La chica de los finos dedos de Twitter

sábado, mayo 17, 2014

La vi venir de lejos por la oscura acera poco alumbrada y estrecha. Llevaba delante un carrito de bebé vacío y un niñito rubito de apenas un año abierto de piernas sobre su fina cadera izquierda sujetado por su desnudo brazo. Intuí que era alta y delgada a pesar de la distancia. Me apoyé con el brazo extendido sobre el tronco del árbol como lo hacía cada noche. No la perdí de vista discreta mientras lentamente se acercaba. Cuando ella llegó se paró delante de una tienda de bebidas situada a unos cinco metros de mi árbol. Bajó al niño con cuidado de su cadera, lo puso de pie en el suelo, y lo sentó luego en el carrito. El niño empezó a llorar. Él como yo preferíamos sus brazos, desde luego. Ni el niño ni yo éramos tontos. Ella, mientras que nosotros nos quejábamos, se agachó para ponerle alrededor de su cinturita la malvada correa de sujeción. Esta vez el llanto del niño no produjo en mi recuerdo gritos. Pues yo estaba absorto con su fino vestidito que ligero caía sobre sus largos y blancos muslos. Sus rodillas dobladas miraban al niño, aunque éste no se daba cuenta. Salió entonces de la tienda un joven y una chica de la misma estatura y semblante que ella; y supuse que era su hermana. Se despidieron con besos y mimos. Mientras, ella venía a pararse a mi derecha a un metro de distancia. La miré varias veces mientras ella escribía algo en su Twitter. Estuve a una palabra de pedirle su cuenta y darle la mía; no por nada, sin ningún interés, fue un impulso, una tontería, un vicio de twitteros, menos que un arrebato, en verdad solo miraba sus largos dedos, su pelo largo y suavemente moreno, su carita de ángel y de buena persona, el tono cariñoso con el que le había hablado a su rubio sobrinito, los dulces mimos, la cariñosa despedida, y después esa cercanía de su cuerpo blanco, flexible, alto, delgado, que acababa sorprendentemente en sus ojos negros... Por ninguna de esas razones no le pedí su Twitter. Pero sí le dije sorprendentemente: "─Viene el autobús, el 11. ¿Cuál coges? Te lo digo porque como estás con Twitter no lo has visto y si no lo llamas no se para y tendrías que estar aquí de pie otra media hora, y ahora no pasa nada pero en invierno con el frío y la lluvia... (¡Como si a mí en aquella circunstancia me hubiese importado que se hubiese quedado ella un rato más allí conmigo, de pie y hablando de nuestras historias de Twitter! Falso, más que falso. A pesar de todo lo dije con cierta inocencia.) La miré, le sonreí. Me miró y me dijo: "Yo cojo el 6. ¿Y tú?" Me quedé alucinado con su pregunta. Como si a ella le importase el número de mi autobús, como si ella quisiera saber si íbamos a viajar juntos esa noche, aunque fuese la media hora del trayecto, aunque fuese ella sentada y yo de pie, o al revés: ella de pie y yo sentado, o los dos sentados, los brazos y las caderas juntos, las piernas en el mismo compartimento, en el mismo espacio, con el mismo traqueteo, viendo pasar los árboles de los parques, la noche encima, alguna estrella, tal vez música de la radio o de su móvil; como si a ella se le hubiese escapado esa pregunta, bella pregunta: "¿Y tú?". "¿Yo? -le dije sonriendo-, el 9." Y me quise morir por la falta de coincidencia. Y esperé que me dijera: "Pues yo también; porque también me deja cerca." Pero no sé lo que pasó: si me lo dijo, si no me lo dijo, si nos subimos juntos o separados, si intercambiamos los números de nuestros autobuses y los nicks de nuestras cuentas, si subió ella o yo antes esos escalones benditos de la rampa del vehículo, si era noche o día, si me dio su nombre y yo el mío, de verdad que no me acuerdo, de verdad que no me acuerdo...

Carlos del Puente

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