un tocador vestido como una dama para un baile —traje blanco sobre falda
rosa—, coronado por un espejo grande y reluciente, y con un bonito alfiletero
rodeado de encaje. Este tocador, junto con una pequeña butaca de chintz
verde y blanco, y un lavamanos de mármol, con utensilios de loza de color
verde pálido, bastaban para amueblar la diminuta habitación.
Lector, ¡me sentí aterrada! «¿Por qué?», te preguntarás. ¿Qué había en aquella
sencilla y, en cierto modo, hermosa alcoba para asustar a la más tímida de las
criaturas? Sencillamente esto: que aquellos muebles... sólidas butacas, espejos,
lavamanos... no podían ser reales, tenían que ser fantasmas del pasado;
o, si se rechazaba esta hipótesis por descabellada —y, a pesar de mi confusión,
yo la rechazaba—, sólo se podía llegar a la conclusión de que mi estado mental
era anómalo; en pocas palabras, que me encontraba muy enferma y deliraba:
e incluso entonces, mis alucinaciones eran las más extrañas con que el delirio
ha hostigado jamás a una víctima. Reconocí —no tuve más remedio— el
chintz verde y la pequeña silla; el marco negro y brillante, con hojas talladas,
de aquel espejo; las suaves piezas glaucas de loza; y el propio lavamanos,
con su encimera de mármol gris y la esquina descascarillada. No tuve más
remedido que reconocer y saludar a todo aquello del mismo modo que la
noche anterior había tenido que reconocer y saludar, forzosamente, a los
muebles de palisandro, a los cortinajes y a las porcelanas del salón.
¡Bretton! ¡Bretton! Y lo ocurrido diez años atrás se reflejó en aquel espejo.
Y ¿por qué me perseguían de ese modo Bretton y mis catorce años?
¿Por qué, si se empeñaban en regresar, no lo hacían por completo?
¿Por qué sólo aparecían ante mis perturbados ojos los muebles, mientras
que las habitaciones y el lugar eran muy diferentes? En cuanto al alfiletero
de raso carmesí, con cuentas doradas y volantes de encaje, cómo no iba
a reconocerlo tan bien como a las pequeñas pantallas ¡si lo había hecho
yo! Levantándome de un salto, cogí el alfiletero y lo examiné. Las letras
«L.L.B.», cosidas con cuentas doradas y rodeadas por una guirnalda oval
bordada en hilo de seda blanco, eran las iniciales del nombre de mi madrina:
Louisa Lucy Bretton. —¿Estaré en Inglaterra? ¿Estaré en Bretton? —exclamé
en voz baja. Y, subiendo a toda prisa las persianas que tapaban la celosía,
miré al exterior para intentar descubrir dónde estaba, casi esperando
contemplar los antiguos, tranquilos y hermosos edificios y el limpio
empedrado de St Ann’s Street, y divisar al fondo las torres de la catedral;
o, de no ser así, las vistas de otra ciudad, una rue de Villette, o alguna calle
de una agradable ciudad inglesa. Lo que vi, por el contrario, a media altura
y entre las hojas de una enredadera, fue una terraza de hierba y unos árboles
que crecían más abajo; los árboles más altos que había visto en mucho tiempo.
Parecían gemir bajo el vendaval de octubre, y entre sus troncos descubrí la
línea de una avenida donde las hojas amarillas se amontonaban o revoloteaban
empujadas por el fuerte viento del oeste. Fuera cual fuera el paisaje que hubiese
más allá, tenía que ser llano, y aquellas gigantescas hayas impedían su visión.
Me pareció un lugar muy aislado, y completamente desconocido para mí:
jamás había estado en él. Me acosté de nuevo. La cama estaba en un pequeño
hueco; cuando volví el rostro hacia la pared, la habitación y su extraño contenido
habían desaparecido.
¿Desaparecido? ¡No! Pues, al cambiar de postura con esta esperanza, en el
espacio verde que dejaban ver las colgaduras de la cama, divisé un retrato
con un ancho marco dorado. Era una acuarela pintada con maestría,
aunque sólo se trataba de un boceto; una cabeza de muchacho, vigorosa,
llena de vida, risueña y expresiva. Parecía un joven de dieciséis años, de tez
rubicunda y mejillas sonrosadas; con el cabello largo y bastante claro, de un
brillante color dorado; los ojos penetrantes, y la sonrisa alegre y maliciosa.
En conjunto, un rostro muy agradable de contemplar, especialmente para
los que se creyeran con derecho a su afecto... por ejemplo, los padres o las
hermanas del joven. Cualquier pequeña y romántica colegiala podría
haberse enamorado de ese retrato.
Aquellos ojos miraban como si, transcurridos unos años, fueran a responder
con entusiasmo al amor: soy incapaz de decir si guardaban, para un caso de
necesidad, el brillo de una fe ardiente e inquebrantable. Pues, cualquier
sentimiento que le saliera al encuentro con demasiada facilidad, aquellos
labios amenazaban, de manera encantadora pero inequívoca, con
convertirlo en un capricho o un afecto muy ligero. Esforzándome por
aceptar cada nuevo descubrimiento con la mayor serenidad, susurré para mí:
—¡Ah! Ese retrato estaba colgado en la salita del desayuno, sobre la repisa
de la chimenea: demasiado alto, pensaba yo. Recuerdo que me subía al
taburete del piano para descolgarlo, sostenerlo en las manos y buscar qué
escondían sus preciosos ojos, que parecían reír bajo unas pestañas color
avellana; ¡me gustaba tanto observar el color de sus mejillas o la expresión
de su boca! No creía que la imaginación pudiera embellecer la curva de esos
labios o de esa barbilla; e, incluso en mi ignorancia, sabía que eran realmente
hermosos y me preguntaba, perpleja:
«¿Cómo es posible que algo tan encantador pueda causar al mismo tiempo
tanta tristeza?». En una ocasión, cogí a la pequeña señorita Home en brazos
y le pedí que se fijara en el cuadro. —¿Te gusta, Polly? —le pregunté. No me
respondió, pero se quedó mirándolo un buen rato antes de decir: «¡Bájeme!»,
mientras una temblorosa sombra recorría sus emocionados ojos. Yo la deposité
en el suelo, convencida de que la niña también lo percibía.
Todas esas cosas acudieron a mi imaginación, y pensé: «Tenía sus defectos,
pero conozco muy pocos caracteres tan nobles como el suyo; era generoso,
afable, sensible». Y, sin darme cuenta, exclamé en voz alta: —¡Graham!"
Charlotte Brontë VILLETTE
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